"ÁNGEL CAÍDO" por ALTAIS

 

“Veo las rocas, siguen sangrando

Y, sus derrotas, vos vas pagando

Nadie que entienda ya de tu herida

Solo la noche se hizo tu amiga”.



Él la vio en medio del caos de los ordinarios, imposible no notarla. Una pequeña criatura de ojos inquietos y castaños, perdida en su propio caos, tenía demasiadas turbulencias internas como para fijarse en el mundo. Al fondo de la cafetería la vio brillar, en la discreta mesa tenía desperdigados un montón de folios a medio hacer, sobre un cuaderno trazaba con rapidez las líneas de su última creación, una taza de café con uno de esos complicados diseños de baristas protestaba por ser olvidado, amenazando con enfriarse sin ser consumido. Unos sándwiches de jamón y queso corrieron con mayor suerte y tenían varias mordidas.

A veces le frustraba no ser lo que ella necesitaba, no poder corresponder en efusividad a los sentimientos que ella le profesaba, y aunque ella insistía en que no significaba nada para él, claro que existían. Sus audífonos, unos grandes cascos la aislaban aún más del mundo. A sus pies descansaba su gastada mochila y el casco de su moto, esa chica recorría las calles de Bilbao sobre su corcel mecanizado y aquella mochila a la cual apodaba “Charlie” sobre sus hombros, todas sus cosas importantes tenían nombres, porque así era ella, especial y única.

Solía decirle en broma que envidiaba lo creativa que llegaba a ser, lo bien que escribía, o dibujaba, tenía un talento innato para la mayoría de las cosas. Le costaba ver el mundo desde sus ojos, era apasionada y demasiado sensible, iba de extremos, en un momento era un volcán de energía y con una sola frase se venía abajo.

Sus amigos lo habían arrastrado a aquel sitio, solía tener unos fines de semanas movidos, cargados de reuniones con sus amistades y ella… ella volaba por las calles, libre, acelerando a fondo para huir de sus demonios. Miró el móvil y le supo un poco mal ver tantos mensajes por parte de la chica, los cuales iban en detrimento, algunos los eliminaba y otros los dejaba para escocerle.

Por un impulso más que nada la llamó, notó como veía la pantalla del móvil y con un rápido movimiento cortó la llamada. Siguió canturreando una canción, desde la distancia no llegó a escucharla. Pero la conocía demasiado bien. Debía de estar escuchando Astros de Ciro y Los Persas, una de esas canciones que descubrió por casualidad buscando novedades en YouTube y de la cual se había enganchado, llevaba días escuchándola en bucle.

Ella bromeaba con domesticarlo, él insistía en que era libre, consciente de la falsedad de sus palabras, ya era suyo, por mucho que le costase aceptar. No pensó que podría sentirse a gusto siendo de aquella chica a la cual le llevaba más de 20 años. Fácilmente podría ser su hija. Tenían apenas cosas en común, pero podían pasar horas hablando de todo y de nada. Era guapa, condenadamente guapa, y no entendía que le había visto a él. Ella estaba perdidamente enamorada, no era una chica con demasiada suerte, y él dudaba de ser la mejor de las opciones. Claro que era un cabrón egoísta, sin embargo, aquella princesa era suya. Y ni por asomo se le pasaba por la cabeza renunciar, lo que si llevaba días reconsiderando con seriedad era su papel dentro de la vida la joven.

Admitiéndolo a regañadientes, también la quería. Le gustaba como en pocos meses había puesto su mundo patas arriba. Haciéndole sentir vivo nuevamente. No podía pensar racionalmente al tenerla cerca. Le podían el deseo y una desconocida necesidad de querer cuidar a otra persona, de procurar que dejase de sufrir un poco.

Esa misma tarde descubrió un nuevo sentimiento desconocido en su ya casi medio siglo de vida; los celos. Cuando su mejor amigo empezó a hacer comentarios poco apropiados de lo que le haría a un pibón como la morena de la mesa del fondo, le costó contenerse para no darle una buena hostia. Le supo mal, ella era su princesa y solo él podía gozar de ese deseo desmedido que emanaba de aquel menudo cuerpecito.

