“CLARA... SABE ” por KAMATARUK



Ana no era joven, pero era audaz y se movía siempre al compás, al compás que dictaba su coño, principalmente. En su día y de manera más o menos habitual compartíamos turno en el servicio de ambulancias del hospital Arnau Villanova, a las afueras de Lleida. Era un trabajo jodido, mal pagado y duro, muy duro. Había que ser fuerte mentalmente o estar un poco pasado de vueltas para no venirse abajo en ese sitio. De hecho yo llevaba meses solicitando un cambio de destino pero mi instancia estaba sumergida en la burocracia y no tenía visos de llegar a buen puerto.

El trato con ella era de todo menos fácil; era tan competente en su trabajo como imprevisible fuera de él. Había días, los menos, en los que todo era jolgorio y alegría tras el servicio aunque el paciente atendido estuviese a punto de pasar al otro barrio o ya estuviera en él; había otros, los más, en los que entablar una conversación con ella más allá de lo estrictamente profesional era toda una odisea durante el trayecto de vuelta a la base.

Ana tenía un físico imponente y más a los ojos de un fornido veinteañero con las hormonas a flor de piel como era mi caso por aquel entonces. Decirle bonita era quedarse corto: alta, rubia, esbelta…era sencillamente espectacular el cuerpo de Ana. Alguien me la describió como la versión humana de una dragona y no puedo estar más de acuerdo. Señorial, dominadora, imprevisible y con un fuego interno que, cuando salía al exterior, arrasaba con todo.

Acompañaban a sus suculentos labios unas pupilas claras en las que era fácil sumergirse y pecar y una lengua mordaz capaz de ponerte a parir o llevarte al paraíso según su antojo. Por ponerle algún pero, tal vez andaba corta de delantera; sin embargo, la forma hipnotizadora con la que movía las caderas al caminar convertía aquella insignificante desventaja en una mera anécdota. Estaba buena de cojones y era perfectamente consciente de ello: sabía sacarle partido a su cuerpo. Pese a que nuestro uniforme de trabajo no tenía nada de favorecedor le era tremendamente sencillo ruborizar a los conductores maduros con sus insinuaciones y calentar a los jovencitos recién llegados al hospital con sus tocamientos aparentemente inocentes.



Cuando Ana quería algo lo cogía, lo usaba y luego lo tiraba sin remordimiento y actuaba del mismo modo con las personas. Si estaba de buenas era directa, obscena y ardiente. Si estaba de malas… era mejor no cruzarse en su camino ya que estallaba en ataques de ira sin venir a cuento.

El hospital era un nido de víboras envidiosas y las malas lenguas del turno de noche decían que la rubia treintañera perdía la cabeza por una buena polla negra… y si eran varias a la vez, todavía mejor. Tal vez fue por eso por lo que al principio a mí me trató de forma amable: mi madre era de origen cubano y, aunque mi piel es relativamente clara, he heredado algunos rasgos de mi familia materna y uno en concreto que, a menudo, me cuesta mantener dormido delante de una mujer hermosa y directa como ella.

Desde el principio Ana me tuvo en su punto de mira y tampoco hice nada para esquivar la bala. Siempre me habían atraído las mujeres mayores que yo e incluso las prefería a las de mi edad; a estas últimas las considero, en general, bastante aburridas. Me lanzaba miraditas, jugueteaba con los botones de su camiseta y, sobre todo, me hablaba de sus gustos y hazañas sexuales. Cuando estábamos solos, si tenía ganas de hablar, la conversación derivaba invariablemente hacia temas calientes. Tras dos o tres guardias nocturnas tonteando dimos rienda suelta a nuestros instintos en el cuarto de mantenimiento. Entre cubos y escobas, la empotré contra la pared y le rellené el coño de semen como si fuese una anchoa dentro de una aceituna. El botiquín, el almacén e incluso la lavandería del hospital fueron testigos de nuestra lujuria. Cuando la cosa se hizo más habitual follábamos directamente sobre los camastros con la excitación añadida de ser atrapados en pleno acto.

Era sexo por sexo: impetuoso, irracional y carente de sentimiento por ambas partes. A excepción de su culo, que era territorio vedado bajo pena de muerte, Ana dominaba mil y una posiciones sexuales y no se cansaba de demostrármelo cada vez que follábamos. Su boca era lujuriosa, casi tanto como su vulva, y ambas se abrían de par en par en cuanto nos quedábamos a solas siempre y cuando a Ana le apeteciera. Pasados unos meses, si tenía ganas de sexo, se las ingeniaba para que las otras dos personas con las que compartíamos turnos de noche echasen largos cigarros a la intemperie. De hecho, más de una vez la llamada al servicio nos pilló en plena faena sobre los camastros de la sala de descanso. Si Ana no tenía ganas… pues nada: podía estar toda la noche sin dirigirme la palabra.

Así era Ana: o lo tomabas o lo dejabas. Ni qué decir tiene que yo tomaba lo que ella me daba con sumo gusto.

Sin llegar a su altura yo tampoco iba escaso de experiencia en la cama. Había sido un adolescente atractivo y el estar siempre rodeado de mujeres en mi familia me había proporcionado bastantes satisfacciones. Mi vida sexual era muy activa y tenía por aquel entonces lo que ahora se denominarían “amigas con derechos” con las que me desahogaba sin ninguna pretensión. Las encontraba muy aburridas como para mantener una relación estable, pero lo suficientemente atractivas como para tirármelas de vez en cuando.

Ana era todo lo contrario; me excitaba mucho, era atracción física pura y dura con una mujer de verdad. Aún no sé muy bien cómo ocurrió, pero empezamos a quedar fuera del horario del trabajo. Nada de cafelitos, cenas, copas y otras memeces: alquilábamos una habitación en un hostal y nos poníamos a follar como conejos hasta que nuestros cuerpos no daban más de sí. Cuando terminaba conmigo me dejaba tirado en la cama y se iba a su pueblo, a unos cincuenta kilómetros de allí, sin tan siquiera despedirse o darme un beso.

Ana era bipolar hasta límites insospechados. Recuerdo que había turnos en los que permanecía especialmente arisca o distante, apenas me dirigía la palabra y cuando lo hacía era para lanzar comentarios hirientes. Yo ni siquiera me atrevía a acercarme a ella ya que, si lo hacía, me fulminaba con su mirada más heladora y despectiva. Sin embargo, en cuanto pisábamos la calle, poco menos que me empujaba hasta su coche para llevarme a la cama y dejarme seco; era una hembra difícil de satisfacer por un solo hombre cuando se metía en faena.

Los que compartí con Ana en aquel oscuro hostal fueron, sin duda, de los mejores polvos que he echado en mí vida... aunque pronto le salió una férrea competidora.

Aunque Ana era puro vicio y las sesiones de sexo con ella eran de lo más depravadas, tal y como dice el refrán: “Hasta lo bueno cansa, si es en mucha abundancia.” Comencé a ponerle excusas y, aunque solía tirármela en el trabajo para soportar el aburrimiento durante los turnos, rara vez me apetecía encamarme con ella fuera del horario laboral y eso la enfurecía bastante: no estaba acostumbrada a que los hombres le negasen nada y mucho menos cuando se trataba de sexo.

Recuerdo que una tarde, después de un servicio no urgente, volvíamos los dos solos a la base y nos detuvimos delante de un grupo de chicas preadolescentes que esperaban el autobús urbano. Era verano y el calor apretaba a las tres de la tarde por lo que sus ropas eran muy cortas, escotadas y varias llevaban el ombligo al aire. Maquillajes de tono pastel, ropa ceñida y sujetadores con relleno realzaban los cuerpos de las ninfas conformando un grupito de lo más atractivo y variado. Uno no es de piedra y caí en la tentación de mirar. Supongo que Ana debió darse cuenta de mi acción y dijo sin más:

- Yo me follaría a la morena de rizos, la del piercing en el ombligo. Se nota que tiene experiencia mamando. Mira cómo deja la boca entreabierta… para que los hombres imaginen cosas sucias con ella. Es toda una chupapollas la princesita de papi. Dime Nacho, ¿a cuál de esas putitas te tirarías primero?

Como ya he explicado, conversar de sexo con Ana era de lo más habitual. No obstante, reconozco que su forma de hablar refiriéndose a aquellas lolitas me turbó.

- ¿Qué dices?, ¿pero cómo se te ocurre preguntarme eso?

Ana se rió en mi cara.

- Venga…no te enfades. Conozco a los hombres y sé que te gustaría meter tu hermoso pajarito en esas niñas, como a todos – dijo acariciándome la verga por encima del pantalón -. Cuando probáis la carne fresca no podéis resistiros: siempre queréis más.

Me retorcí sobre mi asiento. Ana no solía excederse mientras estábamos de servicio. Como enfermera era una profesional impecable y la ambulancia era uno de los pocos lugares que permanecía ajeno a nuestros devaneos sexuales.

- ¡Tú deliras! – protesté, indignado, intentando quitarle la mano de mi entrepierna.- ¡Si son sólo unas crías!

- ¡Ah… no vayas de santito! - repuso ella sin dejar de sobarme el cipote - Es sólo un juego, no te cabrees… ¿cuál de esas putitas te gusta más? ¿A cuál te follarías a cuatro patas en el hostal?

- Definitivamente me estás tomando el pelo – dije riendo su ocurrencia, pero sin dejar de mirar a las chiquillas -.

- Para nada. Te aseguro que ahí donde las ves todas esas putitas se morirían de ganas por tener dentro una herramienta como la tuya. ¿Dónde crees que van a estas horas así vestidas? Seguro que han quedado con maduritos pervertidos que les pagan sus vicios a cambio de ser amables con ellos. ¿Te acuerdas de la parejita que nos encontramos en el hostal la última vez que fuimos a follar a estas horas? Ni más ni menos que el director del hospital y una chiquilla pelirroja de trenzas. Nos dijo, rojo como un tomate, que era su nieta antes de entrar en la habitación de al lado con ella. ¡Su nieta y una polla! ¡Si no dejaba de sobarle el culo, el muy baboso! ¡Joder, si hasta pusieron la tele a toda hostia para que no se escuchasen los gritos de aquella putita abriéndose de piernas!

Ana no mentía en lo esencial con respecto a nuestro sorprendente encuentro con el director del hospital aunque el tema de los gritos de su “nieta” era más bien cosa de su calenturienta imaginación.

- ¡Tú has visto demasiado porno! – le dije negando con la cabeza.

No pareció escuchar mi protesta ya que siguió con su cháchara:

- ¿Qué te juegas a que lo adivino?

- ¿Adivinar? – pregunté extrañado.

