"OSCURIDAD" por ALTAIS

 Saga: "El lobo". Cronológicamente tiene el siguiente orden:

Declaración de intenciones.

Ángel Caído.

Mi lugar seguro.

4 a.m.

Lobezna.

Sensaciones.

Oscuridad. (Pueden leerse individualmente o sin orden, son auto conclusivos).

Decir que llevaban unos cuantos días nerviosos sería decir poco, Ekaitz tenía una forma de ver el mundo un tanto peculiar, la cual en general terminaba dándole dentelladas a su ángel de ojos castaños. Amaia era una chica en exceso sensible, resultaba un poco inaudito que dentro de esa sensibilidad anidara esa fogosidad que nunca se extinguía, podía remitir un poco la intensidad, pero jamás se apagaba.

Tenían dos problemas constantes, aunque, no podrían tipificarse en problemas como tal, sino en pequeños desperfectos que tendían a mancillar un poco su vínculo. El primero radicaba en su recién descubierta posesión; el lobo era en exceso celoso, le gustaba presumir de su chica, que todos supieran que era enteramente suya. Lo que no toleraba, y consideraba una falta de respeto, era aquellos individuos que se atrevían a ir más allá de la cordialidad y osaban con intentar ligarse a su princesa.

Era imposible no engancharse a esa chica, tenía una mente tan despierta e inquieta, que terminaba siendo adorable y generaba un instinto innato de querer poseerla, de guardarla para sí y de enterrar su miembro ardiente lo más profundo posible. El cuerpito menudo de Amaia era vicio puro, pero lo que más le excitaba al lobo era su entrega total y su necesidad constante de sentirse de él. Eso le hacía despertar todas sus alertas, no podía bajar la guardia ante esos pseudo lobos que pretendían derrocarle. No desconfiaba de ella, más no llevaba bien que otro le dijese el más mínimo apelativo cariñoso y ella le regalara una de sus sonrisas.

Lo tuvo claro desde el principio, y con el tiempo afianzó ese postulado; Amaia era en exceso dependiente, lo cual le generaba una gran inseguridad a ella, temía ser demasiado asfixiante. Lo que la chica no entendía, es que esa necesidad desmedida lejos de repelerle, le hacía sentir halagado, importante y hasta cierto grado, le excitaba. No podía evitar un ligero endurecimiento al ver su chat a reventar, o al llegar a casa y ver esos ojitos tristes brillar y saber que él era el responsable de ese brillo. Jamás admitiría que hasta cierto punto le había convertido en un mimoso.

A pesar de llevar toda la mañana, rodeado de sus amigos, no dejaba de analizar los días anteriores. Sus últimas sesiones de sexo habían pecado en el exceso. Muy, muy intensas, guarras, llenas de lascivia. De ese sexo tan placentero que deja todo el cuerpo adolorido. Sin embargo, Amaia estaba sensible, lo cual no resultaba del todo una buena combinación. Le importaban sus sentimientos y no se perdonaría que se sintiese un simple juguete sexual. Lamentablemente le podía el deseo, le era imposible contenerse con su princesa y a veces era demasiado duro. No se arrepentía, ambos necesitaban ese nivel de intensidad o sabía que se quemarían, por otro lado, era consciente que también debía brindarle seguridad.

La noche anterior habían tenido una especie de discusión, por una nimiedad, lo que provocó que ella estallara, ¿Cómo iba a saber él que acababan de desahuciar a su mascota? Y ese fue el preludio de ese pequeño desastre. Eso derivó a su pequeña ninfa, muy enfurruñada y llorosa, atrincherándose en su despacho. Al notar la ausencia de su perrito de peluche, sin el cual ella no podía dormir, supo que sería una fría y solitaria noche.

La mañana no fue mucho más productiva. Amaia había desaparecido, para su alivio su mochila y el peluche seguían en el despacho, señal inequívoca que tarde o temprano volvería. Si ella quería jugar a las escapadas, que lo hiciera, sin él. Comprenderla se convertía en un desafío, era un hombre simple y práctico para la mayoría de las cuestiones. Tras un breve roce por el WhatsApp decidió dejarla a su aire.

Se engañó a sí mismo, aparentando estar bien, la verdad es que estaba preocupado. Pocas cosas le alteraban, pero al saberla Dios sabe dónde sobre su moto le generaba una gran ansiedad. Amaia vagaba con la moto sin percatarse de las direcciones y generalmente se perdía, en el sentido literal de la palabra. Una vez le llamó en plena noche porque se quedó sin combustible y para rematar solo los entes superiores entendería como había ido a parar a Vitoria, agradeció a su estilo de vida atlético porque si su corazón no estuviese sano lo más probable es que le hubiese dado un infarto. Desde ese día establecieron la regla de que, a pesar de estar enfadados, su chica tenía la deferencia de dejarle mensajes, y de ser posible, la ubicación. Después de las notificaciones de rigor, llegó ese mensaje que tanto aborrecía, en el cual anunciaba que se quedaba sin batería.

