"ALEXANDRA, LA NIÑA DE TODOS" por KAMATARUK (1 de 3)

Alexandra, la niña de todos

Capítulo 1: Irene, mi hermana pequeña.

Siempre fui una niña inquieta y precoz en todo y también a la hora de conocer mi anatomía. Solía tocarme desde muy pequeña cuando descubrí que, rozando ciertas partes de mi cuerpo, un nudo se formaba en mi garganta y el vello se me erizaba a la altura de la nuca hasta que una especie de pipí viscoso salía de mi entrepierna dándome un gustito tremendo.  No lo hacía mucho, al menos no tanto como cuando alcancé la adolescencia, que estaba todo el tiempo pajeándome, aunque sí a destiempo.

El asunto es que el sentido del pudor no lo tenía muy desarrollado siendo tan pequeña y, en mi inocencia, me masturbaba dónde y cuándo me apetecía, lo que más de una vez puso a mis padres en alguna que otra situación comprometida.  Eso enfurecía especialmente a mi padre, creo que desde entonces nuestra relación fue bastante tortuosa: no llevaba bien eso de que metiese mi mano bajo mis braguitas delante de su socio de trabajo o sentada en el carro de la compra del Mercadona.

-        ¡Esta cría terminará mal! – decía enfurecido cada vez que mi calentura le ponía en una situación incómoda - ¡Muy mal!

-        Pero son cosas de niños, no le des más importancia – reponía mi madre siempre predispuesta a minimizar los daños.

Yo les escuchaba discutir por el pasillo, refugiada bajo mis sábanas sin saber muy bien el motivo de tanto alboroto. No podía entender cómo algo tan rico, algo que me proporcionaba tanto gustito, algo que daba tanto placer a mi joven cuerpo podría ser motivo de conflicto entre mis padres.

Después mamá solía entrar a mi cuarto a hurtadillas, con sonrisa serena y olor a colonia fresca. Me miraba con dulzura, me arropaba con el edredón y, tras darme un beso en la frente, me decía en voz bajita y cómplice:

-        Tienes que tener más cuidado, Alexandra. Sabes que a papá le molesta que hagas esas cosas delante de la gente…

-        Pe… pero…

-        Hay ciertas cosas íntimas que es mejor hacerlas cuando una está sola. No es que estén mal sino que pueden incomodar a otras personas. ¿Entiendes?

-        Sí… - contestaba yo más bien por puro compromiso y no porque estuviese realmente convencida en absoluto de lo que mamá decía.

-        Venga, a dormir, que mañana hay cole… locuela.

-        Sí, mami.

Después apagaba la luz de la lámpara y se iba a la habitación de Irene a repetir el ritual de buenas noches con ella. Yo aprovechaba para subirme las braguitas desde los tobillos hasta su lugar correspondiente aunque en la mayoría de los casos volvía a bajarlas antes de que el sueño me venciese para darme gusto. Creo que fue ya entonces cuando me acostumbré a dormir sin nada en la parte de abajo de mi cuerpo. Siempre he sido una chica práctica, era mucho más cómodo dormir así si me apetecía tocarme. De hecho sigo haciéndolo por si a mi compañero o compañera de cama le apetece usarme mientras duermo.  

Tampoco llevaba bragas cuando, pocos años más tarde, empecé a quedar regularmente con hombres adultos a través del Tinder utilizando un perfil falso. Al principio lo hacía y los muy cabrones se las quedaban después de follarme, a modo de trofeo. Supongo que no debía ser muy habitual comerse un pastelito tan tierno.  Mi madre no hacía más que preguntarme cómo me las arreglaba para perder tanta ropa interior y resultaba molesto tener que ir buscando excusas cada vez más forzadas. No bragas, no problemas.

Lo dicho: una chica práctica.

Papá rara vez me dio un beso de buenas noches.  Entraba en mi habitación aunque mucho más tarde, cuando todos los demás dormían, para hacer otras cosas.  Por lo visto que yo jugase con mi cuerpo no estaba mal… siempre y cuando en esos juegos participase él.

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-        ¿Qué haces, Ale?

-        Nada.

-        Algo hacías.

-        ¡No hacía nada! – grité muy molesta cerrando las piernas muy fuerte bajo la sábana, suplicando para que el olor de mi flujo y el rubor de mis mejillas pasasen desapercibidos al fino olfato de mi hermana pequeña.

Irene reía de oreja a oreja al saber que me había pillado de nuevo, la muy cabrona. No fue la primera ni la última vez que interrumpió mi paja. Me tomaba mucho el pelo con eso. Solía hacerlo muy a menudo, y también eso de entrar en mi cuarto sin pedir permiso con cualquier excusa tonta cuando estábamos a solas en casa. Ella seguía en el cole, en el último curso, y yo ya comenzaba a ser popular en mi segundo año del instituto, sobre todo entre los chicos mayores. 

Ágilmente dio un brinco y se tumbó a mi lado. Sus preciosos ojos color madera de cerezo se clavaron en los míos cómo dagas.  Su forma de mirarme siempre me ha puesto muy nerviosa, me siento desnuda ante sus ojos y no sólo de cintura para abajo como ese día.  

Irene se colocó junto a mí de tal forma que no pude evitar mirar bajo el holgado escote de su pijama mientras me hablaba. Solía olvidar abrocharse sus botones superiores. A sus once años su pecho ya comenzaba a ondularse de una forma de lo más interesante y sus tetitas vibraban libremente al son de su cháchara.

Noté cierta inquietud en mi vulva y me sentí incómoda ante la reacción de mi cuerpo al ver el suyo. Ya hacía unos meses en los que me fijaba más en las chicas que en los chicos del instituto pero excitarme con mi propia hermana me pareció sucio y morboso a la vez.

-        Como te pille papá otra vez tocándote se va a enfadar- dijo sacándose el chupachups de la boca.

-        Ya… vaya novedad. Siempre se enfada conmigo por cualquier cosa y nunca contigo, da igual lo que hagas.

-        Oye… eso no es verdad.

-        ¡Sí lo es! Eres la favorita de papá en todo… – gruñí muerta de celos – o en casi todo.

Cuando estaba con Irene siempre lograba que bajase a su nivel, que me comportase como una niña pequeña en lugar de una adolescente al uso.  Mi hermana y su perfección me desquiciaban casi tanto como me turbaba su belleza así que no pude evitar hablar un poco más de la cuenta. 

Me arrepentí de inmediato.

Pretender que mi desliz pasase desapercibido era una quimera, Irene siempre ha sido lista como el hambre y saltó cual resorte:

-        ¿Qué quieres decir?

-        No, nada.

Irene calló. Yo sabía que había algo más rondando por su cabecita y que no lograría librarme de ella hasta que su curiosidad estuviera satisfecha.

-        ¿Qué quieres? – Pregunté malhumorada, no llevaba muy bien eso de que me cortasen la paja.

-        ¿Cómo… cómo lo haces? – me preguntó utilizando conmigo ese tono dulce y tramposo con el que conseguía que papá le diese todos sus caprichos.

Los labios le brillaban gracias al fulgor proporcionado por el caramelo de palo. Su cabello húmedo color azabache recién aseado caía de forma desordenada por su cara hasta casi su escote. Estaba realmente atractiva pese a ser una niña y más aún con su pecho totalmente expuesto. Parecía una pequeña leona con las mejillas arreboladas, una cachorrita aparentemente inocua pero con unas armas de hembra felina que comenzaban a ser inquietantes.

Ella no lo sabía pero solía espiarla desde un sitio seguro mientras dormía. Más de una vez me había armado de valor e incluso le había hecho fotos durmiendo. La había visto desnuda en infinidad de ocasiones e incluso una vez la descubrí tocándose pero no tuve el valor de seguir mirando desde mi escondite, circunstancia de la que estaré arrepentida toda la vida. Aquel día la escuché jadear desde mi cuarto, al otro lado del tabique; su corrida tuvo que ser todo un espectáculo.

-        Cómo hago… ¿qué?

-        Ya sabes… - prosiguió dándole besitos a la bola acaramelada - … rozarte. ¿Cómo te gusta tocarte Ale? ¿Metes un poco el dedito o prefieres acariciarte el botoncito y darle pellizquitos de vez en cuando… como hago yo?

-        Yo… yo… - balbuceé como una boba intentando no recordarla dándose placer de ese modo.

-        ¿Cómo te gusta? ¿Cómo lo hacías antes de que yo entrase, Ale?

Tragué saliva, no pude hablar. Sé que debí mandarla a la mierda y lanzarle mis Convers a la cabeza con todas mis fuerzas pero en lugar de eso permanecí quieta sin saber qué hacer.  Me bloqueé, cosa rara en mí.

Con el tiempo he comprobado que sólo me sucede con las chicas que me atraen sexualmente y mi hermana, por mucho que alguien lo encuentre aberrante, era y es una de ellas.

No sé cómo reaccionar ante ellas y me pongo tontorrona con suma facilidad. En cambio con los hombres no me sucede, siempre soy yo la que maneja la situación. Son transparentes, simples como el mecanismo de un martillo, sé lo que quieren y, pese a que la respuesta casi siempre es afirmativa, la última palabra es mía a la hora de dárselo o no.

Irene serpenteó como una joven anaconda, sus pezones erectos se plantaron a escasos centímetros de mis labios, hipnotizándome con su turgencia. Plantó su boca junto a mi oreja y susurró:

-        Sigue, Ale. ¡Tócate!

No fue una sugerencia ni un ruego sino una orden; una orden de una niña de once años imposible de desobedecer para otra de trece.  Sé que parece una locura pero juro por mi vida que es cierto, no fui capaz de negarme. Sabía que estaba mal, mi cabeza decía una cosa pero mi cuerpo actuaba según su criterio.

El primer encuentro íntimo con Irene fue una de las situaciones más eróticas que he disfrutado en mi vida y eso que no han sido pocas. Decir que soy sexualmente activa es quedarse muy corto a la hora de describir lo que ha sido y es mi vida sexual.

Su tono de voz me sedujo incluso más que sus senos. Firme, sereno, seco… en cualquier caso impropio de una preadolescente tan pequeña. Parecía tan segura de sí misma que su determinación me desarmó.

El calor de mi sexo crecía por momentos y no pude resistirme. Me odié a mi misma durante mucho tiempo por lo que sucedió aquella tarde de verano, ahora lo recuerdo con nostalgia.  Fue algo tan breve como mágico, algo que jamás podré olvidar en mi vida. No recuerdo ni mi primera mamada ni el primer polvo que me echó papá pero sí mi primera vez con una chica: la primera vez con mi propia hermana.

Mi boca fabricaba babas casi a la misma velocidad con la que mi vagina se lubricaba viéndole las tetas. Mientras mi mano descendía hacia los infiernos recorriendo mi vientre plano quería lamerlas, comerlas, chuparlas, devorarlas… deseaba hacerlas mías; dejarlas brillantes como el chupachups que tan golosamente degustaba. Ansiaba succionarle las areolas e introducirme totalmente sus tetitas en la boca, usar mi lengua para tañer aquellas deliciosas campanitas y hacerles un traje de babas. Mi cabeza bullía de un extremo a otro. Me entraron ganas de incluso morderlas, de hacerles daño, de castigarlas por ser tan asquerosamente perfectas pero luego deseé colmarlas de besos, de caricias, de mimos. Quería que los senos de Irene fuesen para mí y para nadie más, incluido papá.

Suelo calentarme con mucha facilidad y aquella vez no fue una excepción. Los dedos volaban dentro de mi cuerpo ante la curiosa mirada de aquel diablillo de piel tostada por el sol. Dos entraron de golpe, el tercero y el cuarto no tardaron mucho en ocupar su lugar natural: lo más profundo de mi coño.

Protegida por una sencilla sábana comencé a masturbarme junto a mi hermana y lo hice con una intensidad desmedida desde el inicio gracias a mis tocamientos previos, mi facilidad innata para segregar flujo, mi calentura adolescente y la visión de su fantástico cuerpo semi desnudo.

Irene se separó un poco de mí, supongo que con la intención de contemplar con una mejor perspectiva mi clase magistral. Con los ojos entornados de puro gusto pude ver cómo seguía lamiendo el dulce. Me centré en su lengua y la imaginé repitiendo esos mismos movimientos en la zona más caliente de mi sexo.  Sólo con eso mis jadeos dejaron de serlo y se transformaron en pequeños grititos. Rabiaba de gusto pajeándome delante de ella.

Tan concentrada estaba yo en darme placer que ni siquiera me di cuenta de que mi hermana pequeña, tan dulce e inocente para todos, actuó como una vulgar mirona y tiró de la sábana lentamente. No se detuvo hasta que mi sexo emergió bajo ella con casi la totalidad de mis dedos insertos en él. No contenta con eso levantó mi camiseta de tirantes hasta que mis propios senos vieron la luz. Recuerdo que me dolían de puro placer al saberme observada actuando de forma tan sucia y explícita. Estaba cachonda perdida y caliente como una zorra.

Prácticamente desnuda me di gusto frente a ella e Irene no se cortó ni un pelo. Miró todo lo que quiso. Siempre ha sido muy curiosa y se aprovechó de mi predisposición a mostrárselo todo. Posé para ella sin tapujos; me ordenaba y yo obedecía, me sentí un juguete en sus manos y me encantó.