- Pues eso, hagamos una apuesta: si adivino la que más te gusta de todas… vamos al hostal después y no salimos hasta mañana.

- ¡Ni de coña!

- ¡No seas tan aburrido! Además… cualquiera diría que no lo pasas tan mal allí.

Callé. Tenía toda la razón. Me resistía a ir pero, una vez allí, lo pasaba de miedo con ella en la cama. Aquel día me apetecía tirármela, llevaba demasiado tiempo sin descargar mis testículos, casi una semana, y eso para mí era una eternidad.

- ¿Y si no? – inquirí cada vez más nervioso ante la dureza que invadía mi verga gracias a sus tocamientos y a sus delirios.

- Si no… te prometo un trío salvaje con una lolita como esas.

- ¡Venga ya! No me vaciles…

- ¿Sí o no?

Tragué saliva, me quedé mudo. Sabía de las andanzas lésbicas de Ana, ella misma se había encargado de contármelas en varias ocasiones. Algunas de ellas bastante recientes y sospechaba que con alguna compañera del hospital. La principal candidata era una de las estudiantes en prácticas con una delantera de escándalo que no dejaba de hablar con ella y reírle las gracias. En realidad, con la perspectiva que da el tiempo, su proposición era, tal y como ahora se dice un “win-win”: me apetecía follar aquel día y la posibilidad de añadir a otra hembra joven en la ecuación no me parecía tan mal.

Entendí que con lolita se refería a la estudiante tetona y me rendí:

- Si insistes.

No sé si fue por la calentura que me provocaba su mano o por la inminencia del semáforo verde; lo cierto es que eché un vistazo más vehemente a las niñas. Era complicado quedarse con una, para ser sincero, y más allá de las consideraciones morales acerca de su edad, las chiquillas no tenían desperdicio. Las observé una a una y, de manera inconsciente, comencé a fantasear con ellas teniendo actitudes sexualmente explícitas con Ana y eso me turbó todavía más. Sin saber muy bien el motivo, clavé la mirada en una de ellas, la imaginé metiéndose mi verga entre sus labios y un cosquilleo recorrió mi espalda. Supongo que Ana se dio cuenta ya que, de inmediato, me susurró al oído:

- Está claro: a la más pequeñita – me dijo con tono meloso para posteriormente reírse en mi cara-.

No sé qué me jodió más: su risa burlona o el ser un libro abierto para ella. Puedo asegurar que, siendo ya mayor de edad, jamás había sentido atracción por alguna preadolescente y mucho menos por una tan pequeña. La chiquilla en cuestión, a diferencia de sus compañeras, apenas había comenzado a desarrollarse. Sus tetitas se intuían debajo del top de tirantes no más grandes que una nuez, sus caderas eran casi rectas todavía y tan sólo su culito se reivindicaba un poco bajo el pantalón ultra corto. Era muy bonita de cara, eso sí, aunque tal vez el maquillaje que eligió aquella tarde era algo provocativo para su edad.

- Pues no, no has acertado – repuse intentando disimular la verdad -.

- ¡Mientes! Aunque te alabo el gusto, esas zorritas menudas se corren tanto o más que las mayores.

- Para nada: elijo a la rubia - dije señalando a una bastante más desarrollada con el único fin de que dejase de atosigarme-.

- ¡Ni de coña! ¡Tú quieres tirarte a la niña!

- Pero, ¿de qué vas?

- Ya verás, en cuanto te metas en las bragas de una de esas putitas no querrás follar con viejas como yo.

- ¡Estás loca! – Apunté sin pensar.

En cuanto pronuncié esa última palabra me arrepentí. Éramos dos personas de sangre caliente que querían llevar la razón y nos dejábamos llevar por la pasión; las broncas entre nosotros eran tan habituales como los polvos y, tras la trifulca, solía venir una reconciliación húmeda y tórrida siempre y cuando yo no pronunciase esa jodida palabra. Podía insultarla de mil modos, llamarla puta, zorra o cualquier cosa… cualquier cosa menos loca. Jamás supe el motivo, nunca tuve los huevos suficientes para preguntárselo. Rogué a Dios que no la hubiese escuchado, obviamente no fue así:

- Que sea la última vez que me llamas eso – dijo muy seria mirándome a los ojos -.

- Claro. Perdona, Ana. No volverá a ocurrir.

Para mi sorpresa Ana aceptó tanto mis disculpas como derrota sin entablar batalla, algo impropio de ella:

- Vaya… así que te van las tetonas – gruñó al analizar la presa cruzándose de brazos fingiendo una protesta -. Aunque no te culpo: vaya par de melones que tiene. Son más grandes que los míos y no creo que tenga más de trece o catorce años…

Por fortuna para mí el semáforo ya hacía un rato que estaba verde y el conductor del coche de atrás perdió la paciencia. Sus pitidos me sacaron del apuro. No sé si fue porque me traicionó el subconsciente sobre la apuesta o porque tenía ganas de sexo pero lo cierto es que, cuando terminó nuestro turno y volvió a la carga, accedí a encamarme con ella de nuevo. Una vez más intenté atarla al cabecero de la cama y metérsela por el culo pero me fue imposible, fue ella la que me cabalgó hasta dejarme los huevos arrugados como uvas pasas.

Justo el día de mi último turno antes de las vacaciones de verano Ana insistió en llevarme a cenar por ahí. Era raro; como ya mencioné antes nuestra relación sólo tenía sentido en la cama pero como no iba a verla en un par de semanas accedí. Aunque yo estaba un poco cansado de Ana y sus caprichos, mi polla no lo estaba. Me dejé llevar por sus deseos y me porté bien. Expresé mi protesta cuando comprobé que, en lugar de ir a algún restaurante del centro de Lleida, me metió en su coche y condujo por unas carreteras infames que yo no conocía.

- Pero… ¿a dónde vamos?

- A mi casa.

- ¿A tu casa? Pero si eso está a tomar por el culo… ¿para qué? ¿por qué no hemos ido a tomar algo por ahí y luego al hostal, como siempre?

- Tú tienes vacaciones pero yo mañana trabajo por la tarde y debo ir a casa a por mi otro uniforme de trabajo. Doblo el turno, tengo muchos gastos.

- Pues podríamos haberlo dejado para otro día.

- No- dijo en tono severo -, te he invitado a la cena y así será. Yo siempre cumplo mis promesas.

Mentira. Si algo había aprendido de ella es que sus palabras se las llevaba el viento con una facilidad pasmosa. Opté por no insistir en la protesta. Lo único que podía ganar era una discusión de proporciones bíblicas con ella y no me apetecía nada. Se avecinaban dos semanas de vacaciones para olvidarme del trabajo, de las discusiones y también de Ana. No tenía la menor intención de verla durante ese tiempo; en cierta forma su personalidad absorbente me ahogaba y necesitaba estar con otras mujeres para echarla de menos.

- Todas mis promesas – repitió con aplomo -.

En un primer momento no entendí esas palabras pero luego el tiempo me hizo ver la luz. Tras casi una hora de viaje llegamos a su pueblo. Su casa estaba situada en una urbanización justo a la entrada así que me ahorré el típico recorrido turístico por la localidad. Soy una rata de ciudad y si hasta Lleida se me quedaba pequeña comparada con mi Barcelona natal, mucho más un pueblo perdido en medio de la nada.

La urbanización estaba formada por una sucesión de casas agrupadas de dos en dos y separadas del resto por unos pequeños jardines. Me sorprendió que tanto el de Ana como el de su vecino estuviesen perfectamente cuidados; no imaginaba a la rubia de jardinera eficiente ni mucho menos.

Al entrar en la casa me llevé una segunda sorpresa. No fueron los muebles de diseño ni el decorado minimalista; tampoco el orden quirúrgico de todo, sino que de golpe apareciese una niña, embutida en una larga camiseta a modo de minivestido de verano excesivamente holgada, corriendo hacia Ana en busca de un abrazo que no llegó.

- ¡Mami! ¡Mami! ¡Qué bien que ya has llegado…!

- ¡Ni me toques, nena! – dijo Ana evitando el encuentro -¡Estoy muerta de calor, hija!

- “¿¡Hija!? ¿Ana tiene una hija?” –pensé tremendamente sorprendido ya que jamás me había hablado de ella.

Mis expectativas de una última noche loca antes de las vacaciones se tambaleaban. La presencia de la chiquilla trastocaba mis planes. Tenía intención de encular a Ana con su consentimiento o sin él. Reconozco que fue la única forma que se me ocurrió de tensar las cosas para que se olvidase de mí.

La niña no fue capaz de disimular su decepción y se echó las manos a la espalda, seguidamente se fijó en mí y esbozó una tímida sonrisa. A duras penas pudo vencer la vergüenza y me saludó con un hilito de voz:

- Hola, soy Clara.

- Yo… yo soy Nacho –acerté a contestar muy desconcertado -.

La chiquilla volvió a abrir la boca con la intención de hacerme alguna pregunta, pero su madre la interrumpió con brusquedad.

- ¡Ya, ya, yaaaa! – chilló Ana fuera de sí -¡Déjale respirar y no le agobies! ¡Pesada, que eres una pesada!

La niña, obediente, calló. Fue entonces cuando me fijé en ella. Ciertamente me costó encontrar el parecido con Ana. Clara era de complexión normalita, más bien tirando a bajita; castaña tanto de cabello como de ojos, ni rastro de los rasgos nórdicos de su mamá. Sin ser fea estaba a años luz de la hermosura de su progenitora. Aparentemente se trataba de una niña como hay cientos, miles en realidad, aunque posteriormente me demostró que era extraordinaria. Si algo era destacable en su físico, además de su piel extremadamente clara para la época del año en la que nos encontrábamos, era sin duda su boca; algo grande en comparación del resto de sus facciones y bajo sus bonitos labios se escondía un diente mellado que le daba un aire todavía más infantil y gracioso. Gracias a la holgura de la camiseta, a su desordenada forma de vestir y a la total ausencia de ropa interior, pude verle los senos desde mi posición en las alturas porque apenas se alzaba hasta la mitad de mi pecho. Para mi sorpresa su torso no era del todo plano sino que ya se mecían en él por el movimiento constante de la chiquilla unos bultos más que incipientes. Sus pezones eran pequeños, eso sí, pero la silueta de los pechos en forma de medias limas ya dejaban entrever que, cuando terminase su desarrollo, Clara tendría una delantera de lo más interesante, mucho más voluminosa que la de su progenitora.

