"EL AUTOR Y LA NINFA: OBSESIÓN" (1 DE 4) por ALTAIS

 “Puede que hayas nacido en la cara buena del mundo,

yo nací en la cara mala, llevo la marca del lado oscuro…”  Pau Donés Cicera (1966-2020)

 

Prólogo. ¿Bendición o maldición?

El Autor podría ser cualquier hombre, sin embargo, no se parecía a ninguno. Sus dedos se encargaban de tareas cotidianas y en ciertas ocasiones volaban entusiastas en el teclado de su ordenador, hacía muchos años descubrió que es la única forma de contener sus impulsos oscuros. Era único y no precisamente en el buen sentido, era aun agujero negro que se rodeaba de gente luminosa para no sucumbir. Todas las madrugadas, despertaba con la insana necesidad de drogarse, solo que su droga no es un estupefaciente común, no: él se nutría de otras bajas pasiones, moralmente cuestionables. Ciertamente necesitaba la luz. Nunca pensó llegar a ese punto casi de inflexión, pues por primera vez la luz no se negaba a él; aunque la luz por la que desde hacía un año se sentía atraído estaba muy cerca de extinguirse y a pesar de que se esforzaba en aparentarlo estaba aterrado. El terror de perderla le consumía y enfurecía lentamente. Puede que la odiara por arrastrarlo a querer quebrantar sus normas impuestas, peor aún, podría estar desarrollando el sentimiento contrario al odio y eso era impensable para él. No esperó que aquel devaneo terminase en esa comprometedora situación.

El Autor disfrutaba de la comida en aquella terraza de un sitio cualquiera, aparentando ser un hombre normal. Se consideraba un monstruo, y por inaudito que le pareciera, ella no lo veía de esa forma. Su mente tenía ciertos impulsos que escapaban de los convencionalismos morales, por lo cual muchos podrían tildarle de esa forma, todos menos ella. Su mente entró en el modo sociable, rodeado de personas y a la vez sintiéndose solo. Esa conversación intrascendente servía para distraerle lo justo. Sus dos amigos le incluyeron en la conversación, en la que participaba ese día más que nada por compromiso. Su mente seguía lejos, pensando en ella.

Un trío de chavales pasó por ahí, al principio no les prestó atención, luego escuchó una voz. Esa voz. Su voz. Por un instante quedó paralizado, el corazón se detuvo antes de desbocarse. Elevó la vista con discreción, no sabía si se trata de una especie de bendición o maldición por parte del destino, Dios, o lo que sea que rigiese el universo. De todas las ciudades de la madre patria nunca llegó a sospechar que ambos viviesen en el mismo lugar. Seguía sin poder interpretarlo como algo bueno, o malo. Ella reía una de las trastadas de uno de los chicos.

Los reconoció de inmediato, no por haberles visto antes, sino por las constantes descripciones por parte de ella. El alto de nariz prominente, de tez muy blanca debía de ser Eduardo. El otro, casi tan alto como el primero, el chico negro medio desgarbado, y de cabello al ras, sin duda era Alejandro. Ambos le sacaban al menos una cabeza a ella. Se veía tan pequeña y risueña. Tan viva. Tan real. Iba dándoles empujones a ambos mientras bromeaban.

Prosiguió su diatriba interna, maldijo y bendijo el momento en el que se sentaron en la mesa justo delante de él y sus amigos. Por primera vez su anonimato de las redes le quemó. Ed le asestó un puñetazo en el hombro, ella protestó y le devolvió el gesto con más fuerza que la empleada por el chico. Se tensó, le removió que ese idiota osara a lastimarla, así hubiera sido en broma.

– Os juro que es cierto –exclamó Ed–, me ha enviado fotos de su culo y quiere quedar conmigo. El otro día me ha dado unos morreos de campeonato. Es negra y un poco gorda, pero no me importa, coño es coño.

– Ya, ten cuidado. Atraes a puras locas, árabe –le chinchó el otro con ese apodo que le fastidia al larguirucho dada su prominente nariz y sus tendencias antisociales; uno racista y el otro que no desaprovecha la oportunidad para recalcar sus malos gustos en cuanto a mujeres se refiere.

– Al menos follo, no como tú, que Edurne te dejó por el pijo aquel, solo porque tiene un cochazo.

– Sois imposibles –se quejó ella–, a ver si es cierto y alguno de los dos en verdad folla de una vez por todas.

– Vamos bro, dile al negro que aquello fue una cagada –dice refiriéndose a ella.

Desde niños ambos se referían a ella como otro chico, en parte porque durante su infancia no hubieron sido pocas las peleas que protagonizaron en el cole, donde gracias a la Ninfa salían victoriosos. Una amistad cultivada desde la infancia, sabía que ella no concebía su vida sin sus mejores amigos.

El hombre no dejó de seguir la conversación de los jóvenes, que ahora pasaba a otros devaneos, el único pasatiempo en común que tenían los tres amigos: los videojuegos. Respondió de manera mecánica una pregunta de uno de sus interlocutores, guiado más que nada por un impulso cogió el móvil con cuidado, tecleó lo más rápido que pudo, odiaba los móviles, esos trastos no eran lo suyo.

Su Ninfa sacó el móvil del bolsillo, desplazando los dedos con velocidad, pudo ver como su angelical rostro se iluminó y esos ojitos castaños brillaron al leerle. Vio como discretamente abría las piernas, se sintió ligeramente excitado y muy satisfecho al notar que realmente cumplía con una de las primeras órdenes que le dio. Ella contestó el mensaje con mucha rapidez, esos ágiles deditos volaron por la pantalla. Nunca pensó que le causaría tanta gratificación verla desenvolverse en su mundo. Era más bella sin una pantalla de por medio, por primera vez se planteó medio en serio las constantes insinuaciones de ella para propiciar un encuentro. Sin más motivo, y sin mucho quererlo tuvo que marchar junto a sus colegas. El acosador que habitaba dentro de él protestó casi a gritos al tener que marcharse, la expectativa de no volver a tenerla tan cerca le desconcertaba más de lo que podría suponer. ¿Cuándo dejó de considerarla un simple juguete?

Capítulo 1. Obsesión.

Un año antes.

La Ninfa usaba los relatos para evadir su realidad, con ellos miraba hacia otro lado, como lo hacía el resto de su aparente familia perfecta con sus propios entretenimientos. Determinar cómo llegó a ese punto en su corta vida no era tan difícil de entender. Siempre se sintió fuera de lugar. Nació en Venezuela, pero poco recordaba de esa tierra, antes de sus cinco años la subieron en un avión donde conoció a la que consideraba su patria. La patria de su bisabuela; una rubia ojos grises que de joven llegó a ese desdichado país, que por aquellos años relucía de esperanza, se enamoró de un hombre de tez oscura con el cual formó la familia de la cual descendía por parte materna. De su herencia española solo le quedó la nacionalidad por aquel entonces, puesto que nadie daría un duro por sus genes europeos. Piel morena, ojos marrones y cabellos castaños; una versión mejorada de su madre.

No pasaría mucho tiempo antes de que se formase su particular familia, su madre conoció a Carlos, un hombre que resultó ser un buen tipo, un viudo que venía con paquete incluido. Víctor; un pequeño mozo dos años mayor que ella, tan blanco como la leche, de cabello negro y ojos verdes aceituna, para alivio de los padres ambos niños conectaron y pronto se volvieron inseparables. A un año de su llegada ya tenía una familia compuesta, con un padre de verdad, no como el donante de esperma gracias al cual forma parte de este mundo. Con dos padres como médicos, los primeros años resultaron un tanto convulsos y luego llegaría el tercer elemento que pondría su vida de cabeza; Javier.

