John era ya todo un hombrecito. Con catorce años recién cumplidos me sacaba ya media cabeza de altura. Su porte tal vez era algo desgarbado todavía, nada que el simple discurrir del tiempo y un poco de ejercicio no pudieran corregir. Era guapo, muy guapo, tanto o más que su padre. A veces me pasaba ratos y ratos mirándole embelesada. Sus largas pestañas aleteaban sobre sus ojazos oscuros acompañados de una piel morena y una voz extrañamente profunda para su edad que hacía estragos entre sus compañeras de instituto.
Por extraño que parezca, mi existencia, lejos de quitarle puntos a John entre sus amigas le proporcionaba un plus de morbosidad que le hacían irresistible. Me consta que no fueron pocas las que decidieron iniciarse con él en el sexo, sabedoras de que iría sobrado de experiencia entre las sábanas gracias a mí. Lejos de considerarme una rival para ellas, me tenían como una instructora en el ámbito sexual y, en cierto sentido, no iban desencaminadas aunque mis sentimientos hacia John iban mucho más allá de los propios de una persona de Libre Uso hacia un miembro de su Familia Anfitriona.
Cerré los apuntes del primer año de universidad en cuanto escuché el golpe de la puerta principal al cerrarse. No me había equivocado, era él; parecía el séptimo de caballería cargando contra los indios viniendo hacia mí. Tuve el tiempo justo para mirarme al espejo, componerme las gafas, mordisquear mi labio inferior dándole algo de color, someter al mechón rebelde de cabello que había escapado de mi recogido y desabrochar todos los botones de la camisa. No hizo falta estimular mis pezones, llevaban más de media hora duros como el granito. Yo también tenía ganas de que terminasen las clases del viernes. Intimar con John me gustaba, a pesar de su edad era un amante fantástico.
- ¡Joder! - bramó al tropezarse con alguno de los últimos peldaños.
- Buenas tardes, John. Espero que hayas tenido un buen día.
- No, no te la quites del todo… - dijo tras tragar saliva con dificultad -, sólo ábrela….
- … y tampoco que quites las gafas, por favor - suplicó intentando en vano apartar la vista de mis senos.
- Por supuesto - apunté delineando una sonrisa en mis labios, mostrándome incluso más predispuesta de lo habitual.
Su olor era fuerte, estaba sudado, calculé que había estado corriendo más de un kilómetro sin parar para estar conmigo. En otro momento hubiésemos compartido caricias, besos y ducha, sin embargo teníamos algo más urgente que hacer, nuestros cuerpos no podían esperar para fundirse en uno solo.
Le interrogué con la mirada, expectante.
- ¡Tú arriba! - Ordenó.
No somos esclavos, ni prisioneros; tenemos libre albedrío para entrar y salir, vestir como nos de la gana, incluso tener relaciones sexuales con terceros y enamorarnos, pero todo se pospone cuando un miembro de la familia que nos acoje necesita nuestro cuerpo, tal y como era el caso. En ese momento satisfacer su necesidad es nuestro único deber, no hay excusa que valga. Nacimos para esto, es lo que nos enseñan desde que entramos en la Hermandad, desde el nacimiento en mi caso.
Le ayudé a desnudarse, el sudor que lo cubría no lo hizo sencillo. Ágilmente se tumbó sobre la cama, su falo se presentaba ya erecto, no necesitaba calentamiento previo por parte de mi boca. Tampoco necesité lubricación externa, mi coño literalmente chorreaba jugos desde minutos antes de que él entrara en casa.
Afortunadamente para mí, y a diferencia de mis otras compañeras de Libre Uso con las que he hablado del tema, jamás he tenido problemas de sequedad vaginal. Eso, unido a las técnicas adquiridas durante mi aprendizaje en la Hermandad y mucha práctica, me hacen gozar tanto o más que mi anfitrión durante el acto sexual. Según el Código que nos rige, nuestro orgasmo no está ni prohibido ni premiado, simplemente es irrelevante. Dar placer a quienes nos acogen es nuestra razón de ser.
He de decir que he tenido suerte con mis anfitriones directos, salvo contadas excepciones, siempre he gozado del sexo con ellos o al menos no me ha dolido demasiado. Con su familia extensa ya es otra cosa, algunos tíos de John y especialmente su abuelo suelen ser bastante rudos conmigo.
- ¿Listo? - pregunté por puro protocolo.
- ¡Sí!