Hasta yo mismo me sorprendí de mis pensamientos poco apropiados mientras oteaba descaradamente su escote. Sin duda, las conversaciones salidas de tono con Ana estaban nublando mi buen juicio. No era propio de mi pensar eso de una niña tan pequeña y mucho menos de la hija de mi compañera de turno. Intenté calcular la edad de Clara pero con el reflejo de sus pezones en mis pupilas me fue imposible centrarme en otra cosa que no fuesen sus bultitos.

- Pero… ¿qué llevas puesto? – Gruñó Ana con desprecio.

- Una camiseta de las tuyas. Mis pijamas están sucios.

- Cámbiate, que se te ve todo, guarra.

La niña cayó en la cuenta de su forma de vestir y mostró su vergüenza llevando la mirada al suelo.

- Perdón. No sabía que teníamos visita.

- Ve a vestirte con algo más apropiado, no seas cochina. Ponte eso bonito que te compré el otro día para cuando viniese a casa algún amigo, lo dejé sobre mi cama. ¿Acaso no te dije que cenaría con nosotras mi compañero de turno?

- Perdón – repitió la niña -, lo olvidé.

- Como siempre. Tienes memoria de pez, niña tonta.

- Lo siento.

- Vuela o te quedas sin cena.

- ¡Voooyyyy!

El rubor se apoderó de sus mejillas. Después se dio la vuelta y salió corriendo hacia las escaleras pero durante el camino no se le ocurrió nada mejor que quitarse la camiseta para ganar tiempo, dejando a la vista su culito blanco como la nieve dando botes escalón tras escalón. No pude evitar la risa al ver la cara de su madre.

Ana suspiró haciendo una mueca de resignación.

- En fin…no da para más…

- ¿Por qué no me habías dicho que tenías una hija tan linda? – pregunté agarrándola del talle.

- No tiene importancia para lo que hacemos – respondió ella frotándome de forma vehemente el bulto que formaba mi verga bajo el pantalón -. Clara es como un grano en el culo, un accidente. Yo era tonta y me dejé llevar. Debí abortar como decía mi ex. No lo hice y aquí estoy… con ese monstruito tetudo.

- Es muy agradable – reí nervioso, mirando de reojo hacia el lugar donde había desaparecido la cría, temeroso de que esta volviese y pillase a su mamá metiéndome mano -. No se parece mucho a ti. Me… me refiero en el físico… ¿qué edad tiene?

- Acaba de cumplir los once. Ha salido a la familia de mi exmarido- prosiguió Ana introduciendo su mano bajo mi ropa para acariciarme la polla directamente -. Le han crecido antes las tetas que los dientes de verdad. Son todas modelos “BTT”: bajitas, tetonas y tontas.

Me sentí un poco incómodo al escucharle hablar así de su propia hija. Clara parecía una buena chica y Ana no dejaba de lanzar comentarios humillantes. Tampoco estaba muy conforme con que ella me acariciase la verga de ese modo; su hija podía venir en cualquier momento y pillarnos en plena faena.

- Yo no lo decía por eso - repuse liberando su mano de mi zona roja delicadamente-.

- Ya, ya…- dijo Ana sacando tres copas de la alacena - ¿Quieres vino?

- Por supuesto. ¿Clara también bebe? – pregunté extrañado -.

- Sólo un poquito.

Para ser honestos no sé qué forma de vestir de Clara me pareció más perturbadora: si la camiseta holgada de su mamá enseñándolo todo o el modelito que Ana le había elegido para la cena. El top de tirantes era evidentemente corto de talla con lo que se realzaba el tamaño de sus pechos. La gasa era tan fina y blanca que las oscuras areolas de la niña se transparentaban a través de ella de forma nítida y, sin ropa interior que las sujetase, cada vez que se movía la preadolescente sus senos vibraban con gracia.

Tampoco el pantaloncito corto del mismo color albino era más discreto ya que se incrustaba en el sexo de la chica quedando este perfectamente identificable y abierto bajo la tela. Por fortuna, Ana se conformó con pintarle los labios de forma ligera y no siguiendo el criterio que solía elegir para sí misma. El tono intenso seleccionado por la madre y el modelito en cuestión le hubieran dado a su hija un aspecto grotesco de muñeca hinchable para adultos en lugar de una inocente chiquilla.

La cena discurrió de forma agradable. Ana no era una virtuosa en la cocina pero se defendió bastante bien. Al principio, Clara se mostró retraída y respondía a mis preguntas con monosílabos aunque luego, animada por el vino, entabló conmigo una conversación más o menos fluida. Bebía tanto o más que nosotros, recuerdo que me sorprendió su aguante, impropio de una preadolescente. De hecho, era su mamá la que, en cuanto veía su copa vacía, se la rellenaba con el elixir de Baco una y otra vez.

A petición de la niña, al terminar la cena, apartamos algunos muebles y montamos una improvisada sala de baile en medio del salón. Clara no dejaba de parlotear y a mí me dolía la cara de tanto reír por sus ocurrencias mientras bailábamos canciones de moda. Se movía con gracia, se dejaba llevar por mí, su mirada brillaba como la luna y de vez en cuando se humedecía los labios con picardía. Recuerdo que pensé que tal vez estaba coqueteando conmigo pero pronto deseché esa posibilidad dada su edad. La mamá sólo miraba. Bebía y bebía y si abría la boca era para criticar o corregir a su hija. Cada vez su tono era más soez y antipático, conforme la niña y yo nos íbamos encontrando más a gusto. Yo sólo tenía ojos para Clara y estaba tan a gusto sintiendo su cuerpo juvenil pegado al mío que no contemplé la posibilidad de que la tormenta llamada Ana pudiera estallar de un momento a otro.

- ¿Por qué no vemos alguna peli? – Dijo al fin Ana apurando de un trago su whisky con hielo –. Esto es muy aburrido.

Clara apenas podía mantenerse en pie. De hecho, durante las últimas piezas, bailaba poco menos que aferrada a mí para no caerse debido al exceso de alcohol ingerido. Yo también andaba algo contento gracias al vino y a las bebidas espirituosas que lo siguieron, así que acepté el ofrecimiento con cierta mala gana. El calorcito del cuerpo de la preadolescente cerca era muy agradable, pero por nada del mundo quería hacer algo que enfadara a Ana; era muy capaz de echarme a la calle a patadas si se le cruzaba el cable.

Me dejaron el privilegio de ocupar el puesto central del sofá frente a la tele. Clara se acurrucó bajo mi brazo y apoyó la cabeza en mi hombro. Mi mano quedó justo encima de su pecho así que tuve la precaución de colocarlo de forma que no la tocase. Su madre hizo algo parecido en el lado contrario aunque eligiendo mi muslo como improvisada almohada, no sin antes hacerse con el mando a distancia de la tele y, al no rechazar mi discreta sobada de tetas, me relajé: la dragona se había calmado, si no la cagaba tendríamos sexo aquella noche.

No diré que la película elegida no fuese de mi gusto. Sólo apuntaré que no me pareció la más apropiada para visionar con una niña de once años. El contenido erótico era tan abundante como escaso su argumento. No era porno pero abundaban escenas de desnudos, tocamientos y sexo, aunque sin mostrar la cópula de forma nítida.

Recuerdo vagamente lo que sucedió después. Supongo que debí moverme por la excitación que me producía la película o tal vez fue Clara la que cambió de postura: lo cierto es que, de repente, entre las yemas de mis dedos y el pezón de la niña sólo había una tela tan fina como el papel. Sentí su calor, la firmeza de su pecho, la tersura del botoncito que lo coronaba y me gustó. Adormecido por el alcohol, mientras en la pantalla una pareja lo daba todo en posición de perrito, más bien como un juego inocente, comencé a hacer circulitos rodeando la minúscula areola, primero con un dedo y luego con dos. Presioné suavemente el pezón y este, para mi sorpresa, reaccionó igual que el de una mujer adulta, desperezándose de inmediato. Clara ni se inmutó ante el contacto, de hecho, pensé que estaba dormida hasta que su madre le preguntó algo y ella contestó con vaguedades. Para mi descargo diré que no la sobé como un pervertido, simplemente le acaricié el pecho con suavidad, buscando el placer mutuo, aunque cuidándome mucho de que su mamá no se diese cuenta de mi maniobra. El montículo se endureció como un diamante y su joven dueña no hizo nada al respecto: siguió viendo la tele como si nada mientras le tocaba la tetita.

De reojo yo miraba a Ana que, ajena a todo, también miraba la película apoyada sobre mi pierna. Cuando se movía o emitía algún comentario sobre la trama yo quitaba la mano del pecho de su hija y, cuando estaba seguro de que no podía verme, volvía a acariciar el bulto de Clara con renovados bríos. Sentía un miedo terrible por ser descubierto pero a la vez excitado por el suave tacto de la piel de la niña así que repetía la maniobra una y otra vez.

Envalentonado por la complicidad de Clara, me animé a zambullir uno de mis dedos bajo la tela y comencé a jugar con la punta del pezón de forma directa. Pronto abarqué el seno por completo, con tres de mis apéndices tuve suficiente para disfrutarlo por entero. La consistencia y textura de su pecho incipiente me calentó infinitamente más que el de su mamá. No es que la teta de Ana estuviese mal, pero el bultito de su hija era una ambrosía difícilmente resistible. La adolescente siguió manteniendo su actitud pasiva ante mi tocamiento así que le sobé el pecho sin prisa, recreándome y disfrutando del momento. De repente, sentí un cosquilleo en mi polla que me hizo retirar mi mano a toda velocidad; era Ana haciendo de las suyas. Conociéndola no me extrañó mucho; la película era de lo más motivadora, pero su argumento era infumable. Caliente como era la rubia sabía yo que, tarde o temprano, iba a aburrirse viendo y no actuando. Iluso de mí, pensaba yo que la presencia de su hija la inhibiría un poco a la hora de meterme caña y que se portaría bien: obviamente no fue así.

Ana me acarició la verga por encima del pantalón tal y como había hecho antes de la cena durante la ausencia de Clara, vehementemente y sin mesura. Cuando se incorporó, sin dejar de sobarme la polla, comenzaron a sonar en mi cabeza todas las alarmas. Pensé que tal vez me había visto acariciar a su hija e iba a estrujarme los huevos a modo de venganza por meterle mano a la niña. Nada más lejos de la realidad, simplemente me lamió el lóbulo de la oreja dulcemente antes de susurrar:

- Tócala todo lo que quieras, por mí no te cortes.

Al verme descubierto me sentí perdido. Pensé que su actitud melosa era la calma que precede a la tempestad, pero en lugar de estallar siguió sobándome la polla y diciéndome cosas sucias de su hija al oído.