Declinó por centrarse en la reunión, echando en falta los constantes pucheros de su niña, Amaia a sus veintes no dejaba de desprender ese halo de inocencia que tanto le gustaba. Seguía siendo tan joven y a pesar de haber pasado por tanta mierda aún guardaba ese halo de pureza, una luz que se veía consumida por un ser oscuro como él. El momento más complicado era llegar a su casa, darse de bruces con la oscuridad, poco a poco se había acostumbrado a que la presencia luminosa de su princesa llenara cada rincón, convirtiendo en esas paredes en un hogar. Con sus pequeños detalles y pertenencias desperdigadas. Decidió dejar la sala a oscuras, le inquietaba su ausencia más que en otras ocasiones.

A eso de medianoche el tintineo del molesto llavero de Naruto del cual colgaban las llaves le devolvió la paz a su mente. Casi siete horas sin saber de ella le resultaba tormentoso. Notó el sobresalto en su pequeña al verle sentado en la oscuridad.

– ¿Estás bien? –susurró esa dulce y melosa vocecita.

– Sí, ¿cenaste?

– Sí, me detuve en un bar de regreso y he comido algo.

– ¿Estamos bien?

– Sí, ¿por qué no lo estaríamos?

– Siempre que llegas de tus paseos saltas sobre mí, llenándome de besos. No me has llamado Papi… desde ayer –musitó con el ego herido.

– Lo siento –Amaia se aproximó a él, pero antes de que pudiese hacer o decir algo más, la atrapó entre sus brazos.

– Por favor, procura cargar el móvil antes de salir, no tolero el no saber si estás bien. Luego me pongo nervioso y cuando estoy nervioso digo muchas tonterías.

– Disculpa, papi… no volverá a suceder. Te extrañé.

– Vamos.

– ¿A dónde?

– A nuestra habitación, llevamos unos días de mierda y necesito sentirte mía.

– Sí, sé que necesitas follarme –soltó a mitad del pasillo.

– No. Necesito hacerte el amor y saber que estamos bien, bien en verdad. Lo haremos suave, quiero que te sientas mía y lo goces. Que notes cómo papi entra en ti lentamente y te da paz. Que te sientas llena de mí. Y que nuestros fantasmas se mantengan alejados de nosotros.

– Si, papi –susurró con el corazón encogido, expectante y excitada.

Amaia amagó con encender la luz, pero Ekaitz se lo impidió, conduciéndola directamente a la cama.

– Sin luz –le susurró al oído–. Déjame sentir el tacto de tu piel. Disfruta de sentirte mía así.

Con la habitación en tinieblas, las respiraciones se aceleraron, poco a poco la ropa fue cayendo y se hizo a un lado, para no estorbar. Ekaitz siendo tan conocedor de ese cuerpo que era suyo también, no perdió el tiempo. Una de las cosas que más hacían disfrutar a su ninfa era él sentirle sobre ella. Sin importar la postura. El sentir su peso le daba un nuevo plus de entrega.

Tiró suavemente de los pezones lo que le regaló el primer gemido de la noche, este se vio silenciado por sus labios. Quién le diría que se volvería casi un mimoso, eso atentaba contra su esencia de lobo solitario, pero que le dieran, era su lobezna y ahora formaban una manada.

Siguió besándola, al tiempo que hacía presión sobre su cuerpo. La justa para acomodarse entre las piernas y sentir el calor que manaba del cálido tesoro que se resguardaba en esas braguitas amarillas que tanto le fascinaban como le quedaban a ella. Amaia se retorcía debajo de él, ansiosa como de costumbre, buscando eliminar cualquier separación entre sus cuerpos.

Le costó un par de intentos bajarle las braguitas, su princesa se negaba a separar sus labios de los suyos y mucho menos sus pieles. Los duros pezoncitos se clavaban sobre su pecho. Era tan guapa y más cuando gemía para él, solo por él. Bueno… y para su vecino octogenario que seguramente de poderlo se pajearía escuchando los acaramelados grititos de su niña.

Ambos tenían una especie de regla velada, sobre el uso de sus nombres, pero en ese momento lo necesitaba, necesitaba gruñir esas letras, tomarla por completo y a riesgo de causar una pequeña querella, se atrevió.

– Amaia… ¿de quién eres? –pudo sentir el pequeño jadeo que emergía de los labios de ella, su miembro rozó el cálido coño, que se sentía tan caliente que amenazaba con derretirle.

– Soy tuya, Ekaitz –jadeó.

