"ADIVINANZAS" por KAMATARUK



Mentiría si dijese que Charo era el amor platónico de mi infancia. Cierto es que en mi adolescencia me la machacaba pensando en ella, pero no más que en el resto de las chavalas de la pandilla del pueblo. A esas edades los juegos infantiles ya no lo son tanto y los tocamientos, abrazos y miradas furtivas a los incipientes escotes de nuestras amigas tenían consecuencias en ciertas partes de nuestros cuerpos preñados de hormonas y, tarde o temprano, no nos quedaba más remedio que aliviarnos de manera clandestina ya fuese en el baño, durante una ducha o en la intimidad de nuestro cuarto.

Al ser la nuestra una localidad relativamente pequeña, los chicos y las chicas nos agrupábamos según nuestra edad y es por eso por lo que entablamos desde muy niños una relación cordial de buena amistad entre nosotros. No voy a dármelas de rompecorazones; no tuve ocasión de ir más allá con ella ni aunque hubiese querido ya que, en cuanto las hormonas comenzaron a hacer de las suyas, esa morenita de cuerpo menudo, larga melena lisa y oscura, ojos castaños y temple sereno se emparejó con Gabriel, otro chico del grupo; un chaval de lo más divertido y simpático que me caía de puta madre. De hecho, siguen juntos desde los quince años y son la mar de felices con su hijo, de lo cual me alegro



Ni Charo ni yo fuimos unos buenos estudiantes en su día; nos gustaba más jugar en la calle, fumar a escondidas y hacer novillos que los libros. Cuando ella terminó la educación primaria se inscribió en una academia de peluquería en la ciudad. Después volvió al pueblo y comenzó a ejercer de ayudante en una de las peluquerías del lugar. Aunque lo más correcto sería decir que hizo de esclava, dado el extenuante horario de trabajo que la bruja de su jefa le impuso, pero ese es un asunto que no viene al caso. Gracias a su buena maña pronto pudo independizarse y montó una coqueta peluquería que todavía regenta con verdadero éxito.

Yo, por mi parte, tampoco era una lumbrera, sino más bien tirando a zoquete. Estuve dando tumbos de aquí para allá iniciando estudios que jamás terminé hasta la mayoría de edad cuando un amigo de mi padre le sugirió que me dedicase al transporte de mercancías. A mí la idea me pareció genial, cualquier cosa con tal de no escuchar los continuos reproches de mi progenitor. Es jodido el tema de la “rosca” pero tiene sus buenos momentos que son con los que prefiero quedarme. Por naturaleza soy una persona optimista.

Al cumplir los treinta, cansado de ver mundo y de dormir en la cabina del camión, decidí cambiar de vida y volver a mis raíces. Al poco tiempo me casé con Denisa, una camarera rumana con bastante mala leche y un par de tetas que quitaban el sentido, a la vez que acepté un empleo de conductor de autobús en la línea que une mi pueblo con la cercana capital de provincia. Algo monótono, ya lo sé, pero me daba de comer y me permitía dormir acompañado todas las noches, cosa que se agradece mucho cuando se tiene la espalda deshecha de tanto conducir. El trabajo aún dura, pero Denisa voló del nido al poco tiempo y, acostumbrada a la gran ciudad, se ahogaba en un lugar tan pequeño.

Mi trabajo era tan entretenido como un desfile de piedras: la misma ruta, las mismas curvas, los mismos baches un día sí y el otro también. Para romper la monotonía inventaba mil estrategias, una de las cuales era idear una especie de juego de adivinanzas conmigo mismo: el reto consistía en intentar adivinar el motivo del viaje de cada uno de mis pasajeros, una tontería que me ayudaba a distraerme del tedio mientras conducía.

Era un juego muy estúpido para matar el tiempo. Una gilipollez como otra cualquiera.

Era relativamente sencillo averiguarlo con un poco de experiencia: los lunes por la mañana el autobús se llenaba de estudiantes somnolientos que regresaban a casa los viernes por la tarde con los rostros ojerosos tras la juerga universitaria de los jueves. Los viejecitos, que ocupaban las primeras filas, acudían al centro hospitalario por mil y una dolencias. La señora Jacinta, mi vecina, iba todos los días a cuidar de sus nietos que eran unos auténticos diablillos. Otra de las habituales era Sor Irene, que visitaba al obispado todos los jueves, y los migrantes, que iban a su bola yendo y viniendo en busca de trabajo.

Confieso que lo de Charo me desconcertaba. Por más que le daba vueltas al asunto, no encontraba sentido a lo que hacía: cada lunes alterno, mi amiga, perfectamente maquillada y peinada haciendo gala de su profesión, tomaba el autobús de las nueve de la mañana y volvía al pueblo en el de las cinco de la tarde con el mismo aspecto impoluto y la misma sonrisa dulce, serena y algo melancólica que siempre adornaba su cara. No me parecía lógico que, trabajando su marido en una gestoría de la ciudad, no le acompañase en ninguno de los dos trayectos, ni a la ida ni a la vuelta.