- A esta putita le gustas, está claro. No seas tonto y disfruta…

Ana se tomó su tiempo antes de proseguir, dándose un festín de verga:

- Tranquilo, no te preocupes por ella. Clara… - me susurró lamiéndome el lóbulo de la oreja -, Clara sabe…

Esas últimas palabras cayeron sobre mí como una losa. Creí entender a lo que Ana se refería aunque preferí hacerme el tonto:

- Clara sabe... ¿qué sabe?

La rubia se rio de mi supuesta candidez:

- Venga… no te hagas el tonto, Clara sabe… ¡todo!

La frase se repetía en mi mente una y otra vez mientras Ana se revolvía como una serpiente en busca de mi polla. Le costó bastante bajarme la bragueta aunque, cuando logró su objetivo, ya no hubo marcha atrás. No tardó ni un segundo en comenzar a mamármela con su excelsa maestría sin importarle un pimiento la presencia de su hija a nuestro lado.

Al principio me sentí incómodo pero pronto la situación me pareció de lo más morbosa: la mamá chupándome la verga mientras su niña veía prácticamente porno a su lado sin alterarse. Tras unas pocas arremetidas me rendí al ofrecimiento de Ana y recorrí el torso de la niña a mano abierta por debajo de su top, sobándole ambos pechos sin vergüenza alguna. Corroboré lo que ya sabía: duros, tersos, suaves… pequeños tal vez pero de lo más apetecibles. Encabritado por la mamada, separé la tela del cuerpo de la niña y los vi de nuevo en todo su esplendor, jugosos y empitonados. Comencé a babear, no veía el momento de llevármelos a la boca.

Cuando la verga adquirió la dureza que Ana deseaba la rubia dejó de chupármela. Al mirarme con una sonrisa de lo más sucia supe que tramaba algo aunque ni en un millón de años hubiera adivinado de qué se trataba.

- Nena… - dijo en voz alta para que su interlocutora la escuchase.

- ¿Sí, mami? – preguntó la niña con un hilito de voz sin dejar de mirar la tele.

- Ven, demuéstrale a Nacho lo que sabes. Sé amable con él.

Y sin darle tiempo a contestar fue la mamá la que, agarrando con firmeza la cabeza de su única hija por la nuca, la acercó a mi verga, obligándola a darme placer.

El primer encuentro entre la boca de Clara y mi verga fue algo que jamás olvidaré. La facilidad de esa cría para mamar era tremenda y me lo demostró de inmediato. Se jaló con facilidad la misma porción de carne que su mamá y al poco tiempo estaba claro que, al menos por una vez, mi compañera de trabajo no mentía: Clara sabía… sabía dar placer oral a los hombres.

No perderé el tiempo intentando describir con palabras el gozo que esa niña me hizo sentir en el sofá de su casa. Clara era algo extraordinario con la boca, hacía cosas increíbles, movimientos con la punta de la lengua que muchas mujeres adultas no serán capaces de aprender en cien vidas. Mi verga atravesaba sus labios una y otra vez en busca de más placer y, cuando atrapaba la polla contra el paladar, durante el movimiento de salida, provocaba una especie de vacío con él que me proporcionaba tanto gusto en el rabo que parecía que se me iba la vida por la punta del capullo. Su boca infantil era lúbrica, obscenamente profunda y lujuriosa. Pulió mi sable con maestría y ni una sola vez sentí el roce de sus dientes en mi rabo mientras me la mamaba.

- Es buena, ¿eh? – rió Ana al ver mi expresión de placer gracias a las atenciones de su hija-. No me contestes, no hace falta. Sólo tengo que verte la cara… js, js, js. Mis amigos negros, cuando vienen a casa a follarme, se ponen a tono con ella. Come rabos prácticamente desde el destete. La llaman Chupaclara… con eso creo que está todo dicho, ¿no?

Al escuchar aquello me puse malo de pura excitación. No solo corroboré como ciertas las historias de Ana y su predilección por las pollas de ébano sino que, además, supe por ella misma que las compartía con su hija preadolescente allí mismo, en su propia casa.

Ana le dio una vuelta de tuerca al asunto, algo no le gustaba en lo que estaba sucediendo; tal vez fuese la cadencia de Clara al mamar o qué se yo. Lo que sí sé es que agarró la media melena de la chiquilla con una mano y, haciéndole una cola a modo de asa, la obligó a mamarme más rápido y también más profundo. Varias veces noté cómo la punta de mi verga golpeaba la glotis de la niña y cómo esta se estremecía aguantando la arcada. Supongo que la cantidad de polla a asimilar era excesiva para ella y varias veces hizo ademán de ayudarse con las manos para aminorar el ritmo la mamada. Su madre la contuvo dándole incluso ligeros golpecitos en ellas para evitar que lo hiciese y obligándola a tragar una mayor porción de rabo:

- ¡Nada de manos, nada de manos! ¡Usa sólo la boca… sólo la boca! ¡Tú puedes con ella, pedazo de zorra…! ¡Tú puedes! ¡Tú puedes con su polla, ahora no te hagas la inocente! ¡Haz lo que mejor se te da y mama, Chupaclara!

En menos de diez minutos madre e hija me dejaron los huevos a punto de nieve. La adulta no dejaba de proferir reproches a Clara, recriminándole su actividad sexual. Por otra parte era firme e inflexible a la hora de usar a su propia hija para darme gusto, lo que resultaba otra demostración más de su bipolaridad.

La niña era una máquina de dar placer oral; una muñequita obediente y sumisa ante los designios de su mamá y eso las convertía en una pareja demoledora. Yo creía que ni la una ni la otra iban a detenerse hasta que llenase de semen el estómago de la preadolescente, mas no fue así. Ana tiró del cabello de su pequeño retoño con nula delicadeza y la separó de mi sexo palpitante poco antes de que este estallara en su boca.

- Ya es suficiente por ahora – dijo Ana dándole un cachete en el culo a la niña -, ¡deja algo para las demás, puta!

Cuando Clara se incorporó pude ver su rostro y nuestras miradas se cruzaron. Para mi sorpresa no expresaba reacción alguna por el trato recibido; parecía tranquila, resignada, lo que tal vez era más duro todavía tratándose de una niña tan pequeña, acostumbrada a ser parte activa de los juegos sexuales de su madre. Sus labios brillaban y en el mentón se dibujaba un hilito de babas y líquido preseminal. Parecía estar bien a pesar de todo y eso reconfortó mi mala conciencia en cierta forma.

- ¡Vamos a la cama a follarnos a esta zorrita! Allí estaremos más cómodos.

Ana tiró de nosotros y nos condujo hacia su habitación situada en el piso superior. Fue sembrando el camino con nuestras prendas de forma que, cuando llegamos a la cama, ya estábamos los tres desnudos. Todos teníamos claro que era la rubia quién dirigía las operaciones así que ni su hija ni yo dijimos nada. De un tirón se deshizo de la ropa de cama y empujó a Clara sobre el colchón y esta, borracha, cayó como un saco de patatas boca arriba. Obediente y sumisa, no esperó al siguiente movimiento de su mamá y, sin dejar de mirarme con los ojos vidriosos por el vino, separó las rodillas cuanto pudo ofreciéndome abiertamente su tesoro más preciado.

Si yo albergaba alguna duda al respecto de su experiencia en lo relativo al sexo más allá del oral su forma de abrirse de piernas me la disipó: Clara sabía…lo que era tener a un hombre dentro.

En lo que a mí se refiere, erecto como estaba, en lo único que pensaba era en tirarme sobre Clara, colocarme entre sus piernas y montarla. Ya no la veía como a una niña de cuerpo menudo sino a una mujer hecha y derecha, con necesidades sexuales; supongo que su cara manchada de blanco y lo que su boca me había hecho sentir momentos antes la hicieron crecer en mi mente.

Mis ojos no podían perder de vista la rajita vertical que, libre de vello y ropas, se divisaba en su ingle en todo su esplendor. Brillante y abierta, me llamaba en silencio para que calmase su sed con mi miembro.

Ya estaba a punto de abalanzarme sobre ella cuando Ana se interpuso en mi camino.

- Espera, espera… ¿Qué es lo que pretendes hacer…? – preguntó con severidad.

- Yo… pues…ya sabes…

- Tú te sientas ahí y miras de momento, semental. Quedamos en hacer un trío, ¿no?

- S…sí – balbuceé al recordar su apuesta -.

- Pues ahora es mi turno. Además… tengo que prepararla, no puedes metérsela así como así, pedazo de bruto; tu pene es muy grande.

Creo que aquella fue la única vez en toda la noche en la que escuché a Ana interceder por su retoño. Como un corderito tomé asiento en el borde de la cama y esperé nuevos acontecimientos. Al principio me sentí frustrado por no meterle la verga de inmediato a Clara pero tengo que reconocer que la espera mereció la pena: madre e hija me regalaron un espectáculo sublime aquella noche de verano.

No pude dar crédito cuando Ana, tras rebuscar en los cajones de su mesilla, extrajo de uno de ellos varios juguetes sexuales. Ella, que no había querido usarlos conmigo jamás, no tuvo problemas en utilizar dos juegos de esposas para inmovilizar los brazos de Clara al cabecero de la cama. Reconozco que me dio un morbo tremendo ver a la niña desnuda, expuesta y totalmente abierta sobre el colchón, pero lo bueno estaba por llegar para un fetichista de ese tipo de cosas como yo. Del mismo lugar Ana sacó un objeto que se me hizo extraño: una especie de bozal formado por una bola de plástico color bermellón y unas cintas de cuero rodeándolo.

- ¿Qué es eso? – pregunté al no adivinar el uso que quería dar al artilugio-

- ¿Esto? Nada… una mordaza… ¿por?

- ¿Pa… para qué la necesitas? – pregunté yo, ya que estaba claro que, hiciese lo que le hiciese, Clara no iba a oponer resistencia alguna a su mamá y menos inmovilizada como estaba.

- Es para esta putita, grita demasiado cuando folla y no quiero que se entere todo el barrio. Nena… abre la boca… eso es. Ya sabes cómo va esto. ¿La aflojo un poco más?

Clara, con la facultad de hablar mutilada, negó con la cabeza.

- ¿Está bien así?

Esta vez el gesto fue afirmativo.

- No me fío – murmuró Ana.

Y antes de que me diese tiempo a reaccionar agarró uno de los pezones de su hija y se lo retorció con violencia. Fue algo duro de ver por lo inesperado y gratuito de la acción, una maniobra cruel y despiadada y mucho más tratándose de una madre hacia su propia hija aunque Ana ni parpadeó. Clara dio un respingo, exhaló un aullido y la sordina en cuestión hizo su función.

- Parece que funciona… - musitó Ana aparentemente satisfecha.