Desde entonces siempre me ha gustado que sea la otra chica la que tome la iniciativa y que me haga o me obligue a hacer todo tipo de cosas obscenas, ser su juguete, un consolador con patas; un  pedazo de carne con el que saciar su lujuria y cumplir sus más lujuriosas fantasías.  Me llenó de gozo sintiéndome como un objeto y cuanto más me usan y peor me tratan más disfruto.

-        Un poco más rápido… más. ¡Más! ¡Eso es, eso es!

Yo no podía responder, mi única fijación era obedecer y gozar.

-        Mételos un poco más y retuércetelos… ¿sabes cómo te digo? Así… como si estuvieses atornillando algo…

-        ¡Ah!

-        ¡Eso, eso… un poco más deprisa!

-        ¡Ahgggg! –

Yo creía que me moría y sólo la humedad de mi boca segregando babas de gusto podía compararse con la que sentía yo en mi coño castigándolo violentamente.

-        Separa un poco más las piernas y… – dijo con la cara a poco más de un palmo de mi coño – mastúrbate para mí… Ale…

Ni qué decir tiene que mis rodillas obedecieron al instante hasta casi pegarse al colchón. Hubiera estado dispuesta a desencajarme las piernas de la cadera para cumplir sus deseos.  Me di duro, muy duro delante de mi hermana; incluso más fuerte que lo habían hecho mis primeros novietes. Incluso más intenso de lo que me lo hacía papá.

Completamente abierta y empalada por mis propios dedos las primeras contracciones de mi vagina comenzaron a manifestarse ante su atenta mirada. Mis ojos se cerraron de manera inconsciente varias veces, el ardor de mi sexo arrasaba con todo. El sonido del chapoteo de mi bajo vientre se hacía más evidente tras cada arremetida. Mis pezones querían salir disparados o, en su defecto, ser castigados y mordidos de forma violenta.

-        ¡Te caben los cuatro dedos enteros!

-        ¡S… sí! – confesé al tiempo que una convulsión recorría todo mi cuerpo.

-        ¿Y no te caben los cinco?

-        N…no… no lo he hecho… nunca.

-        Seguro que sí puedes.

-        No… no sé… -

Yo no dudaba de mi voluntad por darle gusto sino de la capacidad elástica de mi coño.

Mi hermana era impaciente por naturaleza y, como pequeña dictadora, llevaba mal mi falta de determinación:

-        Hazlo por mí, Ale.

Respiré profundamente, abrí más si cabe mi delgado cuerpo y arremetí contra mi sexo con todos los apéndices de mi mano. Noté cómo mi coño se dilataba más que nunca y que mis dedos llegaban a profundidades nunca antes exploradas pero lo mejor de todo no fue la sensación de sentirme llena, de llevar a mi cuerpo hasta el límite o ser capaz de traspasarlo.

Lo mejor era que una atractiva muchacha me estaba usando… y eso para mí era lo más importante.

Perdí los papeles y me ensarté los dedos hasta prácticamente los nudillos.  El coño me ardía y notaba cómo mi mano se pringaba por momentos con cantidades ingentes de mis propios jugos gelatinosos ante la atenta mirada de mi hermana menor.

Luché contra mi cuerpo… y perdí. Actualmente puedo alojar sin problemas el puño de una mujer adulta por el coño y, si estoy realmente cachonda, incluso por el culo pero por entonces mis experiencias sexuales se reducían a unas cuantas mamadas, torpes tocamientos de chicos adolescentes y a lo que me hacía papá así que no pude jalarme la mano íntegra tal y como deseaba Irene.

Aun así utilicé los cinco dedos para follarme y no me detuve hasta que me corrí como una perra en celo delante de ella. Irene no perdió detalle de mi cénit aunque creo que lo que más le impactó fue contemplar el enorme boquete que se formó en mi coño cuando mis dedos y una buena porción de mi mano dejaron de darme placer.

-        ¡Guau… qué pasada cómo se abre! – Dijo mirando sin tapujos en el interior de mi vulva.

Yo estaba extasiada y rota al mismo tiempo. Las convulsiones de mi vagina habían sido tremendas, infinitamente más intensas que cuando me tocaba de forma privada o me lo hacía algún chico. El torrente de babas que abandonaba atropelladamente mi sexo era tremendo.

Me corrí con mi hermana mirándome mucho más que cuando me follaba papá.

Creo que aquel día nació en mí mi faceta exhibicionista aunque no fui consciente de que mostrar mi cuerpo a otras personas me provocaba placer hasta unos años más tarde, cuando el amor de mi vida me hizo fotos desnuda después de follarme. Para ser honesta no sé qué me excitó más: que me tomase las fotos o el saber de su propia boca que iba a compartirlas con alguien más. No obstante, ya habrá tiempo de hablar sobre eso más adelante.

No todo fue satisfactorio. Me sucedió ese día con Irene un avance de lo que me ocurría al principio después de tener sexo: me sentía fatal conmigo misma. Una tristeza “post coitum” de libro.  

Sinceramente ahora me da lo mismo y me lo follo todo sin contemplaciones pero cuando empecé a tener sexo con alguien distinto a papá me embargaba un desasosiego tremendo tras el polvo. Una especie de pudor y remordimiento que me costaba asimilar.

Cuando estaba en la cama con alguien la excitación tomaba el control de mis actos y era capaz de hacer cualquier cosa; me lo follaba todo y por todos los sitios. No había límites y cuanta más violencia y desfase hubiese en el coito por la otra parte mejor lo pasaba yo.

Prácticamente, ya desde los inicios, consentía que me violasen de forma individual o en grupos, ya fuesen hombres o mujeres.  Mi boca, mi coño y mi ano eran meros objetos con los que obtener placer; me transformaba en el juguete sexual perfecto, en especial con hombres adultos que consumaban conmigo sus más oscuras fantasías. Me considero bisexual aunque si tengo que elegir confieso que me atraen las chicas algo más. 

Cuanto mayor era la diferencia de edad con el macho de turno mayor era la depravación y la intensidad del acto. Tras iniciarme en el Tinder con mi perfil falso mi número de teléfono comenzó a hacerse popular en ciertos grupos de hombres maduros y bastaba con coordinar su agenda con mi horario de clases para pasar un buen rato conmigo. Yo no era muy exigente con mis amantes; bastaba que el afortunado proporcionase una cama o un coche… y unos cuantos preservativos, si es que querían usarlos. Yo lo hacía al natural sin problemas. Mis pastillas para regular la regla me daban la posibilidad de follar a pelo sin temor a quedarme preñada y mi calentura innata me hacía pensar ya en el siguiente polvo, aun cuando mi amante de turno estuviese todavía dándolo todo sobre mi cuerpo.

Sin embargo, cuando la acción terminaba y volvía a mi casa con el esperma todavía resbalando por mis muslos me odiaba a mí misma por ser tan fácil, por ser tan puta, por ser tan golfa. La sensación de angustia permanecía en mí hasta que el siguiente mensaje aparecía por la pantallita de mi celular. Otro lugar, otro desconocido, otra polla pero el mismo vicio. Entonces mi coño comenzaba a supurar esperando ansioso la hora de la cita y la rueda comenzaba a girar de nuevo un día sí y otro también. 

Había jornadas, sobre todo en verano, durante las vacaciones, en las que quedaba con varios amantes de forma consecutiva así que el periodo de arrepentimiento se limitaba, como mucho, a un par de horas.

Luego comencé a citarme con varios hombres al mismo tiempo.  Rara vez ponían problemas y era más práctico: a igualdad de tiempo podía follarme a más gente y metérmela varios a la vez les suponía un aliciente difícil de rechazar.

Pero volviendo a aquel día con Irene me ocurrió lo habitual por aquel entonces después de correrme frente a otra persona a excepción de papá. La vergüenza me invadió pero prácticamente desnuda y con el coño y la mano cubiertos de babas íntimas era difícil de esconder así que opté por lo obvio: me tapé la cara con las manos.

-        ¡Por Dios, qué he hecho! – murmuré.

-        ¡Ha sido espectacular!

-        ¡No digas eso, joder! ¡Todavía me hace sentir peor!

-        Pero… ¿por qué? Ha estado genial.

-        ¡Que no, que no! No está bien…

Mi alegato cesó. Noté algo entrando en mi sexo, algo diferente a mis dedos, algo esférico, no muy grueso y duro, muy duro. Al separar mis manos vi a Irene entre mis piernas enterrando en mi coño el mismo dulce que instantes antes alojaba en su boca. Apenas se distinguía una minúscula porción del palito blanco, el resto del caramelo esférico recorría la parte más externa de mí vagina describiendo un movimiento circular a lo largo de ella.

Los ojos de mi hermana brillaban aunque yo estaba tan caliente que no pude distinguir si lo hacían por curiosidad o malicia.

-        No… no hagas eso – supliqué -.

-        Caaalla. Enseguida termino… sólo quiero comprobar una cosa.

Abrí la boca con la intención de continuar con mi protesta pero de mi garganta sólo surgió un gemido de placer. Mi intimidad volvió a convulsionar.

-        ¿Otra vez, Ale? Eres una salida – rio la pequeña hija de puta sacando y metiendo el dulce de mi entraña una y otra vez -.

Me aferré a las sábanas y dejé que mi hermana me masturbase a su libre albedrío. Desconozco si tenía experiencia previa con otras chicas pero conmigo hizo un trabajo de escándalo sin ni siquiera utilizar sus dedos o su lengua. Con un puto chupa chups hizo maravillas en mis bajos.

Me lo introdujo de mil maneras, a veces muy profundo, otras no tanto, pero siempre de una forma sumamente excitante.  Arrancó de la entraña todo el jugo que quiso y cuando terminó conmigo estaba yo derrotada… pero de gusto, con el coño ardiendo y palpitante y dejando una enorme mancha de flujo íntimo sobre la sábana.

Aun con todo y, pese a que me había exprimido como si fuese un limón, Irene quería más… y yo también. Se me pasó por la cabeza que, tal vez, tras caramelizarme el coño, le iban a entrar ganas de comérmelo. Estaba convencida de que iba a cometer semejante locura cuando noté que cambiaba de postura y se colocaba sobre mí y que, en lugar de comerme el coño, colocó su propia ingle sobre mi cara, a apenas cinco o diez centímetros de mi nariz. Adiviné al instante qué pretendía y la alternativa no me disgustó.

Estaba hambrienta.

El aroma de su sexo preadolescente me llenó las fosas nasales y mi boca comenzó a salivar. A diferencia de mí Irene era bastante más pudorosa a la hora de vestir en casa y, aunque fuese verano y el calor apretase, siempre llevaba puesta la parte inferior de su pijama. No obstante el pantaloncito estaba tan húmedo que prácticamente se adhería a su coñito, dejando adivinar su silueta.  Yo ya se lo había visto varias veces duchándose o en la playa nudista de Malgrat de Mar, aunque nunca tan de cerca ni, por supuesto, tan caliente y apetecible.

Con la mirada fija en el bulto que emergía bajo el pantaloncito corto mi boca se abrió por si sola. Deseaba ardientemente que el coño de Irene fuese el primero que catasen mis labios.  No obstante su posición me impedía utilizar las manos para atraerla hacia mí y, pese a que alcé mi cuello todo lo que dio de sí, me fue imposible alcanzar mi objetivo soñado ni siquiera sacando la lengua con ahínco.

-        ¿Lo quieres? – preguntó la pequeña zorrita meciéndose suavemente sobre mí.

-        ¡Sí! – suspiré cachonda como una perra.

-        No te oigo… Ale… ¿Lo quieres?

-        ¡Sí! – grité yo con algo más de energía aunque era obvio que sí me había escuchado y que estaba jugando conmigo.

-        ¿Qué es lo que quieres exactamente?

-        ¡Tu coño, quiero tu coño! – Chillé fuera de mí.

Irene siguió meneándose con más vehemencia.  Inclusive logré rozar un par de veces su minipantalón y una minúscula porción de su esencia impregnó la punta de mi lengua.

-        ¿Mi coño?  - rio, tras lo cual, con una rápida maniobra aparto la fina tela adherida a su sexo - ¿te refieres a… este?

Apareció ante mí un conejito abultado preñado de babas, casi libre de vello si exceptuamos un par de hebras de pelos. Recuerdo su clítoris abultado y el agujerito que lo secundaba entreabierto y cubierto por esa sustancia gelatinosa que yo tanto ansiaba paladear.

-        ¡Sí, sí, síiiii! – supliqué -.

La muy hija de puta todavía alargó mi tortura varios contoneos más hasta que puso a mi disposición su tesoro.  Cuando finalmente se apiadó de mí y me regaló su vulva la lamí con ganas, muchas ganas y sin ningún remordimiento.

Por aquel entonces yo era inexperta en lo referente al sexo lésbico y me guie por instinto lamiendo y sorbiendo por aquí y por allá. Diría más bien que fue Irene la que utilizó mis labios y mi lengua para darse placer, moviendo sus caderas según su criterio, inundándome la cara con flujo. Yo tenía el tiempo justo para, entre arremetida y arremetida, tragarme sus babas con sumo deleite y a abrir la boca a la espera de más.

Irene, la dulce Irene, la niña buena, la princesita de papi me folló la cara como le vino en gana, usó mi lengua para darse placer y utilizó mi boca como improvisado recipiente para su corrida. Esa jodida niña me pringó las mejillas de flujos y se corrió en mi boca, logrando que por enésima vez aquella tarde mi vagina se derritiese como una gelatina al sol con su sabor en mis labios.