En cualquier caso, Charo volvía al pueblo tal y como iba: sin bolsas, equipajes ni nada por el estilo; jamás compraba nada. Tan sólo portaba un pequeño bolso de mano, más bien parecido a un neceser, y su bonito trasero al que no me cansaba de mirar a través de mis gafas de sol.

A sus treinta y tantos años, Charo seguía tan estupenda como siempre, de hecho, parecía tener un pacto con el diablo. Pese a haber parido muy joven seguía teniendo el mismo “tipín” de adolescente de antaño. Jamás había sido una hembra voluptuosa ni había tenido un físico deslumbrante, pero conservaba su cuerpo menudo tan bien que incitaba a la fantasía en los hombres y suscitaba la envidia en las mujeres pese a que nunca había dado de qué hablar en el pueblo ni se le conocía desliz alguno.

Obviamente lo más sencillo hubiese sido preguntarle directamente el motivo de sus viajes a la ciudad dada nuestra amistad pero, a pesar de lo que pueda parecer, todo el que me conoce sabe que, ante todo, soy un hombre discreto. Hay quien asegura que es mi mejor cualidad y por lo que más me valoran mis amigos. Lo pasé muy mal con los chismes inventados sobre mi divorcio y no quería entrar en el mismo círculo vicioso hablando de terceras personas sin conocimiento ni motivo alguno. Allá cada uno con lo suyo. Cada uno en su casa y Dios en la de todos.

El juego de las adivinanzas no lo hacía por curiosidad, sino más bien como un ejercicio mental para no volverme loco de aburrimiento y arrancarme las venas durante el repetitivo trayecto de ida y vuelta a la ciudad. No obstante, reconozco que el modus operandi de mi misteriosa amiga me desconcertaba y resultaba todo un reto para mi capacidad de deducción.

Una de las cosas malas de mi trabajo son las horas muertas que transcurren entre el viaje de ida y vuelta. Aprovecho el tiempo para hacer recados a la gente del pueblo a cambio de un poco de dinero o a veces por pura cortesía. Nada importante: encargos sencillos como llevar ropa a la tintorería, recoger paquetes para los talleres y cosas así. Y precisamente, haciendo una de esas cosas intrascendentes, fue como me topé sin querer con mi amiga Rosario uno de aquellos lunes.

No recuerdo qué estaba haciendo yo en la zona más bohemia de la ciudad pero me encontré con ella de casualidad; juro por mi padre que no la seguí. Sencillamente la vi a lo lejos saliendo de lo que creí un bar y me acerqué con la sana intención de invitarla a un café rápido antes de ir a la estación de autobuses. Quise creer que, con el bullicio de la calle, no escuchó mi llamada y se metió en el taxi sin girar la cabeza con su neceser. Me quedé contrariado contemplando cómo el vehículo se alejaba pero mi expresión se tornó en desconcierto al reconocer el establecimiento visitado por Charo.

Jamás hasta ese día había puesto un pie en La Kueva. Por supuesto que conocía de su existencia, no había día en el que no apareciesen bajo el limpia parabrisas del autobús tres o cuatro panfletos publicitarios de aquel antro de vicio y perversión. Era un local exclusivo de copas durante el fin de semana en el que se hacían espectáculos para adultos durante el resto de los días. Lo que desconocía era qué podía estar haciendo allí mi buena amiga a las cuatro y media de la tarde, un soleado lunes de primavera; estaba realmente confundido.

Pese a que el tiempo me apremiaba quise investigar un poco más y revisé la poca información que ofrecía el cartel anunciador junto a la puerta:

“LA KUEVA: Fiestas de diez a diez cien por cien amateur.”

- Lunes: Fiesta Swingers.

- Martes: Fiesta BDSM.

- Miércoles: Fiesta Intercambios de Parejas.

- Jueves: Fiesta Bisexual.

- Viernes: Fiesta Cosplay.

- Todos los días: Zona Voyeur.

El resto de la información que aparecía en el cartel era irrelevante. Me quedé anonadado ante lo que leí al inicio del mismo.

- ¿Fiesta Swinger? – musité -.

Obviamente sabía el significado de ese tipo de encuentros en los que hombres y mujeres mantenían relaciones sexuales esporádicas con desconocidos, pero me resistía a creer lo más obvio en lo referente a Charo: era imposible que ella se prestase a eso, no iba para nada con su forma de ser. Mi mente lógica empezó a rodar buscando una explicación plausible para la presencia de mi amiga en aquel sitio tan sórdido pero no me fue sencillo.