- ¡Eh, no te pases! – intervine separando la mano de Ana del cuerpo de su hija -.

Mi gesto, aunque caballeroso, fue tomado como una afrenta. Ana se cabreó… y mucho. Lo que hasta entonces había sido una velada agradable amagó con convertirse en pesadilla.

- ¡¿Qué no me pase?! – chilló furiosa la rubia ebria de alcohol - ¿pero tú de qué vas? ¡Es mi hija y haré con ella lo que me dé la gana…!

- Ya, pero…

- ¡Pero… nada! ¡Pero mira que sois tontos los hombres! Os volvéis locos por estas putitas y luego no les dais lo que necesitan. ¡Flojos, que sois unos flojos! ¿Crees que no le ha gustado lo que le he hecho?

Abrí la boca para intervenir pero Ana todavía no había terminado con su alegato:

- ¡A esta putita le encanta el sado! ¡No deja de ver videos de eso en internet! ¡No es más que una puerca, le encanta que se la follen todos mis novios! Desde el primero al último desde que me divorcié, se los ha tirado a todos, ¡A TODOS! ¡APUESTO QUE HASTA EL CORNUDO DE MI EX MARIDO TAMBIÉN SE LA FOLLA, EL MUY HIJO DE PUTA!- gritó a más no poder - ¡Joder, si ni siquiera ha cerrado las piernas! ¿No te has dado cuenta? Sigue abierta, esperando a que se la metas. ¡Estoy hasta los cojones de esta puta tetona y viciosa!

La lujuria y el exceso de alcohol formaron un cóctel maquiavélico en mi cabeza para hacerme creer que, al menos en parte, su argumento era cierto. Pese al maltrato sufrido, las rodillas de Clara permanecían separadas por completo y juro por Dios que parecía que su sexo brillaba más todavía que antes. Tal vez por eso o más bien por cobardía permanecí inmóvil mientras Ana, a dos manos, atacaba de nuevo los pechitos de la niña. Utilizaba las uñas para infligir más dolor, como si tuviese cosas pendientes con su pequeña. Clara se retorcía y gritaba, bramidos sordos por la bola roja que tenía entre los labios… pero a pesar de todo lo que le hizo su mamá no cerró las piernas en ningún momento.

Por fortuna para todos, Ana se calmó y cambió la tortura por tocamientos más o menos suaves hasta que optó por robarme la idea y se llevó las tetitas a la boca. El tono de los gritos de Clara cambió tornándose en un jadeo infinitamente más morboso y tranquilizador para mí mientras su mamá le chupaba las tetas y lamía sus doloridos pezones.

- ¡Uff! Esta niña me puede, siempre tan caliente... en eso es igual que yo- Musitó Ana mientras recorría con la lengua el vientre plano de su hija y, tras inundar de babas su ombligo, siguió descendiendo en busca de otro objetivo más húmedo que llevarse a la boca.

Fiel a su costumbre Ana no se anduvo por las ramas. Abrió de piernas a Clara todavía más y le comió el coño con una avidez desmedida. Yo sinceramente alucinaba ante la visión de un acto sexual no sólo lésbico sino también incestuoso a medio metro de mi cara. La adulta separó los labios vaginales de su propia hija y, utilizando la punta de la lengua, lamió la zona más húmeda de la niña sin el menor recato. Antes de que lo hiciera pude percatarme de que el pequeño agujerito estaba decorado con restos de flujos blanquecinos provocados tal vez por la visión de la película erótica, por la ejecución de la mamada, por mis tocamientos o quizás por la tortura infligida por su mamá en sus pechos. En cualquier caso a Ana el origen de los fluidos le tuvo sin cuidado: los sorbió con ansia y dejó el coñito limpio y brillante, listo para ser usado.

La niña, con la bola en la boca, suspiraba a cada lamida, babeaba de gusto cada vez que la lengua de su mamá recorría su vulva y se retorcía de puro placer cada vez que Ana le besaba en el coño. Con los ojos cerrados, las mejillas encendidas y los pezones erectos como témpanos de hielo Clara estaba tremendamente hermosa disfrutando del sexo. En su rostro no había ni rastro del dolor experimentado con anterioridad y eso me tranquilizó.

Después de un buen rato devorando el coño de su hija Ana dejó de lamer y, mientras frotaba el pequeño clítoris con sus dedos, utilizó su lengua a modo de estilete para explorar en el interior del sexo de una Clara embriagada de placer.

- ¡Qué coñito tiene! Está delicioso. ¡Siempre tan limpito el coñito de mi niña! - gruñó Ana entre penetración y penetración.

- ¿No tiene pelos todavía?

No fue la pregunta más interesante de mi vida pero toda mi sangre se centraba en mi verga y mi cabeza no daba más de sí: deseaba entrar en acción cuanto antes.

- Poquitos… pero mi pequeña tetona tiene quién se los depila – contestó la adulta con evidente resquemor -.

- ¿Tú?

- ¿Yo? ¡Naaaaa! Un madurito amigo de esta putita. Como no me canso de repetirte… ahí donde la ves y a sus once añitos… Clara sabe cómo conseguir todo de los hombres.

Adiviné en la sonrisa de Ana cierta envidia. Olvidé mi siguiente pregunta cuando la lengua de Ana cambió de agujerito y trató el orto de la niña de manera similar a la de su sexo; las evoluciones de madre e hija me parecían mucho más interesantes. La respiración de Clara se hacía más y más fuerte mientras su ojete era recorrido una y otra vez por la lengua de su mamá, estaba muy claro que, a diferencia de Ana, gozaba experimentando por su puerta de atrás. Y todavía disfrutó más cuando su progenitora optó por devorarle de nuevo el coño mientras le introducía un dedo por el culo. El índice de la madre no era poca cosa y además estaba coronado por una uña corta aunque afilada pero aun así no le su puso reto alguno a la niña que lo albergó en su intestino sin mayor contratiempo más allá de un lánguido suspiro.

Aquel detalle que a mí me pareció adorable no gustó a su mamá. Sinceramente creo que se moría de celos y prefería verla sufrir más que gozar:

- A la muy puta le gusta que le den por el culo – sentenció Ana mientras ensanchaba el orto de su pequeña hija -. Mírala cómo goza con el dedo dentro, parece una perra en celo...

Habrían hecho falta once hombres para separar los labios de Ana de la vulva de su hija así que ni lo intenté. La rubia no dejó de penetrar analmente a su pequeña princesa mientras se comía su diminuto coño con ansia. Al llegar su momento, entre convulsiones, jadeos y espasmos Clara explotó en la cara de su mamá de forma escandalosa. Creo que, de no haber llevado la bola inserta en la boca, se hubiese enterado de la corrida todo el barrio. No puedo asegurar que fuese un “squirt” propiamente dicho, pero lo cierto es que la sonrisa de mi compañera de turno apareció ante mí cubierta de una fina capa de líquido incoloro de origen infantil. Mi cara debía ser un poema ya que volví a provocarle la risa al verme.

- ¿Qué te ha parecido la corrida de mi niña? – preguntó Ana, relamiéndose como una leona satisfecha por su hazaña.

- Ha sido… espectacular – fue lo único que acerté a decir -.

- Te dije que las más pequeñas se corren igual que las mayores. ¿Me crees ahora?

- Desde luego – tuve que admitir -.

Ana rio triunfante:

- Ahora… es el turno de saldar la apuesta.

Intenté no parecer muy ansioso. Sabía cómo se las gastaba Ana y un paso en falso podía suponer el final de la orgía sin apenas haber hecho más que empezar, al menos en lo que a mí respectaba.

- Te la chuparía pero veo que no te hace falta – rio fijando la mirada en mi estilete que no había perdido vigor durante el espectáculo lésbico -. Te veo a tope. Eres igual que todos. Se os llena la boca diciendo que no os encamaríais con niñas y, si se ponen a tiro, cuanto más jóvenes, mejor. Te mueres por follarte a mi pequeña tetona como han hecho todos los demás.

Tengo que reconocer que las palabras de Ana me importaban una mierda y que si lo que quería era cabrearme no iba a conseguirlo. Yo sólo tenía ojos para la joven hembra que, sudorosa y satisfecha, mecía su cadera incitándome a hacerla mía. Clara me miraba fijamente, expectante. Sin poder hablar sus ojos lo decían todo. Eran puro deseo.

- En fin… vamos allá. Una promesa es una promesa.

Ana volvió a hacer uso de su cajón de los juguetes y extrajo de él un tubo de gel lubricante. De forma fría e impersonal vertió una generosa ración de sustancia gelatinosa por el coño de Clara y luego la extendió por el sexo de la pequeña lolita de forma mecánica. Con nula delicadeza le introdujo un dedo en el coño para que el lubricante rebozase las paredes de la vagina e hizo lo mismo con su orto, retorciéndolo y dilatándolo varias veces. Para finalizar derramó el resto de vaselina en mi cipote y yo di un respingo:

- ¿Qué cojones pasa? – preguntó mientras extendía el pringue a lo largo y ancho de mi falo.

- N…nada, que está frío.

- Pues te jodes. Se la metes rápido y verás cómo entras en calor, pervertido de mierda.

Opté por callar y no hacerla enfadar más. Jamás lo sabré con seguridad, pero creo que tuvo celos por mi forma de mirar a Clara, por no ser el centro de mi mundo. Yo notaba que la tormenta Ana estaba a punto de convertirse en huracán y no iba a ser yo quien entrase al trapo. Si tratarme así era una estratagema para hacer que me enfadase y me largase sin más no iba a funcionar. Mis prioridades no eran ella y sus caprichos; mi objetivo estaba esposado y amordazado sobre la cama.

Observé a Clara mientras me colocaba entre sus piernas. Estaba preciosa, desnuda y, lo que más me llamó la atención, receptiva; no parecía en absoluto nerviosa, como si todo aquello no le viniese de nuevas. Recuerdo que me preocupó el tono morado que estaban adquiriendo sus manos presas por las esposas.

- ¿Vas a soltarla? – pregunté a su madre estimulando mi falo mientras acariciaba con suavidad el interior de los muslos de la cría.

- Ni de coña – respondió Ana cada vez más furiosa -. Fóllatela de una puta vez y luego te largas. No quiero volverte a ver en mi vida. ¿Te enteras? ¡En mi vida!

No le di mayor importancia a las palabras de Ana, solía decirme cosas peores cuando se enfadaba conmigo.

Describiría la siguiente escena como una de las más eróticas y morbosas que he experimentado en mi vida. Ante mí se presentó un coño infantiloide, abultado y globoso, libre de pelos, brillante como una perla gracias al lubricante y, lo que más me excitó, sorprendentemente abierto.