Desgraciadamente, cuando más a gusto estábamos y más fluido salía, el sonido de la puerta de la casa nos sacó del trance. La voz de mi padre bramó desde el recibidor:

-        ¡Niñas, ya estoy en casa!

Ni qué decir tiene que reaccionamos ambas a la velocidad del rayo. Yo busqué la sábana con ahínco para tapar mis vergüenzas sobre la cama e Irene se levantó como un resorte, recomponiéndose el pantaloncito en su sitio e intentó abrocharse los botones de su pijama sin éxito. Ya no sé si se metió el chupa chups en la boca de forma consciente o lo hizo sólo porque necesitaba las dos manos para abrocharse. El hecho cierto es que, cuando papá abrió la puerta de mi habitación, me encontró a mí con la sábana bajo la barbilla, mi cara brillante y a Irene chupando el caramelo pringado con mis flujos con las mejillas en carne viva y prácticamente en tetas.

Mi padre puede ser muchas cosas pero no es tonto. Supongo que se olió, nunca mejor dicho, lo que habíamos hecho o algo parecido: mi cuarto apestaba a sudor y a hormona femenina. Ambas estábamos rojas como tomates y sudábamos como si hubiésemos estado practicando lucha canaria.

Con mis antecedentes onanistas mi suerte estaba echada… blanco y en botella: leche.

-        ¡Qué está pasando aquí! – bramó.

-        Nada.

-        Nada, papi.

-        ¡Ale! ¿Qué le has hecho a tu hermana?

-        Yo no le he hecho nada a Irene, papá.

-        ¿Nada? ¿Seguro?

No me dio tiempo a seguir hablando, simplemente tiró de la manta, sábana en este caso, y me descubrió semi desnuda y, lo que es peor, con una enorme mancha de fluido sexual bajo mi cuerpo. No era la primera vez que me pillaba tocándome aunque sí la primera con mi hermana pequeña en la misma habitación.  

A mi padre le embargó uno de sus múltiples episodios de ira y lo pagó con la de siempre.

-        Irene… a tu cuarto…

-        Pero papi…    

-        ¡A TU CUARTO… YA!

Irene me dejó a solas con él y no la culpo. De haberse puesto gallita se hubiera ganado una buena zurra. 

La paliza que me dio papá aquel día jamás la olvidaré.

Mi padre me trató como si de un saco de boxeo se tratase. En su descargo tengo que decir que por lo menos esa vez no me tiró del cabello para colocarme sobre sus rodillas para pegarme.  Me puso el culo en pompa y me dio duro en el culo con la mano abierta, muy duro.

Normalmente cuando papá me castigaba por mis travesuras o por andar “zorreando con chicos” según sus palabras era mamá la que intercedía por mí y, si bien no conseguía evitar que me diese algunos golpes, lograba minimizar los daños.

 Aquel día mamá no estaba en casa… y padre se quedó muy a gusto. Me dejó el trasero en carne viva y unos cardenales que tardaron varias semanas en desaparecer.  De hecho recuerdo que tuve que estar como un mes sin ir a la piscina para que la gente no viese el destrozo que hizo ese animal en mi cuerpo.

A Irene no le hizo nada.

Cuando terminó conmigo y me tiró sobre la cama el que quedó con el rostro descompuesto fue él: gracias a sus golpes la mancha de la cama se había reproducido en la pernera de su pantalón, justo debajo del lugar que había ocupado mi sexo durante la paliza.

Supongo que interpretó que me había corrido de gusto al recibir sus golpes cuando en realidad se trataba de un efecto secundario de los juegos de Irene.

-        ¡Serás viciosa, hija de la gran puta! – me chilló bajándose la cremallera de la bragueta.

Aquella tarde no fue la primera vez que tragué el semen de mi padre. Fue una de tantas. Luego vendrían otras cosas, otros fluidos suyos que también tragué. Según su apetito prefería correrse en el interior de mi vulva, de mi culo o en mi cara pero aquel día, por lo que sea, le apeteció aliviarse dentro de mi boca.

Yo me lo tragué todo, jamás he tenido problemas con eso.  Suelo decirles a mis amantes más viciosos que me lo trago todo, literalmente, para ponerles cachondos. Saben que no miento con esas cosas.

Ni siquiera el sucio sabor del esperma de papá pudo borrar el recuerdo de la intimidad de mi hermana en mis labios.  Jamás he saboreado algo tan dulce como el flujo de mi hermana y eso que he tenido experiencias tanto con machos como hembras como para escribir un libro… o al menos un relato erótico.


Alexandra, la niña de todos

Capítulo 2: El Hombre de Hojalata

Soy una chica lista, nunca he necesitado de nadie para aprobar las asignaturas sin apenas esfuerzo y con bastante buena nota. Desde muy niña mi padre siempre se quejó de que nunca me vio en mi cuarto con un libro abierto y que, por el contrario Irene, mi hermana pequeña, no hacía más que estudiar y estudiar.

El pobre tenía mala memoria. No recordaba que, desde que era yo muy pequeñita, tenía que apartar los libros y cuadernos del cole para no mancharlos cuando me colocaba encima de mi mesa de estudio.  Después me metía la polla por el coño hasta que mi pueril vagina no daba más de sí mientras me tapaba la boca para que mis chillidos no despertasen a Irene de la siesta.

Supongo que lo hacía por puro morbo ya que yo rara vez gritaba o me resistía cuando me violaba. ¿Qué sentido tendría? Era mi momento de gloria. Cuando me utilizaba sexualmente eran los únicos minutos del día en los que yo era el centro del universo para él.

Papá, además de eyaculación precoz, sufría de memoria selectiva. Pobrecito.

En mi instituto ultra católico siempre se promovió el trabajo en grupo con todo eso de la integración, tanto en las propias instalaciones como fuera de ellas. Pura fachada, si accedieron a admitir estudiantes de sexo femenino fue por obligación para no perder las subvenciones. De buena gana hubieran separado los chicos de las chicas como al ganado y honestamente no me extraña: las hormonas lo impregnaban todo ahí adentro.

Los papás podían ser de misa diaria pero los hijos éramos unos auténticos salidos. Parecíamos estar en celo constante.

El tema es que la institución docente ya estaba en el punto de mira de la opinión pública por varios casos de abusos por parte de sacerdotes y no querían que les llamasen la atención desde la Consejería por eso de rezar a primera hora de la mañana o cantar el himno con la letra franquista antes de salir al patio de recreo. Así que casi todas las tareas se hacían de forma grupal y se promovían las actividades conjuntas.

Las otras chicas populares de la clase no entendían cómo yo, tan rubia, tan flaquita, tan sexy y divertida; cómo siendo yo una de ellas prefería formar grupo con los chicos más nerds e inteligentes de la clase.

El asunto es que yo conocía las historias de esas reuniones de chicas y aunque, por mis verdaderas inclinaciones sexuales me sintiera como pez en el agua en ellas, eran poco productivas. Y, si no ha quedado hasta ahora vuelvo a reiterar que, ante todo, soy una chica práctica que optimiza sus recursos para poder dedicarle el mayor tiempo a lo que más me gusta: el sexo.

Las chicas “guays” se pasaban la tarde charlando sobre chicos, probándose trapitos, subiendo fotos a insta haciendo morritos o aplicándose maquillajes para, en el mejor de los casos, terminar haciendo las tareas conjuntas de forma apresurada y sacando una nota mediocre.

Sin embargo yo quedaba con los más listos de la clase y ellos hacían todo el trabajo a cambio de una mamada. Cinco minutos arrodillada, diez a lo sumo, y la tarde se presentaba ante mí totalmente diáfana de tareas y responsabilidades.  A veces los trabajos eran en pareja, en tríos o en cuartetos.  Era cuestión de perder o mejor dicho invertir algo más de mi precioso tiempo en darle a la lengua e ir recolectando leche de empollón en empollón en mi estómago.

Creo que llegaron a formarse callos en mis rodillas durante esos años pero a cambio las calificaciones de mis trabajos fueron inmejorables.

Después del final feliz me despedía de mis chicos con una sonrisa y quedaba con alguno de los muchachos de los últimos cursos, algún universitario o algún viejo vicioso del Tinder para pasar un buen rato. Con catorce años me conocía de memoria el asiento trasero de los coches de los repetidores. Mientras mis amigas estaban hablando de chicos mayores y fantaseando con daddys yo me los estaba tirando. Así soy yo: pragmatismo llevado hasta el extremo.

El tema de las mamadas entre compañeros de tercero de la ESO en las “quedadas de estudio” estaba a la orden del día; no escandalizaban a nadie. Prácticamente lo hacían todas las chicas, como en cualquier colegio católico que se precie y más en ese en el que la represión era tan férrea. Nadie te ponía etiquetas desagradables si corría el rumor de que, durante una de esas citas de estudio, a tu compañero le daba un calentón y acababa sacándole brillo a tu clítoris o tú le lamías las pelotas hasta dejarlas brillantes como bolas de billar. Era lo normal.

Cuestión diferente era que el encuentro íntimo pasase a mayores, con otro tipo de penetraciones o que, como solía ser mi caso, las felaciones y tocamientos se realizasen de forma grupal. Pocas cosas hay que me exciten más que el sentir una jauría de manos recorriendo cada centímetro de mi piel, introduciéndose bajo mis bragas o mi sostén sin orden y concierto mientras chupo una polla o incluso mejor un coño; es algo que me supera. Me pongo como una moto simplemente recordando eso: mucha gente tocándome a la vez.  

Ahí la cosa se podía poner tensa si se corría la voz pero ya me ocupaba yo en esos casos de elegir a chavales verdaderamente necesitados de sexo que se guardaban mucho de irse de la lengua.  De hacerlo perderían seguramente la única forma de obtener placer sexual más allá del consabido “cinco contra una”. Conmigo podían llegar hasta el final sin demasiados esfuerzos así que ¿para qué estropear algo en lo que todos ganábamos? No tenía ningún sentido y ellos así lo entendían.

El tema es que en el instituto corrió la voz de que al Padre Damián, el eterno profesor de filosofía de segundo de bachillerato y autor supuestamente de ciertas prácticas no adecuadas con sus alumnos del sexo masculino, iba a ser sustituido por un profesor laico de muy buen ver.  Un licenciado perteneciente al Opus bastante cachas llamado Rafael, casado con una de las hijas del Presidente del Consejo Rector del centro. Lo que mi padre diría “un enchufado” de manual, vaya.

Para no alargarme demasiado sólo diré que el tipo no defraudó en lo que a presencia se refiere. Estaba tremendo el cabrón. Lo tenía todo en su sitio, vaya que sí lo tenía.  Además de musculoso y alto sus facciones eran nórdicas, con unos ojazos azules que hacían que tu coño gotease con apenas una mirada. En seguida se volvió el “mono tema” de las conversaciones entre todas las chicas heterosexuales del centro… y de algún que otro chico gay.

A todas las chicas les gustaba su forma de hablar, su acento canario, su sonrisa perfecta y sus citas clásicas sobre el amor, la fidelidad y el bien común. A mí me interesaba más eso que sus pantalones de pinzas no podían disimular. En cuanto lo veía comenzaba a salivar.

El bulto de su entrepierna era enorme. Comencé a denominarle en mi mente mientras me metía el mango del cepillo por el coño en la ducha como el “hombre elefante”.

Entre las chicas más lanzadas de su clase comenzó una especie de competencia por saber cuál de ellas iba a conseguir besarle primero. Suena a reto tonto pero al principio ninguna tuvo los huevos suficientes como para subir la apuesta.  En el fondo son unas cursis esas pavas.

Los “rolletes” románticos entre profesores y alumnas están muy bien en las soporíferas películas de sobremesa pero lo que es en mi instituto eran una auténtica entelequia. La edad media del profesorado masculino sobrepasaba con creces los sesenta y cinco años y, aunque más de una vez me he encamado con alguno de esos vejestorios no creo que ninguna de esas estiradas tuviese arrestos ni tan siquiera comerle la boca a alguno de aquellos abueletes y ya no digo el ojete como hacía yo.

La realidad era, para qué negar lo obvio, que la mayoría de los profesores ligados al clero de nuestro centro preferían los pantaloncitos cortos a las minifaldas y todos los casos de abusos supuestamente allí acaecidos eran entre especímenes de distintas edades y de sexo masculino.

Teóricamente yo estaba fuera de la apuesta, en tercero de secundaria la filosofía no se cursa todavía y, para ser honesta, tampoco me interesaba participar en semejante chorrada. Un simple beso, apenas tenía mérito.

Estaba yo por entonces en lo que llamo mi fase de “pollas grandes”, una temporada en la que intentaba conocer los límites de mi cuerpo y la elasticidad de mis aberturas así que buscaba principalmente objetos o rabos sobredimensionados que meterme por ellos y por eso me encamaba, como norma general, con los chicos más mayores del instituto en busca de las piezas más grandes. Es verdad que los mayores dotados solían tener pareja pero eso a mí jamás me frenó: las novias, o esposas en su caso, molestan pero no impiden a la hora de practicar el sexo.