– Eso es, eres mía –en contraste con sus formas habituales, entró lento, muy lento, quería que sintiese como cada centímetro de su mástil se enterraba hasta lo más profundo, reclamándola para sí. No se cansaba de escucharla, como se entrecortaba su respiración justo antes de desbocarse, acompasada de sus gemiditos en aumento.

La calidez de ese coño veinte años más joven derretía por completo su maduro miembro. Se había sumergido en una buena cantidad de sexos durante muchos años, pero ese coñito, en específico, tenía algo que le enloquecía. Estrecho, muy húmedo, con esos espasmos que apretaban su cipote. Y, sobre todo, la predisposición de esa cueva cálida de alojarle sin intenciones de apartarse. A ambos les generaba por irónico que pareciese, una paz desmedida el tener sus sexos unidos, como una especie de comunión mutua y tranquilizadora.

Amaia trabó sus piernas alrededor de su cadera, mientras se dedicaba a jugar con sus pezones, lamer y mordisquear su cuello y en especial besarla. La cópula era lenta, pero profunda, no perdía en intensidad, solo en velocidad. Las contracciones del pietro coñito y los flujos rebosantes bañaron su polla, tuvo que hacer un ejercicio de autocontrol para no dejarse ir. Todavía no, cada vez que entraba en ella buscaba prolongarlo lo máximo posible.

Las garritas de su lobezna se clavaban en su espalda, las palabras entrecortadas iban y venían. Adoraba la forma en que su coñito imberbe se tragaba su miembro. Pudo percibir el cambio en los gemidos, lo que le hizo aumentar ligeramente la intensidad, el cambio en su respiración también fue notorio.

La sensación de sus pieles sudorosas rozándose, la mezcla de olores inequívocos de una buena sesión de sexo, le inundaron por completo, llamando a liberar al lobo. Optó por sujetar sus manos con las de Amaia, entrelazando sus dedos por sobre la cabeza de esta. Justo antes de hacerlo, sintió los finos y delicados dedos acariciando la pulsera que le identificaba como suyo y el corazón le ardió en sensaciones y emociones. Joder, claro que adoraba a esa chica a quien tenía que decirle constantemente que la quería y de la cual se había acostumbrado a sus mimos y le ardía cuando se los negaba.

Retiró su miembro hasta dejar solo la punta rozando los húmedos labios, solo para volver a metérselo lento, muy lento. Las coquetas uñas de ella se clavaron en sus fuertes manos. Se veían tan pequeñas atrapadas entre las suyas. Todo en ella era fino y delicado, lo cual le excitaba de sobremanera, eso se trasladaba a ese pequeño coño que disfrutaba reventando con su polla, le apretaba tanto que solía sentirse como un coñito primerizo, lo cual no dejaba de fascinarle.  

Se concentró en no romper la cadencia, lo duro de los pezones era signo inequívoco de que sus sospechas estaban por verse corroboradas. El otro punto a favor eran las lagrimitas que brotaban de sus ojos. Que sensible era su princesa, hasta para gestionar el placer.

– ¿Lo sientes? ¿Sientes como papi entra en ti? –le dijo con sus labios casi pegados a los suyos.

– Sí papi –jadeó ella.

– Nunca olvides esta sensación, siente como eres mía y así siempre que no esté a tu lado recordarás que eres mi princesa complaciente. Sabes, lo que busco, dámelo Amaia, es mío. Sé que quieres dármelo, mi niña.

– Papi –ese tipo de frases solo lograban que ella se entregase más todavía, lo sintió tan intenso que solo podía dárselo. Solo a él.

Amaia tenía un tipo de orgasmo muy intenso, que la dejaba devastada, pero solo lograban conseguirlo mediante la masturbación. Ese orgasmo era música para sus oídos, era la entrega máxima de su placer y podía jactarse de ser el único hombre en haber disfrutado de este. Esos espasmos que solían atrapar a sus dedos con tal intensidad que los labios del coñito parecían una guillotina alrededor de sus falanges amenazaban con repetirse, pero con algo mucho más grueso, su miembro.

Solo que en esa ocasión la entrega era tal que la chica se vio rebasada por el placer. El latigazo del orgasmo, y el gran alarido de placer, acompañado de su nombre fue simplemente glorioso, no pudo contenerse más. Mientras ella se perdía en la intensidad de su orgasmo, él hizo lo propio descargando su simiente en lo más profundo de aquel coñito, que por supuesto le pertenecía.

El cuerpo de su niña temblaba de puro gozo, y él se dejó caer, disfrutando de la intensidad que habían alcanzado. Una risa flojita de ella, le hizo saber que todo estaba bien.

 – Pero que bonita es mi princesita, pareces un angelito cuando te corres así, mía –le susurró antes de volver a besarla. La noche solo acaba de empezar.

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