- Venga, campeón – dijo la rubia con desprecio -. Ahí la tienes, toda tuya. Disfrútala todo lo que puedas por que no volverás a hacerlo nunca más. ¡Maricón! ¡Pederasta! ¡Pervertido de mierda!

Dijo más cosas en el mismo tono soez y faltón pero sinceramente no presté atención. Según mi criterio y llegados hasta aquel punto en aquella cama, Ana estaba de más; aquello era un asunto entre su hija y yo. Ya no pude contener por más tiempo mis ganas así que me coloqué sobre ella, agarré mi polla por la base, apoyé la punta en la entrada de la vulva infantil y apreté un poco. La rajita cedió ligeramente, transmitiéndome un calor que no esperaba obtener de algo tan pequeño. El extremo de mi cipote, apenas el meato y poco más, comenzó a profanar la entrada de la niña con sumo cuidado. Fue más parecido a un beso entre mi polla y su coño que una penetración propiamente dicha.

Antes de penetrarla de manera más profunda me detuve y quise echar un vistazo a mi compañera de cópula y comprobar que todo iba bien. La diferencia de tamaños entre nuestros cuerpos era tal que la cara de Clara quedaba a la altura de mi pecho así que tuve que mirar hacia abajo para hacerlo. Me encontré con sus pupilas marrones de inmediato. Ella me miraba fijamente, abierta de par en par por iniciativa propia y entregada a la causa, lo que aumentó todavía más mi excitación. Parecía imposible que un cuerpo tan pequeño y delicado estuviese dispuesto alojar en su interior un pene tan grande como el mío pero su actitud no dejaba lugar a la duda: Clara no hacía nada para impedir la monta, sino más bien todo lo contrario. Respiraba lentamente por la nariz y se aferraba al cabecero con ambas manos esperando, sin duda, mi inminente puñalada.

Meneé la cadera hasta obtener el ángulo apropiado y su sexo se abrió más todavía. Ya estaba a punto de dejarme caer sobre ella y perforar su vientre cuando Ana, con un rápido movimiento, apartó mi polla de la entrada del paraíso.

- Pero ¿qué haces? – dijo en tono burlón.

- ¿Qué pasa ahora? – pregunté malhumorado, incorporándome.

- Por ahí no, tonto… ¿acaso quieres hacerle un bombo? Esta puta tetona ya mancha. Hazlo por el otro, házselo por detrás…

No me dio opción a continuar con mi protesta. Ana me dio un empujón para que le hiciese sitio, se arrodilló sobre la cabeza de Clara y, colocándose frente a mí, agarró de los tobillos a su hija, los alzó todo lo que pudo, los abrió hasta el extremo y me ofreció un agujerito redondo, con el borde rosado y el interior tan oscuro como mi alma; un ano sorprendentemente dilatado, dada la edad de su dueña, que palpitaba como la boca de un pececito en busca de alimento.

Dudé ante semejante regalo envenenado y eso colmó la paciencia de Ana:

- ¿Qué pasa? A mí bien que querías encularme el otro día – dijo evidentemente molesta por mi actitud reticente-. ¿Ahora que tienes un culo a tu disposición te vas a volver remilgado, hijo de la gran puta?

- Por ahí no, le haré daño…

Respiró profundamente un par de veces antes de proseguir:

- ¿Eres imbécil? ¿Acaso quieres que te lo de por escrito? Te lo he repetido un montón de veces: ¡Clara sabe, joder! ¡Sabe mamar, sabe follar y sabe muy bien lo que es que le den por el culo! Tranquilo, no vas a romperla… ¡pollas más gordas y negras que la tuya ya se ha jalado por aquí esta puta!

- ¿Seguro?

- ¡QUE SÍ, JODER! ¡MÉTESELA POR DETRÁS!

Ya no me resistí más y pequé. Pequé y juro por lo más sagrado que volvería a hacerlo una y mil veces. Meter mi pene ahí, en el orto de la preadolescente, supuso un antes y un después en mi vida. Agarré de nuevo mi cipote, lo enfilé esta vez contra la entrada trasera de Clara, presioné… y sorprendentemente… entró; y no lo hizo un centímetro ni dos: en el culo de la niña penetró la cabeza del glande entera acompañada de una nada despreciable porción de mi verga. De inmediato sentí como su entraña se abría y un calor desmedido me invadió todo el cuerpo.

- ¿Lo ves? ¡Te lo dije! ¡Eso es, eso es! - gritaba Ana como una posesa al ver mi cara de asombro mientras frotaba su sexo contra la cara de su hija - ¡Dale joder, dale! ¡Dale duro! ¡Dale duro a esta putita!

En efecto, sencillamente no daba crédito a lo que mis ojos veían y todavía menos a lo que mi verga sentía. El orto de la niña podía parecer estrecho, apretado, constreñido… pero mi polla se zambulló en él con una facilidad pasmosa. De nuevo los gritos sordos de la niña hicieron acto de presencia, pero esa vez era yo el causante de los mismos y no su mamá. No me detuve ante ellos aunque, conforme la sodomizaba con mayor vehemencia, los chillidos crecían en volumen y frecuencia pese a la mordaza.

Ana reía y reía a la vez que se masturbaba con la bola que sellaba la boca de la niña; me insultaba e incitaba a encular a su pequeña con mayor virulencia. Me la abría tanto para que yo gozase que parecía querer partirla en dos.

Perdí los papeles; el placer era muy grande, las ganas muchas y no pude contenerme. No me siento orgulloso pero lo hice: la agarré de los muslos, la abrí más todavía y enculé a la pequeña Clara como un animal en celo obteniendo a cambio la corrida de mi vida.

Arengado por su mamá le reventé el culo a la niña con furia, ni siquiera me detuve cuando mi verga se tiñó con ciertos tintes amarronados en su ir y venir. Meneé la cadera una y otra vez buscando única y exclusivamente mi placer, apreté y apreté hasta que, sudando como un cerdo, exploté en su intestino con todas las ganas del mundo y no dejé de hacerlo hasta que mi polla dio todo lo que tenía dentro del culo de Clara.

Rellené de semen el culo de una niña de once años como si de un pavo navideño se tratase. Me porté como un auténtico salvaje y juro por Dios que no me arrepiento. Fue algo extraordinario lo que me hizo gozar aquel angosto culito.

Jamás olvidaré la risa histérica de Ana insultándome y diciéndome de todo mientras sodomizaba a Clara, provocándome para poco menos que violara a su propia hija mientras mi barra de carne entraba y salía del culo de la preadolescente. Era otra persona; parecía ida, descontrolada, extasiada ante el dolor de su vástago… parecía loca.

Ana se enfadó conmigo cuando mi pene, ya flácido, abandonó el intestino de la joven, dejando un reguero de esperma y heces tras de sí. Creo incluso que me pegó, sinceramente no lo recuerdo muy bien y siguió ofreciéndome el maltrecho culo de Clara para mi disfrute.

Después, al ver que yo no podía complacer su deseo, la soltó y siguió meneando su cadera de forma impúdica. Hasta que no estuvo satisfecha no dejó de darse placer y estalló en un estridente orgasmo. Parecía tener cuentas pendientes con la niña y que, tratándola de ese modo con mi inestimable colaboración, de alguna manera las había saldado.

Triunfante, desmontó su cabalgadura, se levantó de la cama sin ni siquiera mirar a la niña o interesarse por su estado y se encendió un cigarrillo, regodeándose en el éxito.

- ¡Vaya enculada que le has pegado! Supongo que te has quedado a gusto… semental.

Yo la escuchaba en la lejanía, sólo tenía ojos para Clara. De nuevo, no daba crédito.

- ¿Qué cojones miras? ¿a mi putita llorona? – Preguntó Ana -. Tranquilo… ya se le pasará, está acostumbrada a que se lo hagan por el culo…

Pero al mirar a su hija, calló. La niña, lejos de estar dolorida o llorosa, era la viva imagen de la lujuria: piernas abiertas, manos aferradas al cabecero, ojos cerrados, mejillas encendidas, tetas empitonadas, babas de placer, borbotones de esperma abandonando su ano y… hilos de flujo saliendo de su sexo suplicando más.

No pude evitar reírme al ver la expresión de Ana contemplando a su hija: una mezcla de incredulidad, sorpresa, envidia y sobre todo celos… muchos celos.

- Tenías razón – le dije sin pensar, en realidad me salió del alma -. Desde luego que Clara sabe de sexo mucho más que tú… y que yo.

- ¡SERÁS PUTA! – Chilló la rubia roja de ira.

Para sorpresa de nadie Ana encajó fatal su derrota. La enculada había sido cualquier cosa menos una tortura para Clara. Amagó con pegar a la niña que, esposada y amordazada, estaba indefensa pero anduve rápido y la retuve.

- ¡Ni se te ocurra ponerle la mano encima! – le advertí -.

Mi caballeroso gesto tuvo el mismo efecto que apagar fuegos con gasolina.

- ¿QUÉ PASA? ¡TE GUSTA MÁS QUE YO! ¿ES ESO? ¡LO SABÍA, TE GUSTA FOLLAR CON NIÑAS…! ¡PERVERTIDO DE MIERDA! Lárgate y no vuelvas, hijo de la gran puta.

Ana estaba fuera de sí. Yo la conocía lo suficiente como para saber que en ese estado era imposible razonar con ella. Ni siquiera me dio la opción de intentarlo. Nos echó a los dos a patadas, no dejó de golpearme mientras liberaba a Clara de las esposas y la mordaza. Centró su ira en la pobre cría, ni sé la de veces que la llamó puta. Alcé a la niña, la protegí como pude y, cogiéndola en brazos, la saqué de la habitación en volandas. Ana nos despidió con un portazo y escuché a través de la puerta sus gritos de ira acompañados de caídas de objetos y roturas de cristales.

Mientras recorría el pasillo con la cría temblando en mis brazos le susurré:

- Desde luego hacer enfadar a tu mamá… también sabes.

No me costó mucho encontrar la habitación de la niña. Separé los peluches de su cama, retiré las sábanas y, con mucho cuidado, la acosté. Estuve con ella un rato, dándole besitos en la frente y acariciándole el cabello. Cuando creí que dormía, me levanté de la cama para irme pero en cuanto abrí la puerta de su cuarto, me llamó con un hilito de voz:

- No… no me dejes sola con ella – suplicó-, me matará.

Dada la hora que era, mi carencia de transporte y la tasa de alcohol en mi sangre, opté por aceptar su invitación y meterme en la cama con ella. Enroscado tras su menudo cuerpo, con mis manos acariciándole las tetitas y mi verga flácida entre sus muslos me sumí en un profundo sueño.