Confieso que me caliento demasiado con John, soy nefasta cumpliendo el protocolo cuando follo con él. Voy un poco a lo mío, como si fuese su novia en lugar de su juguete sexual. Yo sí tengo celos de sus otras amantes, cosa totalmente prohibida y castigada en el código. Él lo sabe, no supe callarme en su momento y se lo confesé. Le he pedido perdón infinidad de veces por eso, él se limita a reírse y perdonar mi falta con un cálido beso. Es una persona fantástica, como casi todos los miembros de mi familia anfitriona. Pueden ser duros e intensos a la hora del acto sexual y a la vez atentos y amables el resto del tiempo, excepto el abuelo.
Dando rienda suelta a mis instintos lo monté dulcemente, mecí la cadera, escaparon gemidos de mi garganta y mi cabello oscuro y ondulado cayó desordenado sobre mis pechos. Puse los ojos en blanco, mi cénit estaba cerca. Por pura necesidad cogí sus manos y las llevé a mis tetas, instándole a que las apretase con intensidad. Mi piel clara como la luna contrastaba con la suya, ya tostada por el sol. John había crecido mucho aunque no lo suficiente como para poder abarcar mis senos por completo. Chillé, a pesar de su tamaño mis pechos siempre han sido un punto extremadamente erógeno para mí. Cuando noté la opresión la espoleta de mi interior tembló, le cabalgué unas cuantas veces y me vine con un orgasmo escandaloso. Cuando abrí los ojos lo descubrí muy sonriente, totalmente empalada y satisfecha.
- Te gané - Me dijo siguiendo un juego que se prolongaba entre nosotros durante años, desde que lo hicimos juntos por primera vez.
- Me ganas porque dejo que lo hagas - repuse arrogante.
- ¿En serio? No te creo- divertido, me sacó la lengua -.
- Te vas a enterar.
- E… espera, espera. No, no… no hagas eso, ¡no hagas eso! - chilló intentando evitar lo inevitable -. ¡Eso no vale, eso no vale…!
Me hubiese gustado pasar un rato relajada entre sus brazos, y mientras él repasaba con su dedo la marca de la Hermandad grabada a fuego en mi hombro, iniciar una de nuestras conversaciones tranquilas sobre cosas mundanas: el instituto, sus amigos, sus conquistas y cosas así. Ambos sabíamos que no había tiempo para eso, pronto otros habitantes de la casa llegarían en tropel. Aun así cerré los ojos un ratito, deleitándome con la dulce sensación de su esperma saliendo lentamente de mi sexo, deseando que ese momento no terminase nunca. Incluso llegué a dormitar unos segundos en esa insólita posición, estaba agotada; las noches de estudio pasaban factura.
La paz se quebró de repente. Chillidos infantiles, ladridos caninos y la puerta del vestíbulo cerrándose de golpe de nuevo me despertaron. La marabunta subía por la escalera con gran escándalo. Era la guerra.
- ¡Mierda! - Murmuró John cubriéndonos con la sábana, intentando protegerme.
La puerta de mi habitación se abrió y un par de fierecillas rubias en uniforme escolar, idénticas como dos gotas de agua, seguidas de un perro labrador no menos ruidoso se abalanzaron sobre nosotros como la ira divina.
- ¡Ya estamos en casa! - Chillaron Sue y Tess, entre ladridos y risas mientras se quitaban la ropa.
- ¡Esta es para mí! - Rió Tess amasando una de mis tetas.
- ¡Esa la quería yo! - Protestó su gemela
- Chicas, chicas. Con cuidado, vais a hacerle daño - intercedió John en mi favor al abandonar mi cama, harto de tanta algarabía.
- No pasa nada, no pasa nada - dije poniendo mi cuerpo a disposición de las chiquillas.
- ¡Biennn! - chillaron ellas atacando si tapujos mi sexo.
- Luego nos vemos, te lo prometo - le dije moviendo solamente los labios, se suponía que esa tarde yo estaba a entera disposición de las gemelas, otra cosa sería al caer la noche, cuando ellas durmieran - .
*****
- ¡Meterte el puño por detrás, qué brutas! Lo siento.
- Mañana estarán castigadas. Se han excedido.
- No pasa nada
- No - repuso con severidad -. Deben ser conscientes de los límites. Deben cuidarte, como hacemos todos...
- … o casi todos.
- Como quieras, aunque no es necesario. De verdad.