Su hermano menor resultó la mezcla definitiva de las dos culturas, tanto por dentro como por fuera. De tez morena más acentuada que la suya, un cabello de lo que podría calificarse de un rubio oscuro o castaño claro y los ojos verdes del padre. La primera vez que le vio, pensó en Full Metal Alchemist y concluyó que era alguna quimera. Desde sus primeros años quedó demostrado que el benjamín de la familia sería un trasto en toda regla.

No podía calificar su infancia como mala, era cierto que tuvo algunas carencias, en general afectivas. Luego empezaron los problemas, la discordia y los egos de sus hermanos se hicieron sentir. El modélico Víctor, siempre complaciente y obediente chocaba su cabeza de carnero contra otra cornamenta, la del rebelde Javier, a quien todo se le consintió por ser el menor. Y en medio de las disputas de Caín y Abel, de las ausencias paternas, de sus problemas para sociabilizar, quedó ella.

Nunca nadie se molestó en preguntarle si le iba bien en el cole, no fue fácil ser diferente, y los niños podían ser muy crueles. La primera vez que la llamaron mulata y otros agravios por ser de origen latino lloró, la segunda vez huyó y a partir de la tercera descubrió que asestando unos buenos golpes se podía poner en su lugar a los abusones. Después de esto conocería a sus dos amigos incondicionales, y las cosas mejorarían de puertas para afuera. Ed, el hijo de la mejor amiga de su madre, otro venezolano de nacimiento, cuyo fenotipo europeo le favoreció a más no poder y Alex, cuyos abuelos habían llegado en patera huyendo de los horrores del hambre y la miseria del continente africano.

Con su adolescencia, los dispares entre sus hermanos fueron a más, también la presión de sus padres, pretendiendo que los tres hijos se equipararan en éxitos académicos a los suyos propios. La presión por obtener notas perfectas sin siquiera recibir una felicitación por su parte se volvió otra constante malsonante en esa casa que pronto descubriría la Ninfa nunca fue un hogar. Nadie podría culparla de la depresión que le acompañaba desde buena parte de su vida.

Y así desarrolló su particular relación con el sexo, o específicamente con los relatos eróticos, como medio para evadirse, si se desconectaba lo suficiente, podía convertirse en alguna protagonista de esos tórridos devaneos oscuros, concebidos por mentes igual de inquietas a la de ella, así comenzó lo que sería el ascenso al cielo que después la arrastraría al infierno…

*****

Un frío sudor bajaba por la espalda de la chica, odiaba tener que esperar durante todo el día para ver si él había publicado algo y en particular ese día. Nada. Si alguien le preguntaba de dónde nació esa particular obsesión, no tendría una respuesta coherente. Desde su más tierna adolescencia se enganchó con los relatos eróticos como el perfecto escape de los abismos por los cuales transitaba a diario, tenían un erotismo que encendía su parte baja como una hoguera, el deseo se contraponía al hastío del día a día. No tardó en meter una de sus manos en sus bragas mientras leía con avidez. Algunos consumían el periódico como lectura matutina, ella leía relatos. Y un día lo descubrió a Él, se hacía llamar El Autor, en general daba una hojeada a casi todos los relatos del día, si la sinopsis y los primeros párrafos la atrapaban los destripaba con prisa. Lamentablemente, en su gran mayoría eran una chapuza.

Aquel primer relato le impactó, era la prosa más erótica que había leído. ¿Cómo era posible no haberle descubierto antes?, al entrar al apartado del escritor notó una buena cantidad de relatos, aunque antiguos. Llevaba un par de años inactivo, lo que coincidía con la fecha en la que empezó a leer. Algunos relatos se empapaban de lo prohibido, disfrazado sutilmente con un perfecto maquillaje lírico. Tendía a tener relatos con temas controvertidos que de una u otra forma generaban furor entre los lectores que no se mordían la lengua para alabarle o masacrarle con duras críticas. ¿Cómo se atrevían a tacharlo de pervertido siendo el genio que era?

Era un hombre, un hombre en toda regla, y se convirtió en el motivo de sus primeras fantasías. Algunos días soñaba despierta en clases, imaginando cómo sería, ese autor anónimo que le robaba suspiros y orgasmos. Se sentía cada vez más enganchada a esos relatos, a ese hombre de rostro difuso y lírica avasallante. ¿Qué haría si lo tuviese cara a cara?

Los siguientes meses consistieron en un deleite para sus ojos y coño, El Autor publicaba otra vez con asiduidad, nunca le defrauda, algunos relatos tienen un aura inquietante y atrayente. Él, su pervertido príncipe azul. Y ella… tan virgen… tan joven. Después de un interludio en el que sus padres le obligaron a ir de viaje de verano a la casa de sus abuelos en aquel pequeño pueblo negado del internet regresó con la sorpresa de que buena parte de los relatos de su Autor habían desaparecido, puso el grito en el cielo, ¿qué hacer? Después de pensarlo mucho, se atrevió a enviarle un mensaje.  Esa noche, encendió su ordenador, casi no pudo cenar, después de enviar esa misiva un par de días atrás no tenía sosiego. Un correo tan atrevido, cosa que no era, aparentando ser algo que no era.

Hola, soy la Ninfa:

Quería darte las gracias por tus relatos, se me hacen fascinantes. Nunca me topé con una lírica como la tuya, hasta el punto que me he leído todos tus relatos, varias veces… No quiero que pienses que soy alguna especie de chalada, me considero muy madura para mi edad. Es solo que me veo reflejada en muchas de tus protagonistas, y quisiera conocerte un poco mejor… ¡Estoy completamente descolocada por la Inquisición que te han montado en la web! Espero no pases de mi correo, conóceme y no te arrepentirás. Atentamente, la Ninfa.

*****

Hubo un tiempo en el que para El Autor escribir era todo un deleite. Las palabras fluían de entre sus dedos, se derramaban sobre el teclado y aparecían en pantalla de forma mágica, encadenadas y en su sitio, concordadas y nítidas; el reflejo exacto de lo que su mente ideaba, una mente pervertida en constante ebullición que no dejaba de volar. Los relatos eran la metadona perfecta, lo único que se interponía entre él y las fotografías de adolescentes rusas abiertas de piernas que abundaban en internet por aquel entonces. Mientras escribía no buscaba y, lo que era más importante, no tenía necesidad de hacerlo. No había descanso, lo hacía de forma compulsiva. Podía redactar un relato ardiente, obsceno y pervertido de más de veinte páginas en un sólo día antes de meterlo en su nevera, un espacio recóndito de su disco duro donde dejaba aparcadas sus historias durante un tiempo. Los textos podían pasar allí semanas, meses incluso años hasta que conseguía el desapego suficiente para descubrir sus fallos antes de publicarlos. Hasta llegar a ese punto consideraba a las historias como sus hijas, y como tales, su amor por ellas le cegaba, impidiéndole ver sus defectos. Ante la deserción de todos sus correctores externos hacerlo de ese modo era lo único que funcionaba. Había aprendido a ser fiel a su método de escribir y se sentía cómodo con él.

Por aquel entonces, cuando no escribía relatos, pensaba en ellos: mientras conducía, se afeitaba o nadaba su mente calenturienta pergeñaba historias morbosas una tras otra que lograban alejarle de lo prohibido y, cuando se acercaba a su ordenador, no era para buscar esos coñitos sonrosados carentes de vello y abiertos de par en par sino para plasmar negro sobre blanco lo que su cabeza había ideado esa jornada.

Todo en la vida de El Autor era susceptible de ser convertido en un relato erótico. Ninguna hembra se libraba si andaba con el mono: milf con exuberantes pechos, universitarias con pantalones ceñidos o mamis primerizas con incipientes tripitas.  Entre todas ellas sentía especial predilección por las jovencitas cuyas curvas habían comenzado a manifestarse recientemente, las líneas rectas y monótonas en el cuerpo de las féminas le motivaban tan poco como las excesivamente reviradas. Se le iban los ojos tras bultitos sutilmente marcados en el pecho carentes de sostén, traseros suculentos ocultos bajo minifaldas con vuelo o vulvas claramente marcadas en pantaloncitos minúsculos, tan ceñidos a ellas como una segunda piel. Era ver a las lolitas en la parada del metro, del autobús o en los centros comerciales y comenzar a fantasear con ellas inmersas en las más turbias situaciones. Pasados unos minutos se arrepentía amargamente por ser tan puerco, pero en ese momento la necesidad de hacerlo era imperiosa.