Es más, si me tiran de la lengua diría que desde siempre me atraen más los hombres casados… y las mujeres. Las fechorías que me hicieron más de una mami modelo harían ruborizar al mismísimo diablo

El pene de papá me pareció enorme cuando era pequeñita; apenas podía abarcarlo con las dos manos para pajearle y, para metérmelo en la boca, tenía que poco menos que desencajar la quijada. Me costaba mantener la corrida en la garganta sin tragarla tal y como a él le gustaba. Le excitaba mucho verme con la boca abierta y su leche alojada en el fondo hasta que me ordenaba tragarla de un golpe y se ponía de los nervios cuando no era capaz de mantenerla ahí sin que rebosase por la comisura de mis labios o tosiese.

Conforme fui creciendo el rabo de papi ya no me pareció tan grande y no tuve demasiadas dificultades para alojarlo en mi vagina o metérmelo por el culo.  En mi periodo “pollas grandes” sus dimensiones ya me daban risa. Creo que él lo notaba cuando me follaba, sentía que su enhiesta verga ya no me suponía un reto, y que, pese a tocar el fondo de mi vagina, yo necesitaba más y eso le sacaba de sus casillas. Me daba golpes y eso hacía que aumentase mi calentura; era como intentar apagar el fuego con gasolina y el subnormal no entendía que a mí me iba el sado.

Fue entonces cuando empezó a comprar infinidad de juguetes sexuales con los que reventarme el coño o desgarrarme el ano pero esa es una historia que tal vez cuente más adelante o no. Lo que hizo mi papá conmigo no lo considero relevante más allá de que fue el primero en muchas cosas. No le guardo rencor pero agradecimiento tampoco. En realidad resultó ser un amante mediocre. Otros han venido detrás que le han superado y me han hecho cosas que hacen que las violaciones de papi cuando era una chiquilla parezcan juegos de niños.

Se me erizan los pezones sólo de recordar las barbaridades que han llegado a hacerme algún que otro “marido modelo” o alguna “abnegada madre”.

El tema es que de Enrique, que es cómo se llamaba el pavo, sólo me interesaba su cola. Quería saber si el hombre elefante estaba tan bien dotado como parecía o lo que escondía bajo su bragueta sólo era adorno… o postizo. 

Una tarde, mientras papá me montaba en mi cama, entre mis peluches y mis muñecas, con la mirada fija en la lámpara cenital de mi cuarto elaboré un esbozo de lo que sería mi plan para follarme al profesor de filosofía. Era bastante sencillo, no más que un boceto, apenas unas pinceladas. Tampoco era necesario planificarlo todo al detalle, improvisar se me daba genial pero una pequeña hoja de ruta siempre venía bien para facilitarme las cosas.  

Mi primer objetivo fue conocer el número de teléfono del “hombre elefante”. Estaba chupado, nunca mejor dicho.

El colegio sería muy caro, las instalaciones inmejorables y los medios fantásticos pero los sueldos del personal no docente eran una mierda. Los ricos son ricos no porque ganen mucho dinero sino porque gastan poco, solía decir mi padre. 

Existía en el centro una especie de mercadeo de favores entre los bedeles y los alumnos: ellos falsificaban firmas, hacían la vista gorda si llegabas tarde, miraban hacia otro lado si te pillaban follando con un chico en algún rincón o incluso te hacían llegar las preguntas de los exámenes a cambio de pasta y si algo tenían los alumnos de aquel lugar era eso: dinero

El tema es que mi padre, además de abusador, pederasta y todo lo demás era un tiburón financiero tacaño hasta niveles enfermizos y mi capacidad adquisitiva por aquel entonces era nula.  Algo después aprendería a convertir mi vicio por el sexo en una virtud para conseguir dinero pero por entonces yo estaba siempre tiesa de pasta.

Afortunadamente para mí yo tenía otros recursos para negociar con los conserjes. Agujeros pequeños de tamaño pero tremendamente elásticos… y accesibles para ellos.

Había un chico nuevo en conserjería, un tipo con la cara llena de granos y algún que otro tatuaje que intentaba ocultar de forma inútil llevando siempre manga larga o abrochándose hasta el último botón de la camisa. Estaban prohibidos allá, al menos los que podían verse de forma convencional. Había que estar ciega para no darse cuenta de que estaba realmente necesitado de sexo ya que no paraba de mirarnos el trasero a las chicas cuando subíamos las escaleras hacia el primer piso. Más de una vez se llevó una reprimenda por parte del director por eso, como si ese cabrón no hiciese lo mismo a diario con todas nosotras.

Premeditadamente, tras quitarme las bragas en el baño, me retrasé al subir al aula a sabiendas de que eso me iba a suponer una amonestación por su parte. Era el encargado de vigilar los pasillos durante el horario de clases. Jugueteé con él escapándome por los pasillos pero a la vez asegurándome de que podía seguirme sin mayor dificultad. Su rostro se tornó lívido cuando me vio entrar en el despacho del director.

-        ¡Oye… tú no puedes estar aquí! – balbuceó como un tonto cuando me vio sentada sobre el escritorio.

-        Ya… ni tú tampoco – repuse con mi habitual descaro -.

Adopté sobre el mueble de madera noble una postura poco decorosa, la misma que ponía cuando era niña sobre la mesa del socio de mi papá y por la que mi progenitor siempre me reprendía. A diferencia de entonces, que lo hacía sin malicia, actué de forma premeditada y también, a diferencia de entonces, el lugar de mostrar mis braguitas infantiles le enseñé al larguirucho aquel la integridad de mi sexo impoluto y, por qué no decirlo, humedecido por lo excitante de la situación. Montármelo con el bedel en aquel escenario tan regio, rodeados de motivos religiosos, fotos del Pontífice y la bandera franquista me daba un morbazo tremendo.

El muy inútil se quedó paralizado como un gilipollas. A mí me gustan los chicos directos, los que van a lo que van; esos que, cuando ven lo que quieren, lo cogen, lo usan, lo disfrutan y después se largan sin despedirse o darte un beso. No sé a quién odio más, si a los romanticones que te piden otra cita o a los pasivos que quieren que se lo des todo mascado.

Tanto los unos como los otros me ponen mala.

Decidí darle una segunda oportunidad y me abrí de piernas por completo, ofreciéndole el sexo sin contemplaciones. Me levanté la falda del uniforme hasta prácticamente la barbilla para mostrarle mi tesoro, sólo me faltó ponerle letreros de neón con flechas dirigidas a mi coño. No pude ser más explícita, actué como una guarra, como las populares de bachillerato.

-        Venga… date un homenaje… - dije en tono sumiso, incitándole a la monta.

Pero el muy menso no se movía. No sé por qué pero había pensado de él que era más bien un malote tatuado haciéndose pasar por idiota pero por lo visto su memez era algo innato.

-        ¿Qué… qué quieres a cambio? – Preguntó el chaval con la mirada clavada en mi entrepierna.

Tengo que reconocer que la pregunta me sorprendió gratamente. Estaba claro que el chico no era retrasado profundo. Era consciente de que una simple falta por llegar tarde a clase no justificaba que una de las chicas más deseables del instituto como yo le pusiera en bandeja de aquel modo tan explícito su sexo lampiño.

-        ¡Tú métemela primero y luego hablamos de eso! – sentencié.

Sé que es una forma de negociar nefasta, que lo habitual es realizar el pago después de haber recibido el trabajo pero no tenía tiempo para eso. Lo de meterme en el despacho del director había sido una idea loca, totalmente improvisada y peligrosa. No tenía ni idea de cuándo aquel baboso iba a volver a sus aposentos y, si nos pillaba ahí, era motivo de despido para el bedel y de expulsión para mí a la velocidad del rayo.

-        No….no deberíamos estar aquí…

A puntito estuve de mandarle a la mierda y abortar la misión. Mi instinto me había engañado, aquel pusilánime era un inútil de manual. Pero como no soy yo una chica que se rinda con facilidad decidí actuar: si Mahoma no va a la montaña, la montaña irá a Mahoma.

Dando un brinquito abandoné mi improvisada pasarela de streep tease y me coloqué justo delante de él.  Sólo mientras me arrodillaba fui consciente de su verdadera dimensión, el inútil era bastante más alto de lo que daba a entender, andaba siempre medio encogido. 

Aunque prefiero las emociones fuertes y el sexo duro soy la primera en reconocer que, en ocasiones, el jugueteo previo al coito puede resultar interesante e incluso divertido.  Frotar la cara contra el paquete como una perrita, bajar la bragueta utilizando únicamente los dientes o dar besitos al bulto caliente de los chicos era excitante pero aquel día no tenía tiempo de andarme con rodeos.

Decidí ir a saco.

Reconozco que no le había prestado al cipote del conserje la atención adecuada. Obviamente había intentado adivinar sus dimensiones con antelación a nuestro primer encuentro sexual pero como una simple distracción, como al resto de los integrantes del género masculino del instituto, a los papás de mis amigas o simplemente a los machos que me cruzaba por la calle. Mi búsqueda de los penes “King Size” era constante y se intuía que el del flacucho aquel, sin ser mediocre, aparentemente se alejaba bastante de mis altos estándares de exigencia.

-        ¡Po… por favor, no lo hagas…! – suplicó.

No dejó de repetir esa estúpida frase mientras me colocaba en posición de ataque. Ni qué decir tiene que sus palabras cayeron en saco roto. Cuando tengo a mi presa en el punto de mira no la dejó escapar bajo ningún concepto. Él era un cervatillo paralizado y yo una loba hambrienta.

Utilicé mis manos para bajarle de un golpe y al mismo tiempo tanto el pantalón de su uniforme como su ropa interior mirando de reojo la puerta. Alguien había pasado por el pasillo, muy cerca de nosotros, estaba claro que cada segundo de más allí dentro implicaba un riesgo innecesario. Debía darme prisa.

Fue por eso por lo que no fui consciente de la sorpresa que aquel mediocre guardaba entre las piernas. No es que su pene fuese excesivamente grande, yo ya iba sobrada por aquel entonces de experiencias con las pollas como para intuir su tamaño más o menos promedio bajo el bulto de su pantalón.

Me jalé su verga entre los labios sin ni siquiera echarle un vistazo previo, no podía apartar la mirada de la puerta. No fue hasta que mi lengua entró en contacto con su meato cuando me di cuenta de que aquella polla era distinta, que tenía premio, que iba tuneada.  En lugar de tener que rebañar restos de meadas o de pajas anteriores del prepucio como de costumbre, mi juguetona lengua se topó con un aderezo metálico que, en teoría, no debía estar ahí.

Me quedé muerta. Los ojos se me abrieron como platos. Había escuchado hablar de eso e inclusive vi algunas fotos que me pasó una amiga de gustos góticos pero jamás hasta entonces, en mis catorce años de vida, me había encontrado con uno de esos adornos en una polla de verdad.

Me encantó. Mi opinión por el conserje mejoraba por momentos. El escuálido paliducho era una caja de sorpresas.

Me saqué el rabo de la boca de inmediato, tenía que ver el fenómeno con mis propios ojos.

-        ¡Un Prince Albert! – Exclamé a un volumen peligrosamente alto.

-        ¿Te… te gusta? A algunas chicas les molesta…

-        ¡Son unas imbéciles! ¡Me encanta! ¡Es una pasada!

No podía apartar la mirada del curioso complemento. Se presentó ante mí una bonita polla circuncidada, coronada por una especie de arito con una bola metálica en su punta cubierta, eso sí, por mis babas. La examiné por todos los ángulos mientras mi mente curiosa no dejaba de imaginar mil y una posturas sexuales con aquel curioso aderezo como protagonista principal.

El tema de los piercings y los tatuajes siempre me habían llamado la atención. Me gustan, me gustan mucho pero no en mi propia persona.  En mis experiencias con chicas ya me había trabajado algún que otro ombligo enjoyado e incluso la chica francesa con la que hice el intercambio ese año tenía un par en los pezones y me los había comido varias veces durante su estancia en casa o en mi visita a la suya pero aquello era distinto.

Un pendiente en la cabeza de un rabo duro, algo espectacular.

-        Hay… hay más…

-        ¿Qué dices?

-        Que hay más.

-        ¿Dónde?

-        Más abajo…

-        ¡No me jodas! – Exclamé alucinada.

En efecto. Tuve que contorsionarme un poco para mirar bajo su escroto y ahí estaba el arito en cuestión, decorando su saquito de canicas depilado:

-        ¡Un guiche! ¡LLEVAS TAMBIÉN UN GUICHE! – Chillé muy emocionada.

Tuve suerte de que en aquel momento por el pasillo no pasase nadie porque nos hubiesen descubierto de inmediato.

-        Sí.

Aquello era tan glorioso como extraordinario. Mi plan para obtener el contacto del “Hombre Elefante” pasó a un segundo plano. Me daba igual que por el pasillo pasase una manada de bisontes o que el estirado del director nos pillase en plena faena: lo único que me importaba era saber qué se sentiría al tener a aquel jodido juguetito dentro.

Me apliqué como nunca en la mamada previa al coito. Fue fantástico golpear con la punta de mi lengua el badajo metálico o succionar el glande con los labios y tropezarme con el juguetito.  Me la jalé hasta el fondo varias veces pero con cuidado, a sabiendas de que mis habilidades orales eran tales que podía provocar la eyaculación del macho de turno con unas pocas arremetidas de mi boca.

Tambíen le lamí las bolas aunque apenas pude alcanzar un par de veces o tres el segundo trofeo metálico. El jodido pantalón no permitía que mi amante abriese las piernas tanto como hubiera deseado

Cuando el tipo se tensó saltaron todas las alarmas, lo estaba sobre estimulando. Ya habría tiempo en otra ocasión para realizarle una mamada rápida con el correspondiente chupito de semen. Aquella mañana, en contra de lo acostumbrado, sería yo la que ejercería de maestra de ceremonias.