Caminando de vuelta a la estación de autobuses pensé que, tal vez, Charo ofrecía los servicios de peluquería a los participantes en aquellos encuentros en ese lugar. Supuse que, tras la orgía, asistía a los participantes a recomponer su aspecto, ayudándoles a disimular los excesos cometidos y tratando de eliminar cualquier rastro de actividad sexual. Deduje que, a la bacanal, acudiría gente de toda condición, incluso personas con pareja que no querrían ser descubiertos en un acto de infidelidad. Una buena ducha, un buen peinado, algo de maquillaje, gotitas de perfume y aquí no ha pasado nada. Me pareció algo cogido por los pelos pero bastante plausible aunque, dada la gran cantidad de clientela que frecuentaba la peluquería de Charo, me parecía extraño que tuviese que hacer horas extras en la ciudad.

Llegue con el tiempo justo para preparar el vehículo y rellenar el papeleo previo a la partida. A la hora exacta abrí las puertas y ahí estaba mi amiga la primera de la fila, como siempre. Al subir al autobús me mostró su cálida sonrisa iniciando el mismo diálogo antes de ocupar su asiento preferido al final del pasillo:

- ¿Qué tal Pedro?, ¿todo bien?

- Todo bien, Charo. ¿Y tú?

- También. Todo bien, Pedro.



Aunque parezca contradictorio, curiosidad y discreción no son dos características antagónicas. Me picaba la curiosidad por saber de las andanzas de Charo en La Kueva aunque no tenía la menor intención de airearlas a los cuatro vientos. Tenía dos semanas hasta el siguiente viaje de Charo pero al día siguiente estaba yo en la puerta de aquel extravagante local dispuesto a conocer más sobre él. Soy bastante retraído y no me siento cómodo en ese tipo de situaciones pero la curiosidad y, sobre todo, el morbo, por una vez, me pudieron.

La chica de la taquilla, además de hermosa, era de lo más simpática. Supongo que a las diez y media de la mañana no tenía mucho trabajo así que decidió hacer de relaciones públicas y explicarme el funcionamiento de ese sitio. No quise parecer insistente y le dejé recitar la lección sin interrumpirla y teniendo mucho cuidado de no fijar la mirada en su contundente escote que mostraba su pecho más de la cuenta. Por nada del mundo quería importunarla; para mí su información era más valiosa que sus tetas.

- ¿Y para qué se necesita aquí una peluquera? – pregunté cuando creí que el torrente de palabras que salía por su boca siliconada iba bajando en intensidad.

- ¿Peluquera? – la joven se rio de mí como si le estuviese hablando en chino -. Aquí no hay ninguna peluquera, cada cual se las apaña como puede; después del sexo uno se toma una ducha y listo pero, ahora que lo dices, me parece una idea estupenda. Se la tendré que proponer al jefe, seguro que le gusta. Siempre está abierto a explorar nuevas líneas de negocio. Ni te imaginas la de mujeres casadas que vienen por aquí por las mañanas, seguro que les vendría bien unos retoques antes de ir a buscar a los nenes al cole o de volver a casa con sus cornudos mariditos…

- Oh… ya veo – apunté dubitativo al ver como mi teoría más sólida caía hecha añicos por la realidad -.

- ¿De verdad no quieres entrar? Se te ve en forma- me preguntó la rubia de bote en tono sugerente, repasándome de arriba a abajo con sus ojos verdes ligeramente bizcos -. En un rato me viene a relevar un compañero. Puede que entre yo también a dar unos azotes… será divertido.

A pesar de que su oferta era tentadora el tema de los latigazos y las mordazas jamás fueron lo mío así que esquivé su invitación con otra pregunta:

- ¿Y lo del voyerismo...? Lo de las salas y eso...

La cara de la joven reveló cierta desilusión. No parecía estar muy entusiasmada con el asunto.

- Ah… eso sí es para raritos. Gente que mira en lugar de actuar. Son unos frikis pero cada uno tiene sus gustos. Algunos se pajean viendo follar a los demás y dejan las salas perdidas de semen; otros simplemente miran y babean. Son unas cabinas que rodean a las principales donde esos pajilleros se meten y le dan brillo a la verga una y otra vez. No se lo digas a mi jefe, pero yo lo encuentro asqueroso y aburrido.

- Bueno, supongo que mirar será más barato que actuar… - Reí.

- Para nada- me susurró ella en voz baja como si me estuviera revelando el secreto de la Coca-Cola -. Son cubículos individuales con aire acondicionado, rollos y rollos de papel higiénico, ambientadores fuertes y todo eso; entrar ahí es incluso más caro que participar en las fiestas. Se llenan en todas las sesiones e incluso hay gente abonada a ciertos días y a determinadas cabinas para no perderse detalle. Son unos putos pervertidos.

- ¿En serio?

- Te lo juro.