Al principio sentía algo de pudor por publicar sobre lo que realmente deseaba y envejecía a sus musas hasta hacerlas compatibles con los estándares convencionales de Todorelatos, la página donde solía publicar sus historias. Además, al autocensurarse, las escenas de sexo, si bien eran tórridas, no destacaban por su originalidad. El resultado de todo ese frenesí mental y perjuicios eran unos relatos vainilla cuya redacción no era muy pulida que presentaban situaciones supuestamente morbosas y libidinosas entre esas jóvenes burdamente “adulteradas” y hombres maduros como él que no valían nada.

En esa época sus relatos apenas tuvieron impacto. Eran demasiado elaborados, con tramas cruzadas entre sí y largos, sobre todo largos. Pocos lectores llegaban al final de sus series y, los que lo lograban, le echaban en cara lo repetitivo de los roles protagonistas: jóvenes de dieciocho años recién cumplidos con cuerpos apenas desarrollados ávidas de sexo que seducían hasta llevar a la cama a hombres casados de voluntad débil.

Las ya de por sí escasas visitas a sus textos descendieron hasta niveles irrisorios por esas críticas y se agobió. Se decía a sí mismo que no importaba que no tuviese éxito, que él escribía las historias que a él le gustaba leer, cuando en realidad no era cierto: ni siquiera a él le entusiasmaban, a él le atraían otras cosas más sucias de las que después renegaba. También se engañaba quitándole valor al escaso número de lecturas, pero, de reojo, miraba el implacable contador de visitas de sus textos y se desesperaba porque su aventura como escritor de relatos eróticos no empezaba de arrancar.

Con el tiempo su técnica mejoró, las escenas de sexo eran más descriptivas y mejor estructuradas; por contra en el camino perdió frescura y, sobre todo, prolificidad. Su nivel de exigencia era tal que llegaba a borrar relatos enteros y acabados al no considerarlos suficientemente buenos. Alguien le retó para que fuera audaz, que se renovase, que saliera de su zona de confort. Le echó en cara el que todos sus relatos fuesen iguales y que, aunque estaban muy bien escritos, se aburría con ellos. Lo intentó, fue incapaz de asumir el reto, se bloqueó y dejó de escribir, recayendo irremisiblemente de nuevo en su vicio.

Un día buscando su dosis diaria de droga, entre coñito y coñito, descubrió una página de relatos bastante menos famosa que la que él solía utilizar y ese suceso casual le cambió la vida. Si bien en nivel medio de los relatos resultaba mejorable, la censura en ella era bastante más laxa por no decir inexistente que en su página de referencia; allí cada uno se expresaba según su gusto, nadie censuraba, nadie criticaba el fondo, no había etiquetas ni restricciones. Si no te gustaba lo que leías pasabas a otra cosa y punto.  Los relatos eran tratados allí como lo que son realmente: fantasías, imaginaciones, ocurrencias y, como tales, libres.

Resuelto a dar un cambio en su vida se dejó a sí mismo atrás, aparcó su faceta pública y se reinventó en el lado oscuro de la red. Abandonó los relatos vainilla de tramas predecibles y, dispuesto a arriesgarse, escribió uno de dominación entre una preadolescente y un piloto entrado en años a la que, poco a poco, fue convirtiendo en una mascota humana de su propiedad; una gatita complaciente que satisfacía todas sus necesidades sexuales. El éxito fue brutal, la audiencia, aunque escasa, se volvió loca. Las ganas de escribir regresaron con los comentarios positivos y, con ellas, la necesidad de drogarse remitió. A esa primera historia oscura le siguieron muchas más, todas de su gusto, todas sin censura, cada una más audaz y morbosa que la anterior. El autor era completamente feliz… o casi.

Ese era el problema: el “casi”.

El nivel de impacto de la página de relatos oscuros era irrisorio con respecto Todorelatos. Su ego le cegaba, sus textos eran buenos, merecían estar en el top de los más valorados de la página más importante en el mundo de los relatos eróticos en español. El Autor fue codicioso, quería la fama, recibir comentarios diciéndole lo bueno que era, tener más visitas que nadie, las mejores valoraciones, ser el ombligo del mundo de los relatos pervertidos. En definitiva, lo quería todo.

Pero el Autor fue perezoso. En lugar de escribir nuevas historias ciñéndose a las normas dictatoriales impuestas por nadie sabe quién, se pasó de listo y decidió volver a la palestra pública adaptando sus historias. Eligió las menos controversiales, obvió edades, borró palabras que permitieran identificar la verdadera edad de las protagonistas femeninas y otras pequeñas triquiñuelas. La burda maniobra funcionó al principio. Si bien los textos de El Autor no se convirtieron en el éxito abrumador que él esperaba sí que comenzaron a ocupar los primeros puestos de las listas, las valoraciones eran en su mayoría buenas y los comentarios, aunque no muy abundantes, eran constructivos y le ayudaban a mejorar.

Su correo privado comenzó a llenarse de mensajes de hombres maduros pidiéndole fotos de “su” mascota principalmente, su contacto e incluso su nombre real. También había quién le solicitaba relatos personalizados, en su mayoría hombres, fantaseando con sus supuestas propias hijas y cosas así. Para su sorpresa también le escribieron no pocas chicas pidiéndole relatos y no unos cualesquiera: historias de dominación, BDSM e incluso violaciones extremas.  Cuanto más joven era la chica, más intensas eran las peticiones. Eso le descolocó. Al principio dudó de la veracidad de esos mensajes, pero no fueron pocas las veces que recibió pruebas irrefutables de su autoría e hizo realidad su deseo en forma de relato y, aunque no llegó a publicarlos todos, los envió de forma privada a sus promotoras.

Él disfrutaba complaciéndoles a todos, los lectores le proporcionaban nuevas ideas de las que nutrirse y él cumplía sus fantasías mediante un relato personalizado; ambas partes se beneficiaban como en una buena simbiosis.

Todo iba viento en popa, pero un día el viento roló. Alguien descubrió sus relatos oscuros y, aunque sus comentarios indicando los links en cuestión fueron baneados rápidamente en Todorelatos, el mal ya estaba hecho: El Autor fue objeto de lapidación pública a partir de entonces tanto en esa página como en los foros de escritores que proliferaban a su alrededor. Sus relatos comenzaron a llenarse de comentarios desagradables y las valoraciones negativas crecieron como la espuma, fulminando en pocas horas muchos años de esfuerzos, relegándolos al ostracismo. Los escritos hasta entonces más leídos fueron baneados, solo un puñado de ellos sobrevivieron a la ira de las masas sin que él pudiera hacer nada por evitarlo. Como las desgracias nunca vienen solas, poco tiempo después aquel reducto de libertad en el que descansaban sus historias más controversiales quebró. Sin motivo aparente, de un día para otro y sin aviso previo, el administrador cerró la persiana por siempre jamás y tiró la llave al fondo del mar. Fue la gota que colmó el vaso, El Autor quedó devastado.