Simplemente lo violé… y el cambio de papeles en el rol habitual de mi vida, al menos por una vez, me encantó.

Me levanté como una centella del suelo y de un empujón lo tiré sobre la mesa del despacho. Supongo que le pillé desprevenido porque en condiciones normales un peso pluma como yo ni en sueños podía tumbar a un junco como él.  Cayeron al suelo varios adornos, unos bolígrafos y el teléfono fijo. La lámpara adyacente coqueteó varias veces con la ley de la gravedad pero permaneció ahí, tambaleándose sin caerse.

No obstante pronto caería al suelo haciéndose añicos, en cuanto me abalancé sobre ese muchacho y enfilé mi sexo hacia su verga enhiesta y decorada. Mentiría si dijese que me la ensarté de un golpe hasta los huevos de una sola vez pero también faltaría a la verdad si contase que necesité de más de tres arreones para empalarme hasta el fondo. Estaba cachonda a más no poder, tanto como tirándome a una chica.

-        ¡Joder, joder, joder…! – bramaba mientras su perlado cipote se iba abriendo paso entre mis carnes adolescentes.

No se puede decir que él fuese Neruda a la hora de hablar, apenas dijo otra cosa mientras me lo tiraba que esa “palabra fea”, como diría Irene, una y otra vez. Para ser honesta diré que su facilidad de palabra me la traía al pairo, a mí lo que me interesaba de él ya lo tenía dentro, rozando severamente el interior de mi vagina, llevándome al séptimo cielo, y al octavo, y al noveno.

Fue tremendo, uno de los mejores orgasmos de mi vida. Aquel artilugio del demonio destrozó todas mis defensas; tuve que literalmente morderme el puño con fuerza mientras me corría como una perra preñada de rabo. Mi cénit llegó más rápido, intenso y lujurioso que nunca… y quise más así que seguí montándolo meneando las caderas hasta clavármela en lo más profundo y el tipo aguantó como un campeón.

Como no soy yo muy de fingir lo que no siento, si no hay dinero de por medio, mis amantes suelen decirme que soy bastante exigente con ellos, que me cuesta correrme demasiado, que soy difícil de saciar por una sola polla.

No digo que no; es lo que tiene haber follado desde muy niña, supongo.

Puede ser que por eso prefiera a las chicas y disfrute más encamándome con ellas; saben prolongar sus caricias y estimulaciones en mis zonas erógenas durante más tiempo y manejan los juguetitos sexuales infinitamente mejor que cualquier muchacho musculoso y sabelotodo.

También puede ser ese el motivo por el que disfrute más follando en grupo que de manera individualizada, o tal vez lo haga simplemente porque soy una viciosa adicta al sexo, quién sabe… es lo que hay: soy como soy y me acepto así.

En cualquier caso en aquella ocasión no sucedió eso sino más bien todo lo contrario, parecía yo la primeriza y él el experto. El segundo orgasmo se acercaba, se preveía tanto o más intenso que el primero y yo no podía ni quería parar de cabalgar. Sentir aquello moverse dentro, a su libre albedrío, rasgandolo todo al salir y percutiendo al entrar era sencillamente brutal.

Cuando llegó mi nueva corrida… arrasó. La contracción en mi vagina fue descomunal. Y no solo fue una sino una sucesión de descargas eléctricas a cuál más intensa. Noté cómo mi entraña se comprimía hasta el infinito para después relajarse y explotar en modo supernova, expulsando una cantidad escandalosa de flujo y placer.

Tardé bastante tiempo en experimentar algo parecido con un solo amante macho: el amiguito especial de la pobre Lissy del que hablaré más adelante.

Aun habiéndome corrido dos veces y ser aquel un polvazo de escándalo seguía faltándome algo… ser rellenada como una aceituna por el pene metalizado con jugo de nabo.

Miré al flacucho alucinada; aquel hijo de la gran puta, mas allá de su pito tuneado y sus huevos decorados, era un amante fantástico. Yo me derretía como una bola de helado al sol y aquel cabronazo sólo se limitaba a repetir una y mil veces la misma puta palabra pero nada… que no se corría. Ahí seguía su rabo reptando en mi interior, duro como una piedra; un auténtico martillo pilón masacrándome una y otra vez.

Me tomé su resistencia como una afrenta personal, si él podía aguantar un tercer asalto yo también. Incrementé el ritmo, le monté cual amazona en celo, le di duro, muy duro… y nada.

El coño me ardía a rabiar, se asemejaba a un manantial de flujos, a un geiser desbocado y caliente a punto de hervir,

Desesperada, busqué algo que me diese ventaja. Le levanté la camisa y, tal como intuía, no quedaba bajo ella ni un centímetro de piel sin decorar. Sus tatuajes no me defraudaron, eran de una nitidez y calidad supina aunque no tenía tiempo de revisarlos.  Visto lo visto, encontrarme un nuevo piercing en su ombligo no me causó el mismo impacto que los otros dos.

Fue entonces, al alzarle la prenda más arriba del pecho y vi un par de barritas negras atravesando sus pezones, cuando supe qué tipo de estimulación le faltaba a la metralleta del chaval para comenzar a disparar.

Sin dejar de montarlo a buen ritmo con una mano le tapé la boca y con la otra le retorcí uno de los piercing con verdadera mala leche. Si no se lo arranqué fue por puro milagro.

Fue como quitarle la espoleta a una granada. Entre chillidos y convulsiones el mamonazo se corrió igual que si se tratase de la Fuente Mágica de Barcelona. Me estucó la vagina de esperma y mi pequeño cuerpo no fue capaz de contener tanta cantidad de líquido en su interior, derramándose por todos los lados.

Esta vez la que quedó inmovil fui yo, disfrutando del momento, sintiendo las andanadas de lefa llenándome toda. Permanecí quieta hasta que las últimas gotas de esperma se derramaron en lo más íntimo de mí, entre contracción y contracción.

Me embargó entonces un sentimiento de alegría, de agradecimiento por el buen rato pasado y en un gesto propio de una adolescente enamorada de catorce años pero totalmente anormal en mí le di a mi extraordinario amante un beso de tornillo descubriendo de este modo el último piercin que el chaval ocultaba. Le comí la boca con la misma pasión con la que le había comido el rabo momentos antes. Luego le regalé un montón de piquitos, es posible que intentase pedirle perdón de ese modo por haberle hecho daño, como si fuese una niña. Él se dejaba hacer; su rostro cambió y apareció en su boca una expresión pícara y socarrona, jamás mostrada hasta entonces.

Cuando me desacoplé de él y me incorporé un enorme borbotón de semen emergió de mi vulva cayendo sobre el parqué. Mi experiencia me decía que debía permanecer así un par de minutos, con las piernas abiertas, hasta que mi pequeño cuerpo expulsase el exceso de esperma o la mancha generada en mi falda alcanzaría dimensiones estratosféricas.

-        ¿Qué quieres? – Me preguntó el Hombre de Hojalata mientras se subía los pantalones dibujando una sonrisa burlona en los labios.

-        ¿Qué?

-        Puedo parecerlo pero no soy tan tonto como os pensáis todas. Aquí nadie da nada por nada… - dijo guiñandome un ojo - ¿qué es lo que quiere Alexandra, la princesita más popular de tercero de secundaria? Te tengo calada: Tus notas son cojonudas, no fumas, no te saltas clases, no te van las pastillas…

Reconozco que su cambio de actitud me sorprendió y gustó a partes iguales. Pensé que tal vez mi intuición sobre él no fuese tan desacertada.

-        Vaya, vaya… sí que me tienes controlada…

-        Yo controlo a todo el mundo de por aquí. La información es poder.

-        ¿En serio? Y yo que creía que eras un bobo integral.

-        Tú y todos los demás. Es mejor para mi negocio que siga siendo así.

-        ¿Te refieres a lo de vender exámenes y traficar con drogas? Yo también sé cosas interesantes de ti.

-        Vaya. Además de guapa la niña es lista.

-        Pues no te parecía tan niña hace un rato mientras te follaba.

-        En eso tiene razón la princesita. Eres tremenda, sobre todo chupando polla.

-        Vaya, ¡qué romántico! Me lo tomaré como un cumplido.

-        Lo es.

Terminó de componer su uniforme y torció el gesto al ver la lámpara destrozada sobre el piso,

-        Vaya, habrá que hacer algo con eso. Escúpelo de una puta vez… ¿qué es lo que quieres de mí, Ale?

-        Quiero el número de teléfono personal de todos los profesores – repuse colocándome la falda en su sitio y dándome aire con la mano para bajar el rubor de mis mejillas -, y sus correos electrónicos.

Ser rubita y mona tiene su punto pero para disimular la calentura ser clarita de piel era un engorro cuando el calor salía por mi coño.

-        ¿Nada más? Fácil. En la web del cole están todas las direcciones electrónicas…

-        No me vale. Sé que están capadas, no se pueden enviar ni fotos ni videos.

-        ¿En serio? ¿Y a quién quiere mandar su “pack” la señorita?

-        ¡A ti te lo voy a decir! –Reí – La necesito mañana…

-        Vale…

-        … sin falta…

-        ¡Que síiii!

-        Mañana, no lo olvides. Tenemos un trato.

-        ¡QUE SÍ, PESADA!

Tomé un rotulador prestado al director y escribí mi número en la palma de su mano.

-        Mándame un WhatsApp cuando lo tengas todo.

-        Lo que quieras pero… no va a colar.

-        ¿Qué quieres decir?

-        Pues que sé lo de esa estúpida apuesta por lo del profesor nuevo, el imbécil de filosofía y lo de mandarle tus “nudes” no va a ser suficiente.

Cada vez me gustaba más el chaval. Su actitud chulesca me atraía un montón.

-        ¿En serio?, y ¿por qué?

-        Porque llegas tarde. Sé que varias de las populares han tenido tu misma idea.

-        Vaya – gruñí haciendo una mueca.

-        Aunque no pierdas la esperanza… he oído rumores que juegan a tu favor.

-        ¿Rumores? ¿qué rumores?

-        Sí. Rumores de su anterior instituto. Por lo visto tuvo algún que otro problemilla. No terminó el curso, decidieron echar tierra sobre el asunto. Simplemente le invitaron a irse…

-        ¿Qué rumores?

-        Por lo visto el filósofo prefería a las chicas más jóvenes…

-        Mira qué bien…

-        … y a las más putas – sentenció entre risas -.

Tal vez otra chica en mi situación se hubiese ofendido, yo en cambio no pude evitar la risa.

-        ¡Entonces está chupado!

-        ¡Ya te digo! Pero ten cuidado, como te lo cepilles como a mí, lo matas. Eres tremenda.

Noté cómo mis mejillas volvieron a enrojecerse y no pude aguatar la mirada de aquel par de ojitos marrones y brillantes que me taladraban. Ante el piropo me sentí más desnuda que mientras me lo follaba, por lo que sea el chico me gustaba.

-        Te… tendré cuidado – balbuceé como una idiota -.

Nuestras miradas se cruzaron durante unos segundos. Reconozco que ya no me pareció tan feo aunque tal vez mi opinión sobre él quedó mediatizada por su actitud y por el secreto que escondía bajo el pantalón.

No me hubiese importado repetir con él pero no tuve ocasión.

Tal vez lo que le pasó fuese en parte culpa mía. Quise ser buena compañera y compartí con mis amigas su secreto. Soy muy celosa cuando alguien me atrae de verdad como él pero quise recompensarle por ser un amante excelso. No lo hice de forma explícita, tenía una reputación que mantener, así que opté por difundir sus excelencias en forma de rumor que era en realidad casi más efectiva:

-        Me ha dicho una de segundo de bachillerato que el bedel con cara de estúpido tiene un piercen en el pito y folla como un Dios – solté en una de las pijamadas entre chicas ese mismo sábado por la noche.

Al lunes siguiente, al reanudarse las clases, ya pude ver cómo las chicas más zorras del instituto le hacían morritos o se acercaban a conserjería con la camisa del uniforme más abierta de lo permitido por el reglamento. Eran como moscas acudiendo a la miel, las muy putas.

El viernes el Hombre de Hojalata estaba expulsado.

Su momento de fama duró cinco días contados. Por lo visto tuvo tiempo para follarse a varias populares del centro, aunque no a todas. En cualquier caso su despido no fue por eso.

Alguien se chivó de sus correrías sexuales y lo descubrieron reventándole el culo a la secretaria del instituto en el cuarto de las tocopiadoras; una mosquita muerta, una morenita de origen ecuatoriano con su misma pasión por los tatuajes, por los pircins, por el sexo…   y por el dolor.  Como es entendible, y más en un colegio católico, los despidieron a los dos sin indemnización ni nada que se le parezca.

  

Alexandra, la niña de todos

Capítulo 3: Mi manada

El encuentro con el Hombre de Hojalata, además de satisfactorio en lo sexual, resultó de lo más productivo. Tal y como prometió me hizo llegar la dirección electrónica y los números de teléfono privados de todo el personal del instituto, docente y no docente. Hasta me pasó la información de los integrantes del Consejo Rector, de las chicas de la limpieza y del personal de secretaría.