Me desperté completamente desnudo a una hora indeterminada. El sol penetraba fuerte por la ventana dejándome ver una habitación desconocida para mí. Aquello no me era extraño; solía terminar encamado con mis conquistas de una sola noche pero era la primera vez que me rodeaban peluches, consolas de videojuegos, ropa interior juvenil, lápices de colores y posters de K-pop. Al darme media vuelta corroboré que no estaba solo en la cama: los ojos de Clara se clavaban en los míos como dagas. Pude verlos mejor que el día anterior: marrones, pequeños y melancólicos; no había que ser un genio para adivinar que la vida de aquella cría junto a Ana no había sido sencilla.

- Buenos días – me susurró dándome un besito en la boca tras esbozar una tímida sonrisa-.

Amagué con decir algo pero ella me selló los labios con otro beso.

- ¡Psss! No hagas ruido: mamá está a punto de irse.

- ¿Qué hora es? – pregunté sin apenas alzar la voz.

- Casi las dos.

- ¡Las dos!

- ¡Psss! ¡Calla! – dijo ella exhibiendo una divertida sonrisa - ¡Mami no sabe que sigues aquí!

Tras unos momentos de duda decidí actuar como un adulto y salir a su encuentro. La responsabilidad de lo ocurrido la noche anterior era solo mía, Clara era del todo inocente.

- De… debería salir a hablar con ella…

- ¡Ni se te ocurra! – repuso la niña rodeándome con sus brazos, mostrándome de nuevo las excelencias de su cuerpo desnudo -. Deja que se vaya, si te pilla aquí, se enfadará mucho... conmigo.

Lo cierto es que Ana era mi único modo de transporte conocido para regresar a la civilización pero sabía muy bien cómo se las gastaba y no quería causarle a Clara más problemas.

Fue Clara la que se encargó de disipar mis dudas. Deslizó sus manos alrededor de mi cuello, acercó su cara a la mía y me besó. No tardé ni un segundo en descubrir que besar de forma obscena era otra de esas cosas que sabía hacer muy bien. Mientras Ana deambulaba de aquí para allá por el pasillo con el sigilo de un elefante, su niña sorbía mis babas, me mordía el labio, tiraba de él, me introducía la lengua en la boca buscando la mía con eficacia y luego simulaba una felación con ella, repitiendo los movimientos con los que había puesto a mi rabo duro como una piedra la noche anterior. A diferencia de su mamá, que era puro fuego y violencia en la cama, combinaba inocencia con tocamientos suaves y certeros en mi verga. Estaba muy claro que sabía cómo desenvolverse entre las sábanas con un hombre adulto.

Recuerdo cómo se reía cuando le pellizcaba suavemente las tetitas y cómo me tapaba la boca cuando notábamos que Ana pasaba cerca de la puerta, sin dejar en ningún momento de acariciarme el pene o frotarme los testículos. Cuando su mamá se alejaba nos reíamos y volvía a la carga. Besos cargados de babas, dulzura y morbo; besos de una niña, es cierto, pero una niña experta y con necesidades físicas idénticas a las de una mujer adulta. Justo en una de las ocasiones en las que Ana estaba más cerca… Clara comenzó a masturbarme en serio. No quiero resultar repetitivo sobre sus conocimientos sobre el sexo, sólo diré que dominaba ese arte como pocas. Meneaba la mano con soltura y, sin dejar de darme besitos en los labios, recorría la polla de arriba a abajo, desde la base hasta la punta. El tacto de su piel era suave y, de vez en cuando, me tocaba los cojones, jugueteaba con ellos y usaba mi pecho para amortiguar su risa. Supongo que mi cara de terror ante la posibilidad de ser descubierto por mi compañera de turno debía ser de lo más graciosa.

De repente, dejó de besarme, reptó como una serpiente y se colocó entre mis piernas. Arrodillada, abarcó mi cipote y lo besó varias veces antes de jalárselo lentamente entre los labios. Jamás olvidaré cómo me miraba mientras mi pene entraba en su boca. Me la chupó de forma suave con sus pupilas fijas en las mías de manera voluntaria y sin que ni el alcohol ni el vicio de su mamá tuviesen nada que ver. Se la metió tan adentro que varias veces llegó a golpear con su glotis el extremo de mi glande y ni parpadeó, siguió chupándomela como si nada. De vez en cuando, para tomar aire, dejaba de chupar y su pequeña lengua recorría mi rabo cubriéndolo de babitas, como si fuese un helado de hielo para después repetir sus maniobras orales. Si mi rabo sabía a su mierda… ni se inmutó. No sé qué era más morboso para mí en aquel momento, cómo me la chupaba o cómo me miraba al hacerlo.

Mientras disfrutaba de su increíble mamada vino a mi mente su horripilante apodo: Chupaclara. Ciertamente era algo feo y vejatorio pero tenía que reconocer que también de lo más acertado. Al César lo que es del César: Clara era una mamadora nata.

Cuando lo consideraba conveniente besaba y lamía también mis testículos; casi me vuelvo loco cuando se introdujo uno de ellos entre los labios. Precisamente en uno de esos momentos críticos en los que uno de mis cojones ocupaba su boca una voz atronadora surgió del otro lado de la puerta.

- ¡Cariño, tengo que irme! Te dejo dinero en la cocina, no me da tiempo a prepararte nada…

Clara estuvo rápida de reflejos. Desocupó su boca de inmediato y contestó sin demostrar nerviosismo alguno:

- ¡Sí, mami!

Tras lo cual volvió a la tarea para la cual estaba más que dotada. La conversación madre e hija a través de la puerta no se prolongó mucho. Las contestaciones de Clara eran poco más que monosílabos articulados entre mamada y mamada. Supongo que no quería que la interrupción de Ana tuviese repercusión en la dureza de mi rabo. Estaba claro que sabía hacer más cosas de las expuestas la noche anterior y que se moría por enseñármelas.

Ana volvió a alejarse, su niña dejó de chupármela y se colocó sobre mí. Me hubiese gustado comerle el coño pero no me dio opción. Tal vez era más delicada que su mamá en las formas pero no en el fondo. Estaba muy claro lo que quería e iba a conseguirlo sí o sí. Separándose el cabello, en parte adherido a su cara por sus babas y mis jugos preseminales, reptó hasta que su vulva y mi cipote estuvieron a la misma altura. Me agarró la verga y la puso contra su coño. A duras penas pude controlar mi eyaculación al sentir el calor y la humedad de su vagina infantiloide.

Antes de dejarse caer y montarme como una amazona, se detuvo, me miró muy seria y me dijo:

- Papá no me folla, ¿vale?

- Vale – contesté yo, bastante descolocado por su declaración.

- Tampoco veo sado.

- E… está bien.

Supongo que para la niña era importante que aquellos aspectos quedaran claros, aunque sinceramente ni los recordaba. Sabía de muy buena tinta que, cuando el volcán Ana estallaba, por su boca podía salir cualquier cosa. Tampoco me dio mucho tiempo para pensar en ello. Meció su cuerpo menudo, masturbándose con mi verga para luego enfilársela por el coño. El primer intento resultó fallido y también los siguientes, pero la chiquilla conocía su cuerpo lo suficiente como para no echarse para atrás así que siguió intentándolo de manera vehemente hasta que mi barra de carne entró en ella de forma lenta pero constante. Noté cómo su lubricada entraña cedía ante el acoso de mi ariete y, en lugar de gritar de dolor como yo entendía tratándose de un coño tan estrecho, la niña empezó a jadear emitiendo sonidos guturales al principio que se transformaron en grititos de éxtasis conforme el ritmo de la monta se incrementaba.

- ¿Decías algo, cariño? – preguntó Ana desde un lugar indeterminado de la casa.

- ¡No! ¡No he dicho nada! –contestó Clara entornando los ojos mientras se daba placer a su gusto.

No sé si fue buena idea, pero lo cierto es que le tapé la boca con la mano para que su desliz no se repitiera y esto le dio nuevos bríos. La cama crujía y a mí también me costaba mantener el silencio. Su angosta vagina hacía estragos en mi resistencia y mis huevos, preñados de semen, ansiaban con desespero el momento de descargar su viscoso contenido en el interior de la niña.

Clara comenzó a lamerme los dedos sin dejar de follarme, jugueteando con ellos de manera sucia, utilizando la lengua y los labios en ellos como si fuesen pollas. Sonreía inocentemente al hacerlo y eso me calentó más si cabe. La preadolescente sudaba tanto o más que yo y sus pezones se bamboleaban erectos coronando sus pechos brillantes. Prolongué la cópula cuanto me fue posible y ella me secundó demostrándome su total dominio de la situación. Me mordió los dedos, y la sorpresa más que el dolor hizo tensar mi cuerpo, regalando a la cría una cornada más profunda que encajó con un prolongado gemido. Se acostumbró rápido al incremento de centímetros disponibles, mi miembro entró en ella con suma facilidad; yo notaba cómo sus flujos vaginales barnizaban mi verga recorriéndola en sentido descendente hasta mojar mis huevos. Sin dejar de acoplarse a mí, cuando estuvo satisfecha y no antes, tiró su pequeño cuerpo hacia atrás, apoyó las palmas de sus manos sobre el colchón, miró al techo, abrió la boca y comenzó a menear la cadera de una forma frenética hasta que sentí una contracción salvaje seguida de otras rápidas y algo menos intensas que casi me revientan la polla.

En el momento de su clímax, Clara me dejó claro que era una digna hija de su madre. Sus maneras de abordar el sexo eran diametralmente diferentes pero ,en lo que se refería a la intensidad de los orgasmos, eran dos gotas de agua.

Ya no quise ni pude retenerme más. Instantes después de que la niña llegase al cénit me corrí en su interior lo más profundo que me fue posible. Fue una corrida descontrolada y caótica, los chorros de esperma salían de mi cuerpo uno tras otro.

- ¿Clara has visto mis pendientes…? - preguntó Ana entrando en la habitación justo en el momento en el que me derretía en la vagina de su hija.

Se calló de repente. Jamás olvidaré su cara de estupor al verme ahí, encamado con su niña, abotonado como un perro a ella como decía mi abuela cubana. Mi pulso, acelerado por la cópula, estuvo a punto de detenerse. Clara siguió moviendo la cadera lentamente, colmándose de mi polla que, pese a la corrida, no había perdido ni un ápice de dureza. Continuaba recreándose en su orgasmo y tal vez en su enésima victoria sexual sobre su madre, aunque no estaba yo muy seguro de que fuese consciente de semejante circunstancia.

- ¿Qué narices está pasando aquí? – Bramó Ana.