Él, privado de un lugar donde publicar su metadona, volvió a las andadas. Recayó en su adicción, dejó de escribir, dejó de comentar, dejó de leer relatos, incluso dejó de abrir correos hasta el día en el que su móvil primero y su corazón después volvieron a vibrar:

“Hola, soy la Ninfa:

-          Quería darte las gracias por tus relatos…”

El Autor, desconfiado por naturaleza, leyó de forma vertical el mensaje y lo mandó a la papelera. Pensó que se trataba nuevamente de algún viejo pervertido, uno de esos tipos barrigudos y bigotudos que se hacían pasar por chicas adolescentes para que les escribiera la misma historia de siempre. Algunos incluso le mandaban las primeras fotos que encontraban en el buscador más famoso de internet para convencerle, otros se lo habían currado más e incluso se la habían colado y habían obtenido su premio. Estaba harto de esos estúpidos. Él no hacía distingos, no hacía falta insultar su inteligencia. En su época más prolífica, si la historia propuesta valía la pena y tenía algo diferencial con respecto a las demás, le eran irrelevantes la edad, el género y los gustos sexuales de sus clientes, como él los llamaba. No había límites, no había censura ni se hacía daño a nadie. El Autor disfrutaba escribiendo y el cliente leyendo. Todos contentos, fin de la historia.

No obstante, el correo no cayó en saco roto, permaneció en la mente del adulto a lo largo de la jornada y, al llegar la noche, en la intimidad de su despacho personal, mucho más receptivo, decidió darle una segunda oportunidad. Al fin y al cabo, no había nada en él ofensivo y pensó que, quien invertía algo de su tiempo en dedicarle unas líneas amables, se merecía al menos una respuesta en los mismos términos.

Desechó varias respuestas políticamente correctas y tan personales como el extracto de cuentas de un banco, él sabía hacerlo mejor.  Analizó la misiva con mayor detenimiento, reflexionando sobre lo que decía y lo que no. Evidentemente, dejando a un lado lo del posible barrigón bigotudo, su supuesta fiel seguidora esperaba UNA pero no CUALQUIER respuesta. Estaba claro que era lectora de los pocos relatos que se habían librado de la caza de brujas en Todorelatos. Unos pocos eran del tipo vainilla de lo más insulsos pero la mayoría correspondían a la saga de la mascota humana que, para su sorpresa, habían sorteado a la censura sin duda gracias a las voluptuosas curvas de Elainne. La protagonista de su saga más famosa tenía un físico perfectamente compatible con el de una chica mayor de edad y adaptar su relato a las normas le había resultado trivial. Si su intuición no le engañaba su joven interlocutora buscaba un mensaje directo, claro y conciso, seguramente la orden que un dueño le diría a su mascota, ni más ni menos.

El Autor había jugado partidas como aquella muchas veces, aunque estaba bastante desentrenado. Sabía qué habría después: un intercambio de misivas más o menos largo hasta llegar al punto al que la chica quería llegar.  Decidió tirar por la calle de en medio, ya estaba a la vuelta de todo.

Cuando terminó de redactarla, El Autor dudó a la hora del envío. El número mágico, siete palabras nada más. Siete palabras para saber si aquella misteriosa jovencita era lo que decía ser o iba de farol. Más allá de descartar la poco motivante opción del barrigón bigotudo se aferró a la posibilidad de que todo aquello supusiera el detonante para retomar su vida como escritor.

"Muéstrame mi inicial sobre tu cuerpo desnudo"

*****

La Ninfa se quedó pasmada al leer la réplica del hombre. Literalmente su mente se quedó en blanco. No pensó que pudiese ser tan directo. ¿Dónde estaba esa respuesta elegante propia de un hombre versado en letras como él?. ¿Dónde estaba la seducción de sus palabras? En realidad, seguía ahí, expresada en esa escueta respuesta. Inexplicablemente tuvo que cerrar las piernas con fuerza, buscando la manera de huir de ese calor que recorría su parte baja. Ella se creía una romántica, no podía esperar que una orden tan directa y brusca la turbase tanto.

Sin más nada que hacer, cerró la sesión en el aparato y se tumbó en la cama. Intentó dormir, más se le hizo imposible; su mente evocaba las siete palabras constantemente. Se enfadó consigo misma por ser tan infantil y soñadora, aquella era la respuesta coherente que daría el protagonista masculino de sus relatos. Conocía todas y cada una de sus historias de memoria y, gracias a ello, la forma de pensar de El Autor, o eso le gustaba creer. En el mundo del internet muchos eran los impostores, cada quien era quien quisiera ser. Escudándose detrás del teclado cualquiera era valiente, rico y guapo. Era obvio que la estaba poniendo a prueba, como probablemente hacía con las otras muchas chicas que se ponían en contacto con él tras leerle.

Acelerada se incorporó, rebuscó en el cajón donde guardaba las braguitas, donde se ocultaba ese particular regalo que tanto le tentaba. Tener una prima en exceso sexual que creía que el orgasmo solo debía ser proporcionado por una misma tenía sus ventajas. Hacía un par de años, tras su primera regla, le había obsequiado ese objeto fálico y gomoso, de unos quince centímetros. Si bien seguía en su empaque, muchas eran las noches en donde se quedaba largo rato contemplándolo. Para ella dejar de ser virgen no era un mero trámite. Quería que por lo menos su primera vez fuese especial.

Volvió a guardarlo, sentía que le quemaba, pero lo que en verdad ardía era su parte baja. Tuvo que sucumbir a lo que aquellas siete palabras le habían provocado. Con un ligero temblor dirigió sus dedos hasta su imberbe coño, del que se asegura de mantener lejos de cualquier atisbo de vello, no era una cuestión de sexualidad, el más mínimo indicio le conllevaba a una irritación desagradable, así que debía mantenerlo peladito.

Sus dedos se entretuvieron más tiempo de lo habitual entre los pliegues de su sexo. Y aunque su mente era un completo desastre, no se detuvo hasta correrse de la forma más intensa que jamás había experimentado. Ese largo orgasmo más que aclararla, solo logró confundirla más. Una vez su coño satisfecho cayó rendida debido al desgaste físico.

El día siguiente supuso un verdadero incordio. Se le hizo imposible concentrarse en sus estudios, siendo una mejor alumna de su clase, despertó las alarmas de sus profesores. Tanto así que alguno se aproximó para cerciorarse de que todo iba bien. Hizo lo de siempre, sonrió y con un par de frases elaboradas se escaqueó del asunto. Pasó el resto de la tarde buscando distraerse, tratar de explicar matemáticas a sus amigos, que, dicho sea, el paso, acababan de suspender el último examen le sirvió de breve brecha.

Puede que se tratara de una mala jugada de los hados, o quizás era el impulso final que necesitaba para aclararse, pero aquella noche, con sus padres de guardia en el hospital, y sus hermanos quedándose en casa de sus respectivos amigos, en la soledad del hogar se decidió a saltar al vacío. No iba a quedar como una niña tonta, imposible. ¡El Autor le había respondido! ¡Quería conocerla! Y se afirmó a sí misma, que, si lograba convertirse en su única musa, su única fuente de inspiración él quedaría irremisiblemente prendado de ella. Con el tiempo él se enamoraría, como ella lo estaba de sus relatos y por extensión de él.

En la intimidad de su habitación se desnudó con calma, dejando caer las prendas de ropa casi en cámara lenta. Cogió el rotulador negro que usaba para sus deberes escolares y, con una mano un tanto temblorosa, trazó la primera “A” sobre su seno derecho. Le gustó el resultado y eso la desinhibió lo necesario como para trazar varias veces más esa inicial. Al hacerlo, se sintió suya, como si estuviese sellando un acuerdo, o tal vez, haciendo un pacto con el diablo.

Enceguecida por su deseo, se aseguró de plasmar la letra no solo sobre sus pequeñas tetas, sino también sobre su monte venus y con tras un par de maniobras en cada uno de los cachetes de su culo. Puede que poseyera un deseo desmedido, pero no por ello era imprudente. Le daría lo que le pedía. Claro que sí, cada fibra de su cuerpo clama por que lo hiciera, sin embargo, será bajo ciertas condiciones. La cámara de su móvil comenzó a accionarse, se tomó un montón de fotos, algunas con el temporizador de la cámara frontal, lo justo para que pudiese posar.