También me resultó útil su información sobre el estado de la competición “Tirarse al Filósofo”. Sí, digo bien: “Tirarse al Filósofo”. Por lo visto alguien puso un poco de cordura en tan singular competencia y determinó que un simple beso no constituía mérito alguno, que el verdadero reto era encamarse con el Hombre Elefante.

Gracias a Dios la humanidad no está perdida del todo y hay cabezas pensantes que dan esperanza a la especie.

Pese a que el cambio de reglas era de mi gusto seguía sin querer participar en la competencia aunque, digna hija de mi padre, estaba decidida a ser la primera chica del instituto en jalarme su rabo. Llevo su gen competitivo en la sangre: no me gusta perder ni al parchís. 

Desechada la opción de hacerme fotitos anónimas de mis pechos, coño y culo, el denominado “pack” de toda chica decente, opté por subir la apuesta. Pensé y de hecho hice un video bañándome desnuda en la bañera de hidromasaje de mi casa.

A diferencia de los “packs” convencionales era totalmente explícito, se me reconocía perfectamente y sin ningún esfuerzo. En él jugueteaba con la alcachofa de la ducha mojando mis pechos, mi culo, mi coño y el resto de mi cuerpo. Me abría el trasero mostrando mi ojete, separaba mis labios vaginales para que se me viese todo, tiraba de la punta de mis pequeños pechos con vehemencia y cosas así. Inclusive me llegué a introducir un dedo por el culito de forma nítida para posteriormente metérmelo en la boca y simular una mamada con él. Terminé el show masturbándome a todo trapo con dos dedos hasta correrme.

A ver… el video en sí estaba muy bien y más teniendo en cuenta mis escasos medios y mi relativa poca experiencia a la hora del posado erótico. Reconozco que, viendo el material pornográfico que hice años más tarde, el video parece una chiquillada, una travesura y poco más pero en el momento en el que lo hice me sentí de lo más orgullosa de él.

Ya lo tenía editado y a punto de enviar cuando lo pensé mejor. Obviamente yo era mucho más joven que los zorrones populares de bachillerato y tan puta como ellas o incluso más, pero no tenía yo muy claro que mi “puterío” quedase lo suficientemente reflejado en el video.

-        No es suficiente – sentencié -.

Mi cabeza no dejaba de dar vueltas esos días. Hasta Irene se dio cuenta de que algo me pasaba e incluso papá me llamó la atención mientras se la chupaba; mis dientes rozaron su pene varias veces durante las mamadas, cosa totalmente inusual en mí. Yo ya era una excelsa mamadora, usar la boca para dar placer no tenía ningún misterio para mí y tocar el pene con los dientes de forma no premeditada era de principiantes.

Intenté adoptar una de las estrategias de papá a la hora de abordar una inversión multimillonaria: ¿Qué tienes tú que no tengan las otras? Boca, culo y coño teníamos todas las “populares” y, salvo alguna remilgada insumisa del sexo anal, las participantes del reto pondrían los tres agujeritos a trabajar para alcanzar el objetivo sin problemas.

La juventud era mi baza pero no era suficiente. Tenía que encontrar la forma de demostrar al Hombre Elefante mi “golferío”.

Fue la televisión y no otra cosa la que me dio la solución. La tan denostada cajita tonta, esa que nada nos aporta según los mayores, solucionó mi problema.

Era una época en la que los informativos no dejaban de dar la lata con la noticia de una violación grupal a una pobre chica durante las famosas fiestas de una ciudad del norte.

-        ¡Una manada! – chillé mientras veía las novedades sobre la violación junto a Irene.

-        ¿Qué dices? – preguntó alucinada mi hermanita dejando de leer su libro de texto.

La muy cabrona no hacía más que estudiar y estudiar incluso cuando no estaban nuestros padres en casa. Era su primer año en el instituto y ya destacaba por las buenas notas.  Me ponía mala.

-        Pues eso: que yo tengo una manada y ellas no.

-        Ale…no te entiendo. ¿De qué estás hablando?

-        De nada, niña tonta, de nada.

Cuando intuyó que iba a salir de casa el tono de su voz cambió.

-        ¿Te vas? – dijo bastante alterada.

-        Tengo que irme.

-        ¿A dónde?

-        Tengo que hacer un trabajo.

-        ¿Un trabajo?

-        Sí, un trabajo. Un video para el cole.

-        ¿Un video?

-        Sí, así es.

-        Pero… ¿sola…?

-        No. Es un trabajo en grupo.

-        Pe… pero papá está a punto de llegar.

Se produjo en la habitación un silencio incómodo para ambas. Las dos sabíamos a qué se estaba refiriendo Irene en realidad.

-        “Dile que se haga una paja. O mejor se la haces tú, monina.” – Pensé levantándome muy deprisa del sillón.

Tan ensimismada estaba yo en elaborar mi plan que tardé un rato en fijarme en ella. Temblaba, temblaba de puro miedo. Con la mirada baja y las manos entre las piernas ya no había ni rastro de la impertinente y altiva Irene. Ya no era la preadolescente insoportable que solía ser, parecía lo que era en realidad: una niña, una niña de doce años muy asustada.

No sé cómo me trasladó su congoja y salió de mí ese instinto protector que tenemos la mayoría de las hermanas mayores sobre las pequeñas. Ese “a mi hermana sólo le pego yo” que hacía pelearme con los chicos del barrio que se metían con ella y tirarle de los pelos minutos después.

Mis planes para follarme al Hombre Elefante tendrían que esperar.  Lo primero era proteger a Irene: lo primero era ocuparme de papá.

-        Yo me ocupo, ¿vale?

No hizo falta dar más explicaciones. Irene no era tonta. Obviamente sabía lo que pasaba en mi habitación después del almuerzo, cuando mamá todavía no había vuelto del hospital y ella fingía dormir la siesta. O por las noches, cuando madre se atiborraba de somníferos y el cabecero de mi cama no dejaba de martillear la pared que separaba mi habitación de la suya.

Yo intentaba evitarlo para no asustarla pero, a veces, muy pocas veces, algún que otro chillido se me escapaba.  En ocasiones, sobre todo los primeros años de abusos, papá se empeñaba en meter su polla en agujeros que eran incapaces físicamente de albergarla y me hacía daño, mucho daño, hasta que lo conseguía. En cambio, en ese momento de mi vida, las violaciones de padre me daban risa y a menudo tenía que disimular un dolor que no sentía para dejarlo contento y conseguir que pasase de mí.

Es más, alguna que otra vez había pillado a Irene espiandonos por la ventana utilizando la terraza exterior, esa misma que usaba yo para verla mientras dormía semi desnuda… o cómo se acariciaba, así que sabía que ella conocía el escabroso secreto mejor guardado de nuestra  modélica familia.

-        Vale.

Respiró tan profundo que hasta a mí me reconfortó.

-        Siempre cuidaré de ti Irene. Yo me ocupo de papá – repetí -.

-        Vale.

No sé por qué sentí la necesidad de abrazarla y lo hice. Los ojos se me humedecieron cuando la escuché llorar.  Analizándolo fríamente no sé el motivo de su llanto, era a mí a la que papá le clavaba la verga cada vez que se le ponía dura y no a ella. El hecho cierto es que mi hermanita pequeña lloraba como una Magdalena y a mí se me rompía el alma.  

Con Irene entre mis brazos no pensaba en mi martirio vespertino, yo sólo necesitaba consolarla.  Nuestra convivencia diaria era una lucha sin cuartel, una competencia constante, una guerra de guerrillas por conseguir la atención y el amor de nuestros padres pero había momentos como aquel en el que estar juntas era lo más importante para nosotras.

La tregua terminó de pronto, en cuanto papá entró en casa como un elefante en una cacharrería. Irene y yo nos separamos rápidamente. Desde que papá nos pilló en la cama juntas intentábamos no darle motivos para volver a castigarnos.  No hacía falta, padre no necesitaba muchas excusas para hacerlo, sobre todo a mí.

El portazo y la ausencia del saludo de rigor eran señales inconfundibles de que papá estaba de malas. Pasó como una exhalación por el pasillo y se metió en mi cuarto sin ni siquiera mirarnos o dirigirnos la palabra.

Irene me miró sorbiéndose los mocos. Volvió a temblar de nuevo.

-        Tranquila. Papá es cosa mía. ¿Vale? No te tocará mientras esté yo aquí, ¿entendido?

Estaba tan asustada que sólo pudo asentir con la cabeza. Su expresión era una mezcla de agradecimiento y de solicitud de perdón. Perdón por lo que iba a suceder a continuación aunque ella no tenía culpa ninguna de que papá fuese un hijo de la gran puta.

El grito de papá solicitando mi presencia no se hizo esperar. Volví a ponerme mi careta de indiferencia y altivez que tanto le irritaba.  Sin vacilar me dirigí a mi cadalso no sin antes regalarle una mueca divertida a mi hermana pequeña tras besarla en la frente. No sé si logré calmarla, más bien lo hice para darme fuerzas a mí misma.

En cuanto entré en mi cuarto él me agarró de la muñeca y me tiró sobre la cama. Yo caí sobre ella de bruces como un saco de centeno. El muy cabrón ya se había quitado la parte de debajo de la ropa. Por lo visto venía con ganas de ahogar las penas con mi cuerpo. Había tenido un mal día.

-        ¡Eres una puta! – me gritó peleando con mis ceñidos leggins.

Papá solía insultarme cuando, según su criterio, hacía algo malo así que la cosa iba conmigo aunque no sabía el motivo concreto de su ira. Como no me dio la vuelta supe de inmediato cuál de mis agujeros deseaba reventar. La cosa era grave.  No me resistí pero tampoco hice nada para facilitarle la tarea. A menudo me decía mientras me forzaba que tener sexo conmigo era como follarse a un palo.

El muy idiota no comprendía que lo hacía a propósito; actuando así conseguía enfadarle y que fuese más intenso, más violento pero también más breve. Quería tenerlo dentro el menor tiempo posible pero no por nada en concreto sino porque, como en aquella ocasión, tenía algo más importante que hacer que aguantar su pequeño pito dentro.

Recuerdo que aquella tarde me hizo daño, mucho daño. Fue especialmente violento, inclusive se agarró a los barrotes de mi cama para encularme más profundo.  Yo creo que lo hizo mal a propósito, para que me doliera más que de costumbre, para castigarme por algo que yo había hecho, algo que yo no sabía.

Normalmente solía darme tiempo a desnudarme por completo o incluso me lubricaba el orto con la lengua antes de la sodomía. Esa tarde ni me quitó los leggins, se limitó a bajarlos justo por debajo de mis glúteos, con lo que mis caderas permanecieron bastante cerradas y su barra de carne me destrozó por dentro.  Me trató como a un trozo de carne, como una muñeca hinchable, como si fuese una extraña… como a una puta barata… pero no le concedí el privilegio de verme llorar.

Me agarró del pelo con fuerza y mi rostro quedó fijo mirando a la ventana mientras él usaba mi cuerpo para darse placer. Creí intuir la presencia allí de Irene viendo cómo papá me forzaba por el culo. El dolor y la vergüenza me hicieron permanecer con los ojos cerrados hasta que papá terminó conmigo.  Fue rudo y salvaje como pocas veces. Su pene me destrozó por dentro. Se despachó a gusto el muy cabrón y, entre bufidos y juramentos, se corrió llenándome el intestino con sus asquerosas babas.

Después se levantó dejándome el ojete en carne viva, abierto igual que un cráter, esputando sangre y lefa y me dijo con ese aire de superioridad que usaba con sus empleados y conmigo que yo tanto odiaba:

-        Hoy no sales. Ni hoy ni el resto de la semana.

-        ¿Por… por qué? – Pregunté subiéndome los leggins después de incorporarme, intentando que el dolor no se reflejase ni en mi rostro ni en el tono de mi voz.

No quería darle el más mínimo motivo de satisfacción.

-        Me ha llamado el jefe de estudios del instituto. Por lo visto la profesora de matemáticas le ha dicho que ayer no asististe a su clase después del tiempo del recreo. Conociéndote seguro que se la estabas chupando a algún chico por algún rincón. Zorrón, que eres un zorrón…

Pasé por alto el insulto, viniendo de él no me afectaba. Me centré en lo que realmente me importaba:

-        Pero… tengo que hacer un trabajo para mañana.

-        Me da igual, que lo hagan esos subnormales con los que te juntas. Tu hoy no sales de casa. Ni hoy ni en toda la semana, vaya. Te firmaré un justificante diciendo que estás enferma o lo que sea pero que por mis cojones tú no sales de aquí, ¿entendido? Ya estoy harto de que vayas por ahí tirándote a todo lo que lleva polla…

-        Vale - dije con total naturalidad.

Sabía que mostrar indiferencia o no contradecirle le jodía más que entablar una inútil discusión por intentar negar sus locas acusaciones, aunque eso supusiese un retraso funesto en mis aspiraciones por ser la primera en beneficiarme al Hombre Elefante.

El muy cabrón ni siquiera tuvo la decencia de vestirse correctamente antes de salir de mi cuarto. Terminó de abrocharse el cinto y subirse la bragueta delante de Irene. Jamás olvidaré la cara de terror de mi hermana al verlo acomodándose sus partes. Cada vez papá era menos cuidadoso a la hora de mantener las apariencias. Cada vez se la sudaba más que mi hermana se enterase de lo que sucedía y eso era peligroso para ella.

Pero de repente esa estúpida niña hizo algo sorprendente. Le echó valor a la cosa y le preguntó a mi padre:

-        ¿Cuándo nos vamos?