- ¿Te apetece tomar un baño, Leah? - preguntó tendiendome la mano, esbozando una sonrisa .- Hay que limpiar esa sangre.
- Claro.
Amber me gustaba, física y emocionalmente hablando. Más allá de ser mi Anfitriona, y que siempre me había cuidado como a una hermana pequeña, era la única que me entendía. Para ella era un libro abierto, me maravillaba su capacidad para saber cuándo algo me preocupaba. El baño era sólo una excusa para intentar relajarme por lo que iba a venir, yo lo sabía y ella también.
- Tienes el pelo fatal - apunté aclarando la espuma de su cabello.
- Sí. El agua de la piscina lo daña bastante. Es una pena.
Amber era hermosa, además de ser un amor de persona, físicamente lo tenía todo: alta, rubia, con unos ojos verdes que te desarmaban y una boca sensual que invitaba a pecar. Pese a haber parido a tres niños seguía conservando una piel tersa y suave y unos pechos sensiblemente más pequeños que los míos, pero para nada caídos. Sus aréolas tal vez eran algo pequeñas en relación con el tamaño de los pezones, sin embargo el conjunto era bonito, acorde con su estilizada figura de bailarina. En la Hermandad se hablaban historias de ella, sobre su capacidad de aguante y sus predisposición al sexo. No coincidimos allí por poco. Hasta que las superé, sus hazañas sexuales se creían imbatibles. Por eso fue la escogida por el anterior Prelado para su libre uso… y yo la elegida para servir a Ben, su hijo y sucesor.
- Iré yo - se ofreció mientras me secaba con la toalla.
- No, sabes que eso no es posible. Debo ir yo - repuse con serenidad -.
Apreté las esposas que inmovilizaron sus muñecas al cabecero de su cama uno o dos puntos más de lo aconsejable. Utilicé los grilletes algo más largos para hacer lo mismo con sus piernas. Me aseguré de que estuviesen en el ángulo adecuado para abrirla en canal en una postura totalmente antinatural y dolorosa. A pesar de la mordaza, chilló antes de lo que pensaba cuando le levanté las piernas. La falta de práctica más que la edad le pasaron factura. Los tendones de sus ingles aparentemente no daban más de sí, aun así no me detuve y tiré de las poleas con firmeza hasta que sus pies y manos casi se juntaron. Rabiaba de dolor, la respiración le iba a mil por hora. Pasé de ella, se presentaban ante mí un coño y culo legendarios, y mi deber era masacrarlos.
Me coloqué en la cintura el arnés con el pene de látex más grueso. El bueno de Ben había prohibido el uso de dildos con púas de acero con las personas de Libre Uso, por eso se libró de un castigo más intenso. Obvié la lubricación y las caricias, no tocaba. Profané la entrada trasera de Amber con el falo sintético, enseguida me percaté de que por ahí sí seguía en forma. Lo engulló sin relativos problemas, eso me animó a continuar. Enculé a mi Anfitriona con ganas, gustándome; moví la cadera con toda la dureza que me fue posible, penetrándola una y otra vez, empujando todo lo que era capaz. La cama martilleaba la pared en un ritmo machacón y constante. Cuando lo consideré oportuno liberé su orto y repetí la jugada con su sexo para luego volver a empezar con su puerta de atrás. Rompí a sudar, ella ya lo había hecho mucho antes. Aun así estaba bellísima.
Amber se corrió de manera prolija tres o cuatro ciclos después como sólo ella podía hacer; en eso jamás he llegado a estar a su altura muy a mi pesar. Noté su abundante squirt empapándome el coño y al mirar su cara pude contemplar su enorme grado de satisfacción. Una vez más había cumplido mi propósito: proporcionar placer a mi Anfitrión.
Aun así sabía que todavía quedaba un par de cosas más por hacer: acopié toda la saliva que pude en mi boca y le escupí en la cara. Después, me incorporé sobre ella y descargué todo el contenido de mi vejiga sobre su rostro teniendo mucho cuidado de mojar tambien el resto de su cuerpo.
Cuando la liberé de sus ataduras Amber quedó hecha un guiñapo sobre la cama. Cualquier otra hubiera presentado un aspecto deplorable, en cambio ella seguía preciosa.
- ¡Gracias! - me susurró cuando le besé en la frente a modo de despedida.
Pese al cansancio, antes de volver a mi cuarto, hice una parada en el de John. Tenía una promesa que cumplir y una polla que atender.
Fin del capítulo 1
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