Con el corazón acelerado, se sentó en su cama, aún desnuda. Y evaluó su calidad como fotógrafa. Después de descartar las borrosas se decidió por un grupo.

·              Un primer plano de sus tetas con la inicial de El Autor.

·         Una selfie que mostraba parte delantera, tetas y dejaba adivinar su coñito.

·         Una con las piernas abiertas, se podían ver las iniciales y el coñito húmedo, abierto de par en par con sus delicados dedos. Se notaba muy mojado.

·         La última es en cuatro, sus dos agujeros prietos quedaron totalmente expuestos para el hombre que colmaba sus fantasías.

En ninguna muestra su rostro, satisfecha, adjuntó las fotos con una tímida respuesta;

“Espero que te gusten…”

No transcurrieron ni diez minutos tras los cuales llegó una solicitud para chatear. Sentada frente al portátil quedó paralizada sin saber muy bien lo que hacer. Su cabeza analítica le decía que aceptarla era una locura, pero su corazón ávido de emociones se moría por hacerlo. Su entrepierna, sobrecalentada por el morbo de las fotos, se erigió en juez y parte. Mientras el chat se configuraba miró de reojo las prendas que deberían estar sobre su cuerpo y resistió la tentación de ponerlas. Le parecía morboso permanecer desnuda mientras conversaba con su escritor favorito, estaba segura de que a él le gustaría que lo hiciese así.

*****

– ¡Mierda! ¡Mierda, mierda, mierda! ¡Pareces tonto, joder! –Gritó.

Se levantó como un resorte del escritorio para arreglar el desaguisado. Actuó deprisa, elevó el teclado a toda velocidad con una mano mientras con la otra mal que bien desvió el torrente para que el café derramado no llegara a las pantallas de su ordenador. Sacrificó el calendario y el escalímetro, vituallas claramente prescindibles, y salvaguardó ratón, un elemento fundamental en su día a día. Una vez realizada la primera intervención de urgencia y, sin dejar de jurar, se quitó la camisa y, con la pequeña parte que permanecía seca, terminó de limpiarlo todo. Cuando terminó se deshizo de ella, tenía otras cosas más importantes en las que invertir su tiempo. Febril, poco menos que se abalanzó contra las fotografías, maximizándolas hasta casi pixelarlas. Recreó su vista en cada bulto, en cada curva, en cada pliegue. Las repasó una a una, centrándose en las zonas más calientes y explícitas de su joven nueva amiga. Cuando recobró la cordura y parte de su flujo sanguíneo abandonó su verga se sentó en el sillón para deleitarse con ellas en su conjunto. Alucinó.

– “¡Hay que ver cómo estas, puta! Creo que lo voy a pasar muy bien contigo” –Sentenció para sí con el bulto de su pantalón más que endurecido.

En otras circunstancias los pasos a seguir estarían claros. Tras un primer contacto epistolar más o menos rutinario sugería la interacción por chat. Después de varias sesiones de tanteo iría ganando la confianza de la chica hablando principalmente de relatos para de manera sutil sonsacarle información más o menos personal sobre sus gustos y experiencias sexuales.  A veces las cosas se tensaban y la cosa quedaba ahí, otras había buen rollo y el resultado era un relato personalizado con las propias fotografías de la chica de lo más interesante y unas pocas, las menos, la relación iba más allá pasadas varias semanas, meses o incluso años.

La sucesión lógica había saltado por los aires con aquella chica. Aquellas siete palabras mágicas le habían proporcionado un atajo hacia lo desconocido, un salto al vacío sin red. Tenía las fotografías de su cuerpo sin haber mediado con ella conversación alguna, tan sólo una orden, un mandato conciso, concreto, casi impertinente que ella, contra todo pronóstico, había hecho suyo. Y por si eso fuera poco para alimentar su lujuria saltaba a la vista que la protagonista de su nuevo proyecto era joven, turbadoramente tierna, de una edad imposible de disfrazar y adaptar a Todorelatos.   Extasiado decidió hacer caso de su intuición enviando acto seguido la solicitud de chat, cruzando los dedos para que la buena racha no terminase. Erecto, se retorció en su asiento al recibir la aceptación de su solicitud. El pececito había mordido el anzuelo, ya sólo era cuestión de acertar con la estrategia.

-          Tienes un cuerpo bonito, Ninfa.

La adolescente se vio de nuevo sorprendida por la crudeza de su interlocutor. Ni un simple saludo, directo al grano. Notó cómo el calor se apoderaba de nuevo no solo de sus mejillas. Su nariz se llenó del aroma ácido que, partiendo de su sexo, inundaba la estancia y se sintió, si cabe, más desnuda y especial todavía.

-          Gracias. Me alegro de que te guste. Yo…

-          ¿Siempre has sido tan maleducada con tus señores anteriores?

La Ninfa se retorció en su asiento. Algo iba mal y desconocía el motivo.

-          Perdón. Yo…

-          Señor, tienes que decirme señor y hablarme de usted siempre que te dirijas a mí.

-          Sí, sí. Lo haré.

-          Uhmm… me temo que esto no va a funcionar.              

-          ¡Sí, Señor! ¡Sí, Señor! lo haré, señor…

Te diré siempre señor… Señor.

Perdón, es la primera vez que hago esto.

Estoy muy nerviosa

Me gustan mucho tus relatos,

me los sé de memoria.

Todavía no me creo que me hayas contestado…

-          ¿Hablas tanto como escribes?

-          ¡Perdón!

El adulto no pudo evitar esbozar una sonrisa. Si tenía alguna duda acerca de la edad de la chica por las fotos su actitud infantiloide no dejaba lugar a la duda.

-          Tienes que decir “Perdón, señor”

-          ¡Claro, Claro! ¡Perdón señor, perdón señor!

-          ¿Por qué no has obedecido?

Creo que he sido muy claro.

-          No… no le entiendo, señor.

Y he hecho lo que me has pedido…lo que me ha pedido, señor.

-          No lo has hecho.

-          ¿No?

-          No. He visto mi inicial en parte de tu cuerpo desnudo, pero no en todo.

-          ¿Qué… qué me he dejado, señor?

-          Lo sabes perfectamente.

Una serie de pensamientos contradictorios libraban su particular batalla del bien contra el mal en ella. Se quedó mirando la pantalla, sin saber qué hacer. Miedo, claro que sentía miedo, no sabía en que se estaba metiendo. Las redes de trata de blancas estaban muy extendidas por las redes, por otra parte, el clásico chantaje de difundir su foto desnuda en las redes sociales no le causaba un gran revuelto. No sería la primera, ni la última. A fin de cuentas, todos habían visto coño y tetas, no tenía ninguna forma híbrida novedosa que resultase escandalosa e inolvidable. Siendo una paria de la sociedad, poco le importaba estar en la boca de todos. Mucho menos la reacción de sus padres, quizás también quería ser rebelde y entregarse a ese hombre para vengarse de sus ausencias. Así si todo salía mal podría echarles en cara que si fueran unos padres más presentes eso no habría acontecido.

– Disculpe señor, no me siento preparada para dar ese paso todavía…

– Lo dicho, no va a funcionar.

No me gusta negociar,

Conmigo es todo o nada.

Adiós.

El Autor dudó tras su respuesta poco meditada, tan osada y afilada que podría arruinar cualquier oportunidad con aquella jovencita de fácil disposición, pero el mal ya estaba hecho, no podía echarse atrás. Sería una perdida lamentable, pero sentía que debía actuar de esa manera. Solo de esa forma podría medir hasta dónde podía llegar con la chica. Para su satisfacción, leyó tres palabras mágicas que casi le provocaron una eyaculación sin tocarse.

– ¡Espere! Está bien.