-        ¿Irnos? ¿A dónde? No recuerdo…

-        Sí. Dijiste que me llevarías al cine…

-        ¿Yo? No creo. Además es miércoles…

-        Por eso mismo, porque es el día del espectador y es más barato- continuó Irene colgándose del cuello de ese cabrón -. Lo dijiste tú mismo… papi.

La jodida putita morena le hacía ojitos a papá y con eso ya conseguía todo. En cambio yo ni chupándole la polla obtenía nada de él más allá de golpes, insultos y violaciones.

Reconozco que era pura envidia, mi hermana era y es, además de un auténtico bombón, una bellísima persona. Cómo sería de fantástica que incluso me fue imposible no enamorarme de ella durante toda mi adolescencia, aunque me odié mucho tiempo a mi misma por no tener el valor de reconocerlo. Ahora asumo que será siempre uno de los amores de mi vida y soy feliz.

-        Sí. Seguramente, aunque no lo recuerdo.

-        Porfi, papi...

-        Vale, vale. ¿Qué vamos a ver?

-        Ah… una película muy chula que llevo tiempo queriendo ver, aunque es un poco larga… unas tres horas o así…

Irene me miró de reojo y me sonrió discretamente, de esta forma tan poco sutil me estaba diciendo el tiempo que yo dispondría para mí y mis asuntos.

-        ¡TRES HORAS! – protestó papá.

-        ¡No seas gruñón!

-        Vaaale. Pero cámbiate rápido que si llegamos antes de las cinco el parking sale gratis.

-        Pues entonces me voy así y nos vamos ya.

-        ¿Con el uniforme del instituto?

-        Sí, ¿acaso no te gusta cómo me queda?

Ni recuerdo las veces que papá tuvo sexo conmigo llevando mi uniforme del instituto. Había veces que se enfadaba conmigo cuando mi faldita se manchaba con su semen. Inclusive llegó a decirle a mi madre que comprase varios de reserva porque yo era una chica con tendencia a ensuciarse y la muy boba lo hizo. Jamás se dio cuenta de que aquellos cercos blanquecinos en mi falda de cuadros eran causados por el esperma de su querido maridito o tal vez sí y se hizo la tonta.

-        ¿Gustarme? ¡Estás preciosa!

Irene estaba preciosa hasta con un sucio saco de arpillera sobre su sensual cuerpo y el uniforme del instituto católico no hacía más que realzar el morbo que irradiaba su soberbia figura.

Sonreí. Por lo visto la jodida cría estaba al tanto de uno de los no pocos fetiches que tenía mi padre: los uniformes escolares. Desde luego si era así mi hermana estaba jugando con fuego: tres horas a oscuras junto al pulpo de papá llevando falda corta suponían un suplicio para ella sabiendo el miedo aterrador que sentía por él. Supongo que no se libró de que le acariciase la rodilla o incluso la parte interna del muslo. No quise avergonzarla y preguntarle a su vuelta. Se sacrificó por mí y eso lo valoro siempre, y más en su caso.

Tampoco perdí el tiempo, me cambié de ropa a la velocidad del rayo y, copiando la estrategia de mi hermana, también me puse coleta alta y el uniforme del instituto.

En cuanto estuve lista organicé un encuentro con mi manada particular. Tuve suerte, cuatro de los cinco empollones estaban reunidos en su club de astronomía, un pequeño tugurio habilitado en la buhardilla de una cochera en la casa de la abuela de uno de ellos.

No les di muchas explicaciones, simplemente les dije que apartasen los muebles y preparasen el colchón… eran lo suficientemente listos para adivinar lo demás.  

El lugar quedaba algo lejos así que llamé a un taxi. Cogí el poco dinero que me quedaba más por precaución que por otra cosa. Dejé pasar varios vehículos libres hasta que di con el adecuado.  Al finalizar la carrera le hice la habitual propuesta al conductor: o el dinero o mi boca. Jugaba con ventaja, la respuesta estaba clara en el noventa y nueve por ciento de las veces si el conductor era sudamericano: una adolescente estilizada, rubita, con carita de inocente y labios carnosos constituía una tentación imposible de rechazar para ese tipo de hombres normalmente necesitados de sexo.

Reconozco que me pasé toda la adolescencia yendo de aquí para allá por Mataró y alrededores pagando las carreras con mamadas aunque alguna vez la estrategia me salió rana: los conductores de la tierra preferían el dinero.

La “pela” es la “pela”.

Me presenté yo en el la puerta del garito de mis amigos con el ojete ardiendo. Utilicé un chicle para quitarme el mal sabor de boca y también en deferencia a ellos: no era cuestión de que mis labios supiesen a leche de taxista ecuatoriano; mi grupito de fans tenía la mala costumbre de besarme en la boca cuando me follaban. Supongo que, en el fondo, estaban coladitos por mí y también tengo que reconocer que les apreciaba. Eran buenos chicos, legales como pocos.

Como donde hay confianza da asco y el tiempo me apremiaba no me anduve con rodeos y les expuse claramente mis necesidades mientras me iba desnudando.

-        Para que me aclare… entonces ¿quieres otro video de todos follando contigo a la vez?

-        Exacto. Uno en el que se vea muy bien cómo me la metéis por todos los lados. 

-        Y quieres que no sea como los que hacemos habitualmente… quieres que se te vea la cara.

-        Así es. La mía pero no la vuestra. Habrá que tener cuidado con eso.

-        Perfecto, lo haremos con mi móvil, que es nuevo y tiene una cámara cojonuda…

-        Mejor con el mío, que es un Iphone…

-        Eso ni lo soñéis, listillos – intervine yo organizando el evento sexual viendo que las hormonas comenzaban a desbocarse -. El video se hace con mi teléfono, como siempre. Yo decidiré quién lo ve y nadie más.

-        Pero nos lo pasarás después…

-        No, esta vez no.

-        Jo…

-        No lo veo claro. ¿Cómo haremos para que no se nos vea la cara? No podremos dejar el teléfono en un lugar fijo.

-        Uno de vosotros tendrá que hacer el video mientras los otros tres me follan – sentencié -.

El tiempo apremiaba, no era el momento de andarse con rodeos.

-        Yo no.

-        Ni yo…

-        Habrá que echarlo a suertes.

-        A ver chicos, no tengo tiempo para gilipolleces – intervine ya cubierta simplemente por mi camisa blanca del uniforme del instituto-. El video lo haces tú el resto ya podéis ir quedándoos en bolas y machacándoos la polla. Os quiero duros desde el principio, nada de besuqueos ni ñoñerías: tenéis que ir a saco conmigo, sed intensos, hacedme lo que os dé la gana. Dadme bofetadas y todo eso…

-        ¡Joder! ¿Y por qué tengo que ser yo el de la puta cámara?

-        Porque eres el que la tiene más pequeña y el que peor folla de los cuatro. ¿Te enteras?

-        Cabrona.

-        ¡Zasca en toda la boca!

-        ¡Cuando te la acabes vuelves a por más, chaval!

-        Venga, va. Ahora en serio – dije en tono maternal-. Primero coges tú la cámara, que eres el que más domina lo del tik tok de los cuatro y, cuando terminen estos conmigo, me metes caña por donde quieras. Hasta dejaré que te corras dentro si quieres.

-        ¿En serio?

-        Que sí.

-        ¿Puedo correrme en tu coño?

-        ¡Que sí, joder, que sí!

-        Vaya suerte.

Dentro de que hacérmelo para ellos ya era todo un lujo el poder correrse en el interior de mi coño les suponía un premio extra. 

Ellos no lo sabían pero era más porque me gustaba el sabor a semen que otra cosa les decía que lo hiciesen en mi boca principalmente.  No había peligro de embarazo.

Con la excusa de regular mi regla mi propio padre se encargó de llevarme a un ginecólogo muy amigo suyo cuando comencé a manchar, uno que no hizo preguntas incómodas por el paradero de mi himen a mis diez años. El buen señor miró y tocó todo lo que tenía que tocar, me prescribió las consabidas pastillas anticonceptivas y se cobró la visita aliviándose con mi boca mientras papá echaba un cigarro en la terraza de su consulta.

Esa fue la primera vez que papá me ofreció a uno de sus amigos del partido de ultra derecha. Muy fachas, muy católicos y muy lo que ellos quieran pero unos pervertidos de madre y muy señor mío.  Esa vez lo pasé fatal, las siguientes veces me fui acostumbrando. No por la mamada en sí, que no fue nada fuera de lo normal, sino más bien por el hecho de que un extraño estuviese abusando de mí y mi padre no movió un dedo para defenderme.  Ni siquiera tuvo cojones el muy cabrón de estar presente mientras su amiguito pasaba un buen rato a mi costa. Ojos que no ven corazón que no siente, supongo.

-        Para que luego te quejes, gilipollas.

-        Los demás os corréis en mi cara, ¿entendido?  Metédmela por donde queráis pero las corridas a la cara o casi mejor en mi boca, ¿vale? Las corridas, a mi boca ¿ok?

Todos estuvieron de acuerdo con mis directrices. Solían pasarlo muy bien siempre que me hacían caso, sobre todo en cuestiones sexuales.

-        ¿Y tú, el de la cámara…?

-        Dime.

-        Sobretodo que se me distinga bien la cara y que se vea bien cómo me llenan la boca de semen y cómo me lo trago. Sólo podemos hacer una toma: ni yo tengo tiempo para más ni vosotros munición de reserva.

-        Sin problemas.

-        Ah… y antes de empezar escribidme en el vientre mi nombre y el nombre de la clase.

-        Joder, vas a por todas Ale.

El tiempo apremiaba así que no hice caso de los comentarios de los chicos.

-        Asegúrate de que quede bien en la película, ¿vale? No te cortes, que se vea bien cómo me entran las pollas y sobre todo céntrate en la cara, que se me vea bien la boca llena de semen, ¿entendido?

-        Que sí, pesada. Pero recuerda que luego te lo haré a pelo.

-        Que sí, que sí… sin problemas. Córrete bien adentro si es lo que quieres.

-        Ale – dijo Leo en tono serio -, ¿puedo hablar contigo un momento?

Leo, uno de los chicos de mi manada, siempre me intimidó y no precisamente por su físico ya que era bastante más bajito que yo sino por su inteligencia. Era un año menor que el resto de nosotros, tan listo que había ganado un curso durante la primaria y si no fueron más se debió a que sus padres no se atrevieron, no por sus capacidades.

Era una eminencia en todo pero destacaba en matemáticas. Sus rasgos eran morenos, acordes con su raza gitana de origen rumano. Había sido adoptado muy pequeñito en el país del Este y nuestros padres se conocían de siempre así que manteníamos desde muy niños una relación cercana que se afianzó tras el cambio del colegio al instituto ya que era el único de mis compañeros a los que conocía previamente.

La gente lo tildaba de tímido, yo en cambio lo consideraba sobre todo discreto. Era complicado encontrar a alguien que hablase mal de él. Es de esas personas que sabes que les va a ir bien en la vida pase lo que pase. Un superviviente nato.

Conmigo se abría bastante más que con el resto de las chicas, bragueta incluida. En cuanto tocó mi cuerpo por primera vez noté algo diferente en él. El resto de los muchachos de mi manada me metían mano a saco, me estiraban las bragas pugnando por ser los primeros en meterme los dedos en el coño o en el culo, eran rudos, torpes al principio aunque nunca violentos.

Personalmente a mí me gustaba más cuando mis muchachos se desfasaban, perdían el control y tiraban de mis pezones con las uñas, por ejemplo, pero con Leo eso nunca ocurrió. Me trató siempre en la cama y fuera de ella con un respeto que, en ocasiones, me desesperaba.

Leo tenía experiencia antes de conocerme, estoy segura de eso al cien por cien. Práctica como soy le pregunté mil veces mientras follábamos a solas quién le había enseñado a hacerlo tan rematadamente bien pero él se limitaba a sonreír y a regalarme más placer.

Era un dios en la cama, un DIOS con mayúsculas. Además de estar sorprendentemente bien armado para su tamaño el chico follaba de puta madre, se notaba que tenía experiencia íntima con las chicas por cómo me tocaba, cómo me acariciaba, cómo me besaba; sabía lo que mi cuerpo necesitaba en cada momento; era intenso cuando lo requería y tierno cuando, por lo que fuese, estaba de bajón.

A diferencia del resto me hacía el amor en cada coito y eso me hacía sentir incómoda. Es más sencillo gestionar mis sentimientos cuando mi compañero de cama me usa cual muñeca hinchable para darse placer, ya sea hombre o mujer. Supongo que por eso tiendo a relacionarme sexualmente con hombres que me doblan o me triplican la edad. Desde el principio sé lo que quieren de mí y yo se lo doy. Es más si lo cogen sin permiso todavía mejor. De muchos no recuerdo sus nombres, creo que en la mayoría de los casos ni siquiera se lo pedí: me follaron y ya.

Siempre me he preguntado quién sería la mujer que le enseñó a Leo a follar tan rematadamente bien. Su madre tal vez, no lo sé. No tenía hermanas. En lo que a mí respecta sólo tenía agradecimientos para esa señora o señorita anónima: había creado a un amante soberbio.  Y el mejor dotado de mi manada, aunque eso lo traía de serie. 

Dudo mucho de que el Hombre Elefante, a su edad, tuviese una verga como la suya.