Vio como apuraba el café tomándoselo casi de un trago. Guardó todas sus cosas dentro de Charlie, incluyendo los audífonos, poco después se calzó el casco, la vio trastear el móvil, seguro para conectar su playlist a esa cosa. Empezaba a odiar a ese chisme, deberían prohibir esos equipos con conexión bluetooth. Guardó el móvil en su cazadora y la abrochó a consciencia. Todavía hacía demasiado frío como para ir por las calles en moto, solo que eso a ella le daba más o menos lo mismo.

Dio un pequeño salto de su asiento al verla arrancar y lo primero que presenció al encender el motor era como casi chocaba con un coche. Su corazón se disparó ante la posibilidad de que saliese lastimada, el ruido del motor de la moto se perdió en medio de esa movida tarde del sábado en Bilbao. Pasó el resto de la tarde con sus amigos, luego llegaron a un bar a ver el partido de la jornada, pero en su mente no dejaba de pensar en ella ¿Dónde estaría? ¿Por qué no contestaba sus mensajes?

“Giros violentos, aún no se sienten

Quizá te azoten cuando te encuentren

Sobre su vientre estás parado

Te tocó el tiempo que te ha tocado”

En parte le alivió recibir aquel verso inconexo y también le desesperó no encontrar la forma de tender el puente para que volviese a su lado. Le frustraba no saber cómo hacerla sentir mejor, buscar la forma de sonriese de nuevo. Cayó en cuenta que quería a esa pequeña criatura en su día a día, que ya no podía pensar en un mundo sin su sonrisa o aquellos ojitos tristes que lo miraban con devoción. Junto al verso iba una imagen de un hombre lobo aullando a la luna, pensó que se trataba de alguna imagen bajada de la nube, después reconoció la firmita medio oculta de la artista.

Poco antes de la medianoche el timbre anunció esa visita que llevaba esperando, pues se había encargado de invertir los papeles, llenando su móvil de mensajes tontos. Nada más entrar, pasó de él y se dejó caer en el sofá. Completamente derrotada.

– Disculpa, no son horas de visita –convino ella con la voz monótona. Maldijo al verla tan pequeña e indefensa.

– ¿No viste mis mensajes? Estas molesta conmigo…

– ¿Qué? No, no. Me quedé sin batería –se encogió de hombros, ese gesto tan infantil y constante de su personalidad–, tú tienes tu mundo, no puedo pretender inmiscuirme en él. Tienes tus prioridades y eso.

– Tu eres mi prioridad –le dijo plantándose frente a ella.

La chica elevó la mirada, extrañada, procesando las palabras. Sacudió la cabeza como si se cerciorara que no se trataba de un juego de su cansada mente. Se sentó a su lado, su mano acarició con tesón el terso mentón.

– Te quiero –soltó el de repente, y ahí estaba, lo había dicho, por fin.

– No digas eso –replicó ella con los ojos humedecidos–, no digas eso, sabes lo que significa para mí. Si lo dices te querré para siempre y tú me dejarás.

– Eres mía y yo soy tuyo. Eso es un hecho. Me fastidia admitirlo, pero es así. Hace años que no me importaba nadie como lo haces tú. Quiero ser el hombre que necesitas. Que mereces.

Ella no apartó su mirada de esos ojos verdes, que adivinó sinceros. Tanto que el corazón se le desbocó, se sentía tan cansada de huir que la posibilidad de llegar a ese puerto seguro que le ofrecía un lugarcito se le hizo irresistible. Se lanzó sobre él, sentándose a horcajadas y buscando su boca con necesidad.

– Calma, hoy te haré el amor, ¿Vale? –comentó con la implicación que eso significaba para ambos, ellos follaban con asiduidad, pero quería demostrarle no solo con palabras la intensidad de sus sentimientos.

– Vale –susurró antes de retomar el ataque, con más calma.

Se fueron deshaciendo de las prendas que estorbaban a medida que el calor subía en la habitación. Esa guapa morena le tenía completamente hechizado, y más cuando gozaba de toda su gloria desnuda. Parecía un ángel caído. Su ángel.

Ella se enroscó a su cuerpo cuando la cargo hasta la habitación. La luz de la luna bañaba la cama ofreciéndole un aspecto muy erótico, los turgentes senos se elevaban majestuosos. Apretó con suavidad ambos pezoncitos de un marrón clarito, le encantaba lo fácil que era excitarla, o mejor aún, que solo se excitase de esa manera con él.