La Ninfa no lo tenía claro, solo sabía que mientras su mente debatía en una balanza, el tiempo se agotaba. Ni siquiera su corazón llevaba la batuta. En realidad, pensaba con el coño, así de puro y simple. Cogió el móvil y tomó una nueva foto, en donde se veía su tierno rostro de muñeca, y una delicada “A” dibujada en su cachete derecho. Tras un par de clicks su identidad había quedado expuesta, a la merced de la voluntad de aquel hombre que protagonizaba cada una de sus fantasías y del cual no conocía nada más que su seudónimo.

 

El Autor quedó inmóvil, contemplando el rostro de la jovencita totalmente desnuda que hacía honor a su alias. ¿Qué cojones hacía una preciosidad como ella metida en ese sitio de porquería? Sintió una curiosidad que no experimentaba desde hacía años cuando vagaba por los sitios webs para drogarse, quería poseerla, no solo en cuerpo. Quería comprender esa tierna mente. La detalló, sin duda, una jodida preciosidad, como un ángel; esa morenita de tierno rostro, tan joven… tan inocente. Esa niña no acababa de comprender que había caído en las fauces de aquel individuo que en ese momento lo único que pensaba era en tender la perfecta telaraña para que fuese suya.

– Estas son las reglas… –escribió con el pulso desbocado.

No podía perderla, pero su polla no esperaría mucho más para poseerla. Por algún extraño motivo, una especie de instinto animal se había despertado con aquella cría. Pudo notar que hasta cierto punto ella lo idolatraba y en especial, era fácilmente moldeable. Era tan tierna que podría adaptarla a sus deseos y necesidades como ninguna otra antes –.

– Soy Gabriel, tengo 38 años. Son los únicos datos que tendrás de mí, los únicos que necesitarás.

Mi voz y mi rostro no están en discusión.

Si insistes en algo más cortaré la comunicación.

Si accedes a ser mía, me darás todo lo que te pida, cuando te lo pida. Serás mía sin restricciones, princesa.

Añadió esa última palabra nada más un incentivo, sabía que a las chicas le gustaban ese tipo de motes y ese fue el primero que se le vino a la mente.

La Ninfa cayó en cuenta de que contenía la respiración en el momento en el que sus pulmones protestaron por oxígeno. ¿Una oportunidad de oro? ¿Su ruina? ¿Quería confiar en ese hombre? Lo cierto es que estaba muy cansada de ser siempre un cero a la izquierda, simplemente no quería pensar demasiado. Ya había roto sus normas al mostrarse en pelotas por completo así que se lanzó al vacío.

– Acepto, señor.

El Autor tragó con dificultad, le dolía su polla, jamás había estado tan erecta. Por algún extraño giro del destino la vida le estaba poniendo en bandeja de plata lo que parecía ser ese “casi”, que llevaba décadas buscando. Era un mierda, que no merecía nada bueno. Al parecer iba a resultar verdad que los malos son los que obtenían la verdadera gratificación. Decidido, prosiguió con el siguiente paso. Y desplegó el icono de videollamada en el chat.

 

Según el diccionario del NCI, el pánico puede definirse como; “Ansiedad extrema o miedo que se presenta en forma súbita y que a veces causa pensamientos o acciones irracionales”. Esa misma sensación fue la que experimentó la jovencita, que se levantó de bruces y dio un traspiés, cayéndose como de costumbre en ella. Se incorporó de golpe y consideró que el móvil sería una mejor opción. Por suerte tenía la sesión iniciada también en el dispositivo. Cogió una pequeña caja donde apoyó el móvil, conectó los audífonos y aceptó. Ante ella se desplegó la videoconferencia donde, en vez de ver el rostro de su interlocutor, se veía un fondo negro, con la imagen central que tenía por avatar. En ese instante recordó que seguía desnuda y los colores se le subieron al rostro. Su primer instinto fue taparse, pero su mente se rebeló y, en lugar de juntar las rodillas como dictaba la prudencia, las separó de par en par mostrando su secreto al hombre misterioso que alimentaba sus fantasías. No contenta con eso arqueó levemente la espalda, buscando de este modo realzar algo su busto, un busto que ella creía pequeño y poco apetecible a los chicos. Pensó en estimularse los pezones para hacerlos más atractivos a la vista, para su sorpresa comprobó que no hacía falta: ambos estaban puntiagudos como puntas de flechas, tan ansiosos como ella por ser vistos.

 

Una ligera vibración en la muñeca de El Autor le hizo saber que había sobrepasado las 100 pulsaciones, es lo que marcaba su reloj y no era para menos. En la pantalla de su ordenador brillaba con luz propia el motivo, situado estratégicamente entre dos muslos adolescentes separados hasta casi desencajar de la cadera que los unía. Húmedo, sonrosado, cristalino e inquietantemente cerrado a pesar de lo explícito de la postura. Le costó un mundo separar la mirada del coñito, aunque el resto del cuerpo de la deliciosa adolescente no le defraudó.  Aquellas incipientes tetitas parecían de lo más jugosas y los pezones que los coronaban, tetinas de un chupete del que nadie en su sano juicio querría separarse. Con todo, lo que más le turbó y le endureció la verga hasta convertirla en hierro fue la carita de niña buena de su nuevo juguete, entregada a la vez que nerviosa, con sus ojos fijos en él, expectante ante lo desconocido. 

Al adulto le temblaban las manos, tuvo que rectificar varias veces el inicio de la primera frase hasta que logró calmarse.

– Voy a ser claro: quiero grabarte, lo haré siempre que tengamos un encuentro.

Tienes mi palabra de que solo yo te veré.

No compartiré ningún material tuyo, si en algún momento lo dejamos, si me pides que borre los videos lo haré.

Si no te parece bien lo dejamos en este momento y no pasa nada.

¡Ser grabada desnuda! Otro torpedo directo a la línea de flotación que hizo blanco en la cada vez más húmeda entrepierna de la joven. En cierto modo lo esperaba, era una constante en los relatos de El Autor que esto ocurriese como también que las protagonistas femeninas dieran el consentimiento explícito a ese tipo de requerimientos. Una vez rota la primera barrera del pudor, ya no tenía dudas, quería entregarse por completo, ser realmente importante para alguien. Deseaba convertirse no sólo en una ninfa sino en la mejor de ellas. Se sentía como la protagonista de una de aquellas historias fantásticas que él escribía y ella con tanta avidez leía. Verbalizó la única respuesta que su mente podía dar por válida en esos momentos:

– Está bien –respondió con timidez.

– ¿Está bien…?

– Está bien, señor.

– También deseo que, al principio de todas nuestras conversaciones, separes las piernas tal y como estás ahora, ¿entendido?

– Sí señor.

–  Debes hacerlo siempre, independientemente de que yo te vea o no.

Sí señor.

– Ahora que ya está todo claro, tócate para mí, preciosa –le ordenó.

La chica asintió, reforzando de este modo sus palabras a la vez que se infundía ánimo. Temblaba, más no de vergüenza sino de temor por no hacerlo bien, por no estar a la altura de una verdadera ninfa. Sabía que él detestaba a las primerizas, tal vez debería haber perfeccionado su técnica antes de lanzarse a la piscina. Sus manos se dirigieron a sus senos, apretándolos con ganas, sus pezones se sentían muy duros. Siguió con sus eróticos movimientos que, aunque torpes, no estaban exentos de picardía. Leía en la pantalla las indicaciones del maduro, nerviosa, y tan excitada que sentía que ardía por dentro al complacerle. Cuando recibió la orden llevó sus dedos a su coño, apretando su clítoris y una serie de tiernos gemidos se escaparon de su boca mientras se frotaba. Quiso morirse de gusto sabiéndose observada por su escritor favorito.

– Eso. No te contengas, sácalo todo. Quiero que te corras para mí.