- Di… dijiste que fuese amable con Nacho… mami – contestó Clara con un hilito de voz sin dejar de mecerse con mi verga inserta en lo más profundo de su cuerpo-. Su... supuse que te referías a esto… como con tus otros amigos.



Madre e hija estuvieron mirándose unos segundos que me parecieron horas.



- ¡Increíble! Definitivamente no das para más…

En lo que a mí respecta Ana, en lugar de enfadarse por mi presencia allí optó por ignorarme. Se dirigió al tocador de Clara y comenzó a rebuscar en él, revolviéndolo todo de forma nerviosa.

- ¿Qué hay de los pendientes? ¿Sabes dónde están, putita?

- No. Lo siento, mami. Yo no los tengo.

- ¿Seguro? Ayer quise ponértelos para la… cena pero no los quisiste…

- Es verdad – repuso Clara sin dejar de empalarse de carne -, pero nos vestimos en tu habitación, ¿recuerdas?

- Sí… es verdad.

La dragona rubia se dirigió a la puerta y, repuesta de la sorpresa inicial, me lanzó una mirada de desprecio antes de dirigirse a mí:

- Supongo que no te habrás puesto condón…



Mi silencio fue más que explícito.



- ¡Hombres! Sois todos iguales, sólo pensáis con la polla. Ya te dije que esa zorra mancha, ¿acaso quieres hacerle un bombo?

- Yo, yo… - balbuceé esta vez torpemente intentando encontrar una excusa que no tenía.



Ana no me dejó intentarlo si quiera.



- ¡Tú…nada! Has ido a lo tuyo, como todos - dijo en un tono duro e impersonal –. Cuando te canses de follarte a esa puta se la pasas al vecino. Se lo pasan bien juntos con sus juguetitos y cámaras de fotos. Yo no volveré hasta el lunes, he quedado con unos amigos después del turno. Dile que le dé una pastilla especial… él ya sabe a qué me refiero.



Me surgieron algunas preguntas acerca de sus palabras aunque me guardé de hacerlas. Lo menos que me apetecía era tener otra pelea con ella.



- Vale.



Sin más se fue. Ni se despidió de su hija ni de mí. Simplemente dio un portazo que a punto estuvo de hacer saltar el marco de la puerta de su lugar. Clara cerró los ojos y siguió follándome. No había dejado de hacerlo durante toda la conversación con su mamá.



Permanecimos encamados toda la tarde. La niña, mucho más relajada y desinhibida sin la presencia materna, me hizo una demostración práctica de todos sus conocimientos en lo referente al sexo, que eran muchos. Entre otras delicias, sin necesitad de atarla o amordazarla, me dio a probar de manera voluntaria las excelencias de su culo. Yo creo que incluso se la jalé más adentro que la jornada anterior violentándola; su elasticidad anal era impresionante.



Había algo que me inquietaba. El “se lo pasan bien juntos con sus juguetitos y cámaras de fotos” de Ana daba vueltas en mi cabeza pero dado el conocimiento de Clara en ciertas cosas no había que ser un genio para adivinar a qué se refería. Entre polvo y polvo intenté sonsacar a la niña preguntándole al respecto; ella me contestó con evasivas hasta que me dijo, muy seria, que su mamá no le dejaba hablar del vecino y lo que hacía con él con terceras personas. Lo más que pude adivinar era que trabajaba en seguridad y que era una especie de detective industrial o algo así. No quise estropear el día así que desistí en mi empeño.

Al caer la tarde, cuando mis huevos no dieron más de sí, acompañé a Clara hasta la puerta de su enigmático vecino.

Reconozco que me impactó. Yo soy un tipo bien parecido y, sobre todo entonces, me consideraba en plena forma pero lo de ese tipo era otro nivel. Nos abrió la puerta un armario ropero, muy alto, fornido y musculado; calvo como un limón y con una sonrisa heladora que se tornó más amable cuando descubrió a Clara a mi lado.




- Buenas tardes. Soy Nacho – me presenté tras aclararme la garganta-, un amigo de Ana. Me pidió que te dejase a Clara y te dijese que no volverá hasta el lunes, que tú te ocuparías de ella.



El gigante ni se molestó en hablarme, sólo tenía ojos para la niña.



- Hola princesa, ¿has merendado?

- Nop, ni siquiera hemos comido – repuso ella dándole un besito en la mejilla- . Me muero de hambre.

Me sentí culpable por mi falta. Me jodía reconocerlo pero Ana tenía razón: cuando probé la carne fresca de Clara no pensé en nada más. Tan obcecado estuve en follármela durante la jornada que pasé por alto un detalle tan importante como era alimentarla. Debía haber sido más atento con la niña en lugar de pensar sólo con la polla.



- No te preocupes, sabes que siempre tengo chocolate para ti; ve yendo al jacuzzi mientras hablo con el amigo de tu mamá.

- ¡Vale!



La chiquilla me lanzó una de sus tímidas sonrisas a modo de despedida bajo la atenta mirada del calvo y cuando pasó a su lado él la retuvo:



- Espera, espera… déjame ver eso.

El tipo examinó las muñecas de Clara. Se dejaban ver dos oscuras marcas causadas por las esposas. Maldije en ese momento a Ana y a sus jueguecitos sexuales. Por fortuna para mí él fue discreto y, si pensó algo turbio, no dijo nada:



- Luego arreglaremos esto. Ve, ahora voy yo.

Jamás olvidaré la mirada de ese tipo cuando nos quedamos solos. Creí que iba a arrancarme la cabeza de un zarpazo, y apuesto a que hubiese podido hacerlo sin problemas. Me armé de valor y rompí el tenso silencio que se había creado entre ambos:



- Ana dice que le des una pastilla… especial.

- Lo suponía. Las paredes de estas casas son de papel. Se escucha todo, absolutamente todo.

No dije nada. Yo cada vez estaba más nervioso.



- ¿Te apetece quedarte? – preguntó invitándome a entrar en su casa- Verás cómo lo pasamos bien los tres. El jacuzzi es lo suficientemente grande para todos… y Clara no pondrá problemas para nada; ya has conocido de lo que es capaz.

Aquel giro en los acontecimientos me sorprendió. No sé si malinterpreté o no las palabras de aquel tipo, pero caí en la cuenta de que podía estar más interesado en mí que en la niña. Anduve rápido de reflejos y repuse de inmediato:



- No. No, gracias. Tengo que irme.

El tipo me miró de arriba abajo, con aire decepcionado.



- Como quieras. No obstante, si sabes lo que te conviene, no deberías aparecer más por aquí. Ana es bastante permisiva con lo que respecta a los juegos entre sus… amigos… y su hija, pero el papá no tanto. Si por casualidad se enterase de lo que ha pasado esta noche podrías tener problemas, ¿no crees?

- Te… tengo que irme – acerté a balbucear -.

- Sí eso… ve. Lárgate y no vuelvas por aquí.

Sobrepasado por los acontecimientos me busqué la vida y regresé a Lleida como pude. Decidí poner tierra de por medio y disfruté de mis vacaciones pero fui incapaz de pasar página sobre lo acontecido. El cuerpo de Clara y su forma de utilizarlo para darme placer eran difíciles de olvidar.

Dos días antes de reincorporarme al servicio recibí por correo certificado una carta indicándome que mi solicitud de cambio de destino había sido aceptada. Por lo visto, el director del hospital había accedido a mi petición por delante de la de muchos otros y tenía que incorporarme a mi nuevo puesto en un pueblo perdido de Girona. Intuí que Ana había tenido algo que ver en aquel asunto utilizando sus incuestionables artes amatorias, el cuerpo de su complaciente hija o tal vez mencionando el encuentro en el hostal del influyente señor y la adolescente pelirroja.

Tentado estuve de realizar una visita furtiva a Clara aprovechando mi siguiente ciclo de vacaciones. Sin embargo, el recuerdo de los fornidos hombros de su vecino calvo resultó de lo más persuasivo y amedrentador y no lo hice..

En lo que a mí respecta, el encuentro sexual con Clara tuvo consecuencias inesperadas para mí: no puedo evitar desnudar con la mirada a las adolescentes; las relaciones con chicas jóvenes ya no me parecen tan aburridas; y me enganché al porno de carácter prohibido del que todavía sigo intentando desengancharme sin éxito, entre otras cosas



Varios años después, durante una noche de insomnio y navegando en lo más profundo de la red, descargué un video cuya protagonista femenina me resultó muy familiar a pesar del antifaz que llevaba puesto. No suelo disfrutar con actrices tan pequeñas en acción pero, al resultarme conocida, me picó la curiosidad y quise ver más.

Atada de pies y manos en una especie de mazmorra, la chiquilla se retorcía y jadeaba de gusto mientras un gigantón calvo, también enmascarado, le ensartaba una ristra de bolas chinas por el culo de considerables dimensiones. Cuando el tipo se dio por satisfecho, sin sacar el juguete de las profundidades del orto infantil, se limitó a aproximar su enorme cipote a la cara de la preadolescente. Ella, entregada a la causa, abrió la boca de par en par y él comenzó a orinar en su interior. El chorro se estrelló primero justo en el diente mellado y después se centró en la cavidad bucal. Cuando estuvo a medio llenar, él dejó de orinar, la niña tragó el nauseabundo contenido, sonrió a la cámara de una forma tímida que yo pude reconocer bien y volvió a por más sin dudarlo. De inmediato dejé de masturbarme y pausé el vídeo. Lo retrocedí un par de veces para cerciorarme de que se trataba de la persona que yo creía y no me estaba confundiendo y así fue; no me estaba equivocando. La filmación no era actual, pero me perturbó demasiado. La protagonista que reconocí aparentaba menos edad que cuando la conocí yo. Adelanté la reproducción varias veces, vi de qué trataba en realidad el video y eliminé el archivo. Era demasiado para mí.

Estaba claro que Clara sabía hacer muchas más cosas de las que me había enseñado en su día pero no estaba seguro de tener estómago para verlas. También me entraron serias dudas sobre el tipo de “chocolate” que el vecino le preparó la tarde en la que la dejé a solas con él. También me pregunté si la mamá era consciente del tipo de actividades que realizaba su hija con el vecino cuando ella se iba de orgía con sus amantes de color.

Tuve la necesidad imperiosa de lavarme los dientes varias veces seguidas. El recuerdo de los besos de Clara ya no me resultó tan placentero a partir de entonces y se me quitaron las ganas de repetir con ella... o tal vez no.



Zarrio-Kamataruk

Comentarios

  1. Magnífico relato, una adición más que espectacular a las aventuras de Ana y Clara. Deseando que haya alguna adición más a sus peripecias

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