Sabía lo mucho que a su ninfa le gustaba que marcase el ritmo, a pesar de tener mucho carácter en su día a día, fácilmente se rendía a sus caprichos. Era su pequeña complaciente, pero no quería ser el guarro de costumbre, ya habría tiempo para una de sus sesiones a tope.

Con delicadeza le bajó las braguitas empapadas, y ella le ayudó a quitar el resto de su ropa. Iban sin las prisas características de sus encuentros y por extraño que pareciese, con la misma hambre. Tenía una necesidad insana de ella, quería hacerla muy suya, llenarla con su semen y reclamarla para sí.

– Estamos haciendo el amor, ¿de acuerdo? Eres libre de correrte todas las veces que quieras, quiero que me des todo lo que tu cuerpo pueda darme.

Le regaló una tímida sonrisa, sus ojos, la seguridad que enfundaban, le hinchaban el pecho de orgullo. Saber que ella le confiaba su cuerpo tanto como su corazón le hizo quererla aún más. Se tumbó a su lado y la arrastró sobre su cuerpo, ella captó inmediatamente el mensaje, le ofreció su coñito palpitante y no tardó más que un par de segundos antes de llevarse su miembro a su deliciosa boquita.

Esa boca hacía maravillas, le fascinaba como chupaba con esa devoción, quería concentrarse en ambos placeres, a medida que succionaba el hundía su lengua, besaba su clítoris, con un suave mordisquito al botón el primer chorro de su deliciosa fuente le regaló su preciado elixir.

Sus suaves jadeos eran apenas acallados por su polla en sus labios. Su cabeza iba y venía con ganas, buscando su premio y no se hizo de rogar, le era imposible resistirse a esa boca de infarto.

– ¡Princesa, sale! –apenas logró articular antes de que los espasmos de su miembro inundaran la boca de su chica, que se tragó hasta la última gota.

La atrajo a su lado, y pasó los siguientes minutos acariciando su cuerpo. Una sonrisa traviesa de su parte le avisó a ella antes de que sus dedos la invadiesen, automáticamente se abrió de par en par.

– No, ciérralas, sé que así te da más placer. Usa mis dedos para ti, son tuyos –le dijo entre beso y beso.

La jovencita no perdió el tiempo aprisionando sus dedos, moviendo sus caderas con entusiasmo sus gemidos se veían opacados por el forcejeo entre sus lenguas. Con dos de sus dedos enterrados en la prieta intimidad, no le costó mucho hacer que se corriese otra vez.

Con cuidado retiró los dedos empapados y los llevó a sus labios, deleitándose con el sabor de su princesa. Era justo lo que necesitaba para volver a endurecerse. La colocó de lado y como siempre mimosa, se dejó hacer. Levantó un poco su pierna para invadirla desde atrás. Se inclinó hacia ella, entrando muy profundo, a la vez que su mano colocó sobre su pecho, amasando sus senos con suavidad, erotizándola. Sus labios se fundieron con su cuello. Quería todo de ella. Y cuando su mano juguetona bajó hasta rozar su clítoris, se corrió nuevamente.

– Más –musitó llorosa–. Por favor, dame más rápido, quiero que me llenes con tu leche.

– Lo que desee mi niña.

Aceleró el ritmo, con cada arremetida su pequeña ninfa le pedía más de sí y quería dárselo todo. La acomodó debajo de él, quería verla, que sintiese la conexión única que existía entre ellos. Con ese orgasmo quería que ella entendiese que cada fibra de su cuerpo le pertenecía.

– Mírame –le pidió mientras aumentaba sus movimientos–. Te… quiero… princesa… –con cada estocada balbuceaba esa frase.

– Te quiero… –musitó ella, llorosa por el placer que experimentaba.

Se inclinó sobre ella, dejando que su peso la aplastase un poco y aumentando su mete-saca rápido y profundo. Atrapó nuevamente sus labios y fundiéndose en un intenso beso, un orgasmo indescriptible los arropó a ambos. Llevándose sus fuerzas, un minuto después de llenarla por completo, todavía podía sentir los espasmos de aquel coñito que le pertenecía por completo.

– Mía.

– Mío.

– Ya no tienes por qué irte, quédate princesa, prometo que te cuidaré –y con esa promesa sellaron su particular relación con un beso cargado de un amor único, solo de ellos.

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