Los jadeos crecían en volumen exponencialmente a los tocamientos. Cada roce en su botón producía un eco en su garganta. La Ninfa no pensaba, solo actuaba, más bien obedecía uno tras otro los designios de hombre maduro y experto que la estaba elevando hasta el cielo. Cada nueva orden suponía una inyección de placer, incluso tenía la sensación de que su interlocutor lo estaba disfrutando tanto o más que ella hasta que cayó sobre ella un mar de agua helada en forma de comentario seco e impersonal, un hachazo que rompió la magia de un plumazo, cortando de raíz su inminente orgasmo:

– Me aburro, eres como las otras.

 La Ninfa se vio perdida. Dejó de tocarse de inmediato. Sintió vergüenza de sí misma, cerró las piernas e incluso cruzó ligeramente los brazos tapando su pecho. Su ya de por sí baja autoestima cayó por los suelos. Estaba claro que no había dado la talla, no era lo suficientemente interesante como para ser la musa principal y única de El Autor. Como una niña haciendo pucheros apartó la mirada para que él no notase que estaba a punto de echarse a llorar. Resignada, estaba convencida de que él cortaría la comunicación de un momento a otro y comenzó a sentir un dolor agudo en el pecho y a temblar ante el inminente rechazo.

– ¿Tienes algo que puedas meterte por ahí?

Un rayito de esperanza apareció entre los nubarrones que se cernían amenazantes en la mente de la adolescente. Sus ojos se abrieron de par en par. Todavía no estaba todo perdido. Anhelaba entregar su virgo a alguien especial, alguien único, alguien que la hiciera sentir diferente al resto del mundo, alguien como El Autor, en definitiva. Que lo hiciese estando a su lado o separados centenas de kilómetros era un detalle insignificante, solventable gracias a la tecnología y al deseo. Él sería el elegido, no podía imaginar alguien mejor con el que iniciarse. Poco menos que brincó de su asiento eufórica en busca de su juguete aún por estrenar.

– ¡Espere un momento!

-          Señoooorrrr…

-          ¡Espere un momento, señor!

Febril, buscó el objeto que tantas veces había contemplado. Lo sacó de su empaque haciendo trizas el envoltorio plástico a dentelladas, volvió a su asiento y se lo mostró al hombre tan satisfecha como coloradas eran sus mejillas en ese momento.

– Tengo esto, señor.

Una perla de esperma escapó de su dulce encierro, navegó por el meato y cayó lánguidamente por el cipote del adulto hasta unirse a sus hermanas derramadas con anterioridad. La zorrita era una caja de sorpresas, ni en la más húmeda de sus fantasías habría podido imaginar que una princesita de papá como aquella dispusiese de un juguete sexual tan morboso. El día no hacía más que mejorar por momentos.

– ¡Perfecto!

Ahora sí, vamos a jugar.

A ver si lo haces mejor que las otras.

Mámalo.

-          Sí, señor.

Notó cierta dificultad en el rostro de la chica, quizás estaba yendo muy rápido, pero la estrategia de ir a saco, estaba claro que funcionaba a las mil maravillas con ella.

Con sus piernas descansando sobre los brazos del asiento la Ninfa comenzó a juguetear con el pene falso dentro de su boca. Sabía a plástico, a nuevo y a algo más. Intentó no recordar cómo su propia prima, la autora de tan íntimo regalo, le enseño a utilizarlo metiéndoselo hasta el fondo delante de ella. Poco a poco, conforme fue chupándolo con más soltura, le fue tomando el gusto a su textura tersa y gelatinosa, suave y a la vez firme de recién estrenado juguete sexual. De vez en cuando los ojos se le iban a la pantalla, esperando una nueva orden que cumplir. Creía que lo estaba haciendo bien pero después del demoledor comentario ya no lo tenía tan claro. Debía darlo todo.

El Autor examinaba la cara de la joven mientras el artilugio de látex iba y venía entre sus labios. Era evidente que no tenía excesiva experiencia, a menudo se jalaba mucho más dildo del que podía abarcar. Cuando esto sucedía se le hinchaba la glotis y las lágrimas amenazaban por caer a lo largo de sus mejillas. Era especialmente erótica en esos momentos y verla pasarlo mal hacía que su polla se le pusiera todavía más dura.

–  Más, más adentro.

No te detengas hasta que yo te lo diga.

Y sobre todo mírame y no dejes de tocarte.

Recuerda que te estoy grabando.

Fóllate la boca.

Con la capacidad de hablar mutilada asintió y se puso a la tarea con ímpetu. La arcada le sobrevino de forma inmediata. El exceso de saliva abandonó su boca resbalando por la comisura de sus labios tras la convulsión.  La falta de aire le gastó una mala pasada. El Autor adivinó sus intenciones y cortó la rebelión de raíz

–  No lo saques, no lo saques, bonita.

Continúa hasta que yo diga.

Sé dura.

La cabecita de la niña asintió de nuevo tras lo cual volvió a la tarea encomendada.

Los siguientes minutos fueron una sucesión de espasmos, sonidos guturales, babeo excesivo y lágrimas hasta que cuerpo de la Ninfa ya no dio de sí y expulsó el falo sintético junto con lo ingerido en el almuerzo, trufando  su torso y buena parte de su vientre desnudos de una sustancia maloliente y viscosa.  La adolescente comenzó a toser, llevándose las manos a la garganta para intentar recobrar el aliento de forma inútil. Su cara descompuesta era un poema

La verga de El Autor estaba a punto de reventar. Hacía mucho tiempo que deseaba ver algo así y ni en sus más húmedos sueños hubiera podido imaginar que iba a ser una chiquilla tan tierna la que iba a cumplir una de sus fantasías más sórdidas. El tipo eyaculó como un mandril en celo delineando una traza de esperma que, brotando de la punta de su verga, cruzó el teclado de su ordenador para aterrizar en una de sus dos pantallas, precisamente en esa en la que la adolescente cumplía sus deseos.

Tras la abundante corrida, con el semen todavía cayendo gota a gota del extremo de su cipote, el primer impulso de El Autor fue arrepentirse, abortar la misión e interesarse por ella, pero su lado oscuro volvió a vencer y tecleó algo inconcebible para el común de los mortales.

– ¿Quién te ha dicho que te detengas, putita?

Continúa.

A ella le dolía todo. El abuso contra su garganta había sido intenso. El pecho le molestaba cada vez más e incluso en un par de ocasiones su vista se nubló. Aun así, su convicción era férrea: estaba dispuesta a todo por conseguir su objetivo.  Con cierta dificultad se hizo con el juguete y se lo llevó de nuevo a la boca.  Con el estómago vacío le fue más sencillo forzar su glotis y de su maltrecho cuerpo ya solo brotaron babas gelatinosas cuando el juguete traspasó su garganta. Conforme iba mamando, se sentía mejor, más entregada a la causa, aunque no podía dejar de llorar de pura vergüenza.

–  Ya es suficiente.

Has estado muy bien, Ninfa.

Ninguna antes lo había conseguido hacer a mi gusto.

– Gra… gracias señor

Apuntó la joven limpiándose el cuerpo de vómito como pudo con las manos.

 –  Ahora haremos lo mismo con tu coño.

El Autor estaba entusiasmado con su nuevo juguete. Tanto que creyó que las lágrimas que brotaban de los ojos de la chiquilla eran debido al vómito todavía. Ni siquiera se le pasó por la cabeza que pudieran ser causadas por sus desproporcionados excesos. Estaba como poseído, dominar a otra persona era adictivo para él. Nunca tenía bastante, siempre quería más.

Ella, en cambio, se sentía extrañamente satisfecha. Físicamente estaba hecha mierda, pero su ánimo volaba por las nubes. Las palabras de aprobación le habían infundido fuerzas. El adulto parecía satisfecho y, si él lo estaba, ella también. Por lo visto era la mejor con la boca y el siguiente objetivo estaba claro: serlo en todo lo demás.

– Sí, señor.