Nos apartamos del grupo mientras los chicos separaban los muebles y así tener más espacio para la orgía.

-        ¿Qué pasa, Leo?

-        ¿Estás segura de esto? Hasta ahora nunca habías querido mostrar tu cara en los nudes y ahora pones tu nombre y todo.

-        Sí. Todo está bien.

-        Sólo quiero que sepas que no estoy nada conforme…

-        Pero lo vas a hacer, ¿no?

Tardó en contestar, demasiado para mi gusto.

-        Vale, tú mandas.

Le cogí la mano antes de volver con el resto de los muchachos que ya estaban dándole brillo a sus penes.

-        Quiero pedirte algo más.

-        Dime.

-        Quiero seas intenso, que me lo hagas fuerte…

Abrió la boca pero no le dejé hablar:

-        Prométemelo, por favor.

-        Vale, pero no voy a pegarte…

-        Como quieras pero dame muy duro.

Una vez más la actitud de Leo desordenó mi conciencia. Dispuesta a olvidar mi sentimiento de culpa dejé que marcasen mi vientre según lo previsto y me coloqué sobre el colchón sentada sobre mis tobillos. Sonreí a la cámara y mostré claramente la parte de la camisa donde se dejaba ver el logotipo del colegio. Después la abrí completamente dejando a merced del objetivo mis pechos y, lo que era más importante para mí, la inscripción en mi abdomen. A mi señal mi pequeña manada me rodeó. Mi suerte estaba echada.

Les mamé las vergas a los tres. Fui de polla en polla como una abeja a la miel, libando el dulce néctar que desprendían sus capullos. Notaba cómo jalada a jalada su excitación iba aumentando y también la mía. Me sorprendió y a la vez me gustó que fuese Leo y no otro el que me empujase contra el colchón con cierta dureza.  Los otros dos chavales me abrieron en canal como queriendo separar mis piernas de mis caderas, inmovilizándome y ofreciendo mi sexo al moreno. Sólo con eso mi vulva comenzó a palpitar; la enculada de papá y la felación al taxista habían tenido consecuencias: mi coño ardía y el apéndice de Leo era una buena manguera con la que sofocar mi fuego.

La primera sorprendida cuando forzó mi postura y sentí su estoque atacar mi orto fui yo. Sinceramente no entraba en mis planes que Leo eligiese esa opción. Resentido por la enculada previa de papá mi esfínter anal expresó su malestar en forma de agudo dolor que me atravesó todo el cuerpo al verse profanado.  Cada centímetro de verga que entró en mí me supuso un calvario. Me dolió muchísimo, la vista se me nubló varias veces, pero me dejé hacer. No quise gritar pese a que nada me apetecía más para aliviar mi dolor, no quería que Leo se asustase y jodiese la escena.

-         “Me lo merezco, por puta” – pensé para mí cuando noté que mi culo comenzaba a sangrar algo después de que Leo empezase a bombear a buen ritmo.

No recuerdo cuál de mis otros dos amantes me agarró del pelo, golpeó varias veces mi cara con su verga y posteriormente me la puso en la boca. Lo que sí recuerdo es que usó mi cola para obligarme a jalármela al ritmo que le dio la gana y que se dibujó un enorme bulto en mi mejilla. Al poco noté cómo comenzaba a faltarme el aire pero el chico siguió usando mi boca a su voluntad. El abuso fue tan severo que me impidió respirar con normalidad. Tosí pero aun así no me la sacó hasta que casi vomité. Fue fantástico, me encanta el sexo en todas sus vertientes y mucho más cuando me pierden el respeto y me llevan al límite. 

El tercero en discordia se metió en su papel de violador y me tiró de los pezones. Los retorció a conciencia, estrujándomelos con furia, como si quisiese arrancármelos del pecho.  El dolor y la consiguiente contracción en mi vulva hicieron que perdiese la concentración en la felación. No pude aguantar la arcada. El chaval que disfrutaba de mi boca anduvo listo me saco la polla justo en el momento adecuado, un segundo más tarde y habría sido mutilado. Entre su pene y mi boca se formó un hilito de babas y jugos gástricos que manchó mi cara al caer sobre mí.

Mi orto sangraba cada vez más, me escocía un montón. El pollón de Leo reptaba a lo largo de mi intestino, colmándolo de carne, destrozándome por dentro.  Tras una embestida más intensa que las anteriores abrí la boca lo más que pude, el oxígeno no llegaba a mi cerebro. 

El cabrón que me machacó las tetas se aburrió, eso o que quiso aprovechar la ocasión para entrar en mí. Acercó su verga a mi cara pero no le hice mucho caso, las arremetidas de Leo en mi culo eran cada vez más furiosas.  El tortazo que me dio también me pilló de improviso, sacándome de mi letargo. No fue nada serio, poco más que una palmada en la cara que me puso a cien y que hizo que mi coño se encharcase sin ni siquiera ser rozado.

No me lo esperaba, me dio por reírme en lugar de gritar. Supongo que no le gustó demasiado a mi cachorro y me dio otra de propina. Noté como un grumo de flujo abandonaba mi vagina, resbalaba por mi coño y caía sobre el cipote de Leo.  El muchacho recibió la recompensa debida: de inmediato puse a su entera disposición mi boca, se la había ganado con creces.

El otro amante tuvo que conformarse con mi habilidosa mano derecha para darse gusto mientras Leo seguía disfrutando de mi sangrante culo. 

No quería un video largo que ocupase muchos megas, quería uno corto e intenso que mostrara lo que era capaz de hacer y pudiese ser enviado por whatsapp sin demasiados problemas así que yo también fui a saco y puse mi aspiradora bucal en marcha. Era cuestión de segundos que el semen del mamado llenase mi estómago.

Cuando ya creía yo que iba a llenarme la garganta con su leche caliente el muy cabrón me tapó la nariz mientras se la chupaba. Vemos el suficiente porno todos juntos para saber lo que pretendía: dejé de mamar y abrí la boca de par en par.  Me agarró de la nuca y llegó hasta mi garganta, golpeando mi glotis varias veces.   Aguanté la respiración y cuando ya no pudo resistir más sacó su polla de mi boca dejando el capullo a un par de centímetros de ella y se corrió como un mandril en celo dejando mi garganta rellena de nata.

-        Ufff… - jadeó cuando las últimas gotas fueron cayendo una a una sobre mi lengua.

Permanecí unos segundos con la boca abierta mirando de reojo la cámara, asegurándome de que el chico que llevaba mi móvil no había perdido detalle de la corrida y de que enfocaba hacia lo más profundo de mi garganta. De repente noté como algo mojaba mi cara y cerré los ojos de manera instintiva. Era el esperma del primer chaval que había gozado de mis labios resbalando por mi cara.

-        Joder, qué bueno – exclamó el encargado de inmortalizar el encuentro sexual.

Me jodió un poco que rompiese su anonimato pero me limité a tragar y relamer mis labios con la lengua. 

Una vez satisfechos los otros dos me centré en Leo en exclusiva. Su forma de taladrar mi orto me estaba matando. Como leyéndome la mente me sacó la polla del culo para metérmela posteriormente por el coño con firmeza… y me derretí de gusto en cuanto lo sentí dentro.

Siguiendo mis preferencias me folló con ganas, con muchas ganas y, por primera y última vez, sin importarle un pimiento mi estado, ni mis sentimientos, como en teoría a mí me gustaba. Fue intenso, febril, animal. Me la clavó tan adentro y tan rápido que no parecía él. Puede decirse que, por primera y última vez, reprimió su respeto hacia mí y me trató como un simple pedazo de carne.  Olvidando mis indicaciones de hacérmelo en la boca, eyaculó en mi sexo, inundándolo de su simiente. Aun así, a diferencia de muchos de mis amantes que dan por terminado el coito cuando alcanzan el orgasmo, no dejó de follarme hasta que llegué al mío. Me corrí tanto y tan fuerte que desgarré con mis uñas el colchón.

Después se levantó a toda prisa, se vistió y se fue sin despedirse dando un portazo.

El video terminó mirando yo a la cámara muy sonriente haciendo morritos, con las piernas separadas y sexo supurando semen.

Mientras los otros dos actores de la escena revisaban lo grabado cumplí con lo prometido: dejé que el operador de cámara se diese un homenaje con mi cuerpo o mejor dicho con lo que quedaba de él. Estaba hecha polvo, literalmente.

Colocada a perrito y con el otro chaval dándolo todo a mi espalda no podía dejar de pensar en Leo.  Por raro que parezca me sentí mal por obligarlo a ir en contra de su naturaleza, por incitarlo a tratarme mal, por ser como yo.

Me sentí como una puta pero en el mal sentido de la palabra. Papá no hacía otra cosa que repetirlo cuando me violaba, me echaba la culpa por lo que él me hacía y pensé que tal vez tenía razón.

Me embargó la necesidad de hacerme daño, de sentir dolor, de castigarme. Y no dolor del que me hacía sentir placer.

Dolor de verdad:

-        ¡Méteme los dedos! Dos, tres, cuatro… los que puedas – le ordené al último de mis amantes -.

-        ¿Por el culo? Yo no quiero asustarte Ale pero… no tiene muy buen aspecto.

-        ¡Dale, mételos hasta el fondo!  - chillé -¡Y pégame, pégame maricón de mierda! ¡Sudaca asquerosooo!

-        ¿Yo maricón? ¿Sudaca? ¡Te vas a enterar, pedazo de guarra!

Cuando los otros dos intentaron detenerle al comenzar los golpes les supliqué que no lo hicieran… y que se unieran a él y me hinflasen a hostias. Gracias a Dios ellos eran mejores personas que yo y la cosa no pasó de unos pocos y decepcionantes azotes en el trasero. 

Unos años más tarde se cruzarían en mi vida otros personajes más siniestros que no tendrían tanta consideración con mi cuerpo. He recibido palizas muy placenteras aunque algunas me hayan llevado al hospital.

A la hora de volver a casa pagué la carrera del taxi, no tenía energías ni para una mamada más.

Llegué a mi hogar relativamente temprano. Me dio hasta tiempo de tomar una ducha caliente no sin antes editar el video y mandarlo por whatsapp al Hombre Elefante.  Tuve que colocar un plano en negro al principio por eso de la “vista previa”, quitar unos segundos en los que se veía la cara de uno de mis chicos y la espantada de Leo. Lo que más me costó fue elegir la frase con la que acompañar a la filmación. Al final tiré por la calle de en medio y puse algo así como “¿Qué tal una hora de tutoría mañana, profe?”.  Deseché otras como “¿Te parezco lo suficientemente puta? “o “Quiero tu rabo dentro de mí” por si alguien echaba un vistazo al teléfono.

Papá, Irene y mama llegaron al mismo tiempo. Me pillaron viendo la tele.

-        He traído palomitas para ti, Ale.

-        Gracias, bonita. Eres un cielo

-        ¿Otra vez perdiendo el tiempo en lugar de estudiar?  -protestó papá apenas me vio.

-        ¿Qué te ha pasado en la cara? la llevas colorada – preguntó mamá -.

-        Me caí en la ducha.

Esquivé mal que bien la inquisitoria mirada de mi hermana, Irene siempre ha sabido cuando miento y cuándo callarse.

-        ¿Te has duchado de nuevo? Lo haces todos los días. No ganamos para pagar el gas.

La impertinencia de papá fue la gota que colmó el vaso. 

-        Es que me sangraba un poco el culo… papá – dije con evidente mala leche -.

El rostro de papá se puso blanco como el papel. Parte de las palomitas del cuenco de Irene cayeron al suelo antes de dármelas.

-        ¡Nena! Ten cuidado con eso – intervino mamá, ajena como siempre a todo lo que sucedía a su alrededor -. Cuánto lo siento Ale, hemos comprado sushi para cenar pero no creo que eso te siente bien.  Te voy a hacer una sopita de algas que te sentará mejor.

Y una vez más… estallé:

-        ¡Y UNA MIERDA! ¡ODIO LAS PUTAS ALGAS! ¡TE LAS METES POR EL CULO! ¡YO QUIERO SUSHI!

-        ¡Nenaaa, cuidado con esa bocaaa!

-        ¡ALEXANDRA, A TU CUARTO!  - bramó papá -.

Me encerré de un portazo en mi habitación. Irene me trajo unas cuantas raciones de sushi a escondidas aunque todo lo que comí me supo a semen.  Me contó algunas tonterías sobre la película y me dijo que papá se había portado bien; que, tal como había intuído, sólo le había tocado un poco la pierna y dado un par de palmadas en el trasero cosa que me tranquilizó. Siendo como era él un pulpo baboso aquello no era nada.

A las once de la noche recibí la contestación del Hombre Elefante.

-        “Mañana pásate por mi despacho una hora antes del segundo recreo para esa tutoría que tenemos pendiente.”

-        “De acuerdo, me muero de ganas de repasar la lección con usted, profe.” – Contesté acompañando a mis palabras una foto mía sonriendo con las tetitas empitonadas.

Reconfortada por mi éxito me cobijé entre las sábanas de mi cama. Mi cuerpo y en especial mi culo necesitaban descansar. Me quedé frita a mitad de la paja.

Maldije a todos los santos del cielo cuando, un par de horas más tarde, noté cómo la puerta de mi habitación se abría en la penumbra. Estaba tan cansada y poco motivada que la polla de papá parecía estar cubierta de cristalitos al entrar en mi coño aquella noche.


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