La Ninfa se colocó en posición de ataque. El falo sintético no era excesivamente grande pero sí lo suficiente como para causar estragos en una vulva primeriza como la suya. Sopesando estaba la mejor manera de abordar su iniciación cuando El Autor, siempre oportuno, solventó sus dudas:

– Mételo, de un golpe seco. Lo quiero lo más adentro posible desde la primera vez. ¿Entendido, princesita?

–Sí, señor.

– Pero antes mejor será que te pongas las braguitas en la boca,

no queremos que se alarme todo el barrio.

Deseo que seas muy violenta,

estoy cansado de chicas reprimidas.

–Como desee, señor.

 – Hazlo.

No fue necesario nada más, su mente sólo contemplaba la opción de obedecer. Tras introducirse la prenda íntima en la boca, separó sus piernas todavía más, el crujido de su cadera no la frenó. Agarró el dildo con las dos manos, lo enfiló por los albores de su entraña virgen, entornó los ojos y se inmoló siguiendo las instrucciones al pie de la letra pese a que estaba convencida de que su vagina primeriza jamás sería capaz de albergar semejante torpedo conforme a los deseos de El autor. Para su sorpresa, su coño juvenil estaba tan lubricado por el trato recibido hasta entonces que asimiló la punta del cipote con soltura, con ganas, poco menos que succionándolo por sí mismo hasta un cuarto del camino. A partir de ahí ya fue otro cantar. La ruptura de su himen fue bastante más intensa que un pellizco o “una regla”, que es lo que le había anunciado su prima que sucedería. En realidad, fue lo más parecido a una cuchillada trapera lo que sintió en el bajo vientre. Aun así, no se detuvo hasta que tuvo el objeto en su interior, chillando como una posesa, con las bragas en la boca a modo de sordina ni tampoco después.

– ¡Para, para, para!

¡Cuando te diga que pares, para joder!

Ella separó las manos del juguete y, quitándose la mordaza, preguntó:

– ¿Qué… qué sucede, señor? ¿No lo hago bien?

– Lo haces de puta madre, pero… 

¿Qué es eso? ¿Sangre?

¿Acaso tienes el periodo, Ninfa?

– No, no señor.

El Autor dejó de tocarse y haciendo buena esa máxima que dice que, una vez descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad, exclamó:

– ¡Eres virgen! Bueno, lo eras.

La chica, sabedora del poco aprecio que El Autor profesaba por las chicas de su condición, se tapó la cara con las manos, muy avergonzada al saberse descubierta.

Por el contrario, él estaba consternado, aunque tampoco era un cínico. A la vista estaba que su nueva compañera de juegos era insultantemente joven, pero había inferido que, siendo como era una ávida lectora de sus relatos, tendría sobrada experiencia en todo lo referido al sexo. Obviamente no era así. La había tratado como basura siendo como era poco más que una niña.

– ¿Y por qué no me lo dijiste?

–  No me preguntó señor.

– ¡Debiste decirme! – escribió bastante alterado - ¡No te hubiera ordenado que lo hicieras de esa forma, joder

– Lo siento –musitó llorosa-. Soy una tonta. No sirvo para nada.

–  Mujer, no digas eso.

Ha sido increíble.

Será mejor que lo dejemos por hoy

–  No… no, señor.

El adulto estuvo a punto de hacer ver a la joven que era él quien dictaba las normas. Aun así, se apiadó de ella y, rompiendo el protocolo, preguntó de forma amable y condescendiente:

–  Ninfa, ¿de verdad quieres seguir?

No es necesario, de verdad.

Has estado fantástica…

En lugar de contestar ella se sorbió los mocos, colocó sus bragas en su boca, apretó los dientes y retomó la maniobra percutora con renovados bríos.

El Autor dejó de tocarse, tras varias descargas desaforadas su pene ya no daba más de sí. Ya habría tiempo de hacerlo de nuevo, cuando revisase lo grabado, durante la madrugada. Prefería ver a la adolescente dándose placer. El espectáculo que tenía en pantalla era soberbio. Nervioso, amplió el encuadre cuanto pudo y se recreó la vista con las evoluciones de la Ninfa. Cada detalle que descubría de ella le parecía más morboso que el anterior: ojos en blanco, hilitos de sudor recorriendo su cuerpo, pechos turgentes, pezones puntiagudos amenazando con salir disparados hacia el infinito y, sobre todo,  el contundente pene de látex entrando y saliendo de su menudo sexo estucado con restos de himen y sangre.

Con todo lo mejor estaba por llegar: el primer cénit de la Ninfa fue algo que El Autor jamás podría olvidar. De repente la chica dejó de estimularse. Se quedó quieta como una estatua de sal hasta tal punto que el adulto pensó que le había pasado algo. Tras unos momentos de tensa espera la lolita utilizó ambas manos para separar sus labios vaginales frente a la cámara y así, abierta por completo y con su juguete sexual inserto hasta la empuñadura, explotó en forma de espray ante la atónita mirada del adulto. No fue uno ni dos, fue capaz de contar hasta cuatro contundentes chorros de flujo los que salieron disparados de la menuda entrepierna y, tras ellos, varios borbotones más menos potentes, pero igual de copiosos. Permaneció así un buen rato, abierta de par en par, con los flujos resbalando por sus muslos y sintiendo el latido de su corazón enfermo y acelerado en su pecho.

Un bramido a modo de timbre lejano rompió el hechizo. La chica se levantó como un resorte y, sin mediar palabra, cerró la conexión a toda velocidad.

– ¡Madre mía! –exclamó El Autor cuando su pantalla se oscureció.

Todavía permaneció en shock un buen rato. No podía dar crédito a lo que había sucedido. De hecho, tuvo que revisar lo grabado para convencerse de que lo ocurrido no era un sueño. Se estiró un poco en la silla frente al ordenador, sudaba como nunca, tenía las dos pantallas llenas de su leche y el teclado o el ratón no había corrido mejor suerte. Estaba literalmente seco.

Minutos después, tras una reparadora ducha, analizó lo ocurrido más fríamente. Estaba claro que, con la Ninfa, le había tocado la lotería.  No tenía idea de lo que buscaba aquella cría, pero era evidente que estaba pillada por él. Sólo eso podía justificar lo que había hecho, cómo le había entregado no solamente su cuerpo sino también su virginidad.

En teoría todo era perfecto. El destino le había proporcionado un nuevo juguete, una tierna adolescente todavía por pulir con infinito potencial, un cuerpo de escándalo y unas ganas de experimentar de lo más excitantes. De haber sido un depredador sexual al uso el plan a seguir estaba claro: convertirse en su Amo, corromperla por completo, obtener de ella todo el material posible, exprimirla como un limón y luego deshacerse de ella sin el menor escrúpulo o incluso venderla al mejor postor cuando se aburriera. Lo más difícil estaba hecho, una vez obtenidos sus nudes todo lo demás vendría solo ya fuese de forma voluntaria o no.

El problema es que El Autor no era un Amo dominante. Ciertamente lo había intentado varias veces como inspiración para algún relato. Y no es que las chicas se echaran atrás ni mucho menos, sino que esa maldita vocecita que tenía dentro, esa que le decía que aquello no estaba bien, le iba minando poco a poco hasta hacerlo desistir. Él no era así. No era un santo eso quedaba descontado, pero tenía normas y las cumplía siempre. Se preocupaba demasiado por las chicas y eso era incompatible con el rol Amo-sumisa.

Una vez editado el video lo guardó convenientemente encriptado en su disco externo. Lo hizo en una carpeta llamada Ninfa, cayó en la cuenta de que, en realidad, ni siquiera conocía el nombre de pila de la chica. Se fijó en el resto de las carpetas, había un buen puñado de ellas. En otro tiempo estuvieron llenas de fotos, vídeos y notas. Ahora estaban todas vacías. Apagó el ordenador y se dirigió a su habitación para dormir y posiblemente soñar con su particular milagro perverso.

Continuará…

 

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