- Serán casi todos hombres…

- Sí, aunque cada día hay más mujeres que se pasan por aquí sólo a mirar y a hacerse un dedo.

- Y las mujeres que participan en las… “fiestas”… ¿son profesionales?

- ¿Te refieres a que si son putas? – Preguntó la rubia con total naturalidad -. Para nada, son mujeres de la calle a las que les va mucho el sexo. Como te he dicho, yo misma participo en alguna… sobre todo los martes y jueves. Me van esas cosas, ya sabes… los coñitos, los azotes… y todo eso.

Reconozco que tanta información no solicitada sobre sus gustos sexuales me turbó tanto o más que su mareante escote. Intenté no pensar en ella retozando junto a otra muchacha o blandiendo un látigo enfundada en unas botas de cuero. Yo tenía otras prioridades en ese momento.

- Aquí teóricamente paga todo el mundo – prosiguió -, ya sea hombre o mujer, pero también te digo que el jefe hace la vista gorda con ciertas mujeres de las más habituales y no me extraña: hay alguna que, cuando viene, el local se llena y da igual la hora que sea…

- … como ayer…

- ¡Exacto! Pero oye… ¿tú cómo lo sabes?

Me tomé un respiro, acaricié mi barba de tres días y proseguí con mi investigación sin hacerle demasiado caso:

- Supongo que eso sucederá con las chicas más jóvenes…

- No precisamente. Tener un cuerpo bonito ayuda pero aquí se valoran otras cualidades.

- ¿Otras cualidades?

- Sí, ya sabes: mujeres que tengan aguante, que no tengan problemas con quién les toca follar, que le pongan ganas al follar… que hagan de todo y con todos, vaya…

- Entiendo. Pero…

- Oye… el encargado del turno nos está mirando. ¿Vas a entrar o no? Venga, anímate. Lo pasarás bien, en un rato entro yo y dejaré que me des unos azotes… ¿te animas?

Decliné su ofrecimiento porque lo de los latigazos, gritos y torturas no me excitaba. Ella hizo una mueca de desagrado y me largué de allí con más dudas que certezas.

El tiempo vuela si lo pasas bien pero pasa muy lentamente cuando se tiene prisa porque pase. El fin de semana siguiente quedamos con la pandilla y Charo se portó conmigo como siempre; amable pero distante. Tampoco intenté hablar con ella más de la cuenta. No sabía cómo actuar ahora que había descubierto el destino de sus constantes viajes a la ciudad. Tampoco la presencia de Gabriel en el grupo ayudaba y me sentía un poco incómodo; mi mala conciencia no me permitía relajarme cuando estaba cerca de ellos. Ambos eran mis amigos por igual y, si le iba a Gabriel con el chisme, malograría mi relación con Charo pero si callaba le estaría negando a mi amigo una información que podía afectar a su matrimonio. Lo pensé fríamente y llegué a la conclusión de que, en cualquier caso, no sabría qué decirle a Gabriel; en realidad no sabía nada a ciencia cierta de las andanzas de su mujer en la ciudad así que opté por mantener la discreción de acuerdo con mi forma de ser. Como dice el dicho “uno es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras”.

Al final todo llega. El día en cuestión cuidé mi aspecto más de lo habitual y, aunque suene patético, estrené ropa interior para la ocasión. Charo estaba preciosa cuando subió al autobús con su pantaloncito corto rosa clarito algo ajustado y una blusa blanca y etérea que cubría con una coqueta torera a juego con el mini pantalón. Su maquillaje era incluso menos recargado que otras veces; brillo en los labios, pestañas perfiladas y poco más. Unos detalles sutiles que le daban un aire más juvenil. Remataba el conjunto con unas veraniegas sandalias que dejaban ver las uñas de sus pies teñidas de un esmalte color pastel. Los pies femeninos son un fetiche inconfesable para mí. Los de mi amiga siempre lucían perfectos y aquel día no fue una excepción.

Charo parecía, más que nunca, una adolescente sentada y distraída mirando por la ventana. Costaba distinguirla del resto de las chicas jóvenes que viajaban a su lado.

Conduje el autobús algo más rápido de lo habitual y llegamos a destino casi diez minutos antes del horario establecido, lo que es una auténtica barbaridad dada la brevedad del trayecto. Estaba más nervioso que excitado.

- Nos vemos, Pedro – me dijo al bajar del autobús -.

- Ha… hasta luego Charo– balbuceé como un quinceañero con mis pupilas clavadas en su culo -.

Lo intenté pero no pude rechazar un par de encargos de los clientes habituales y, aunque los despaché lo más rápido posible, me imposibilitaron ir directamente a mi destino principal.

A las once y media estaba frente a La Kueva con las manos sudorosas y cierto cosquilleo en la entrepierna. La chica de la taquilla me reconoció y sonrió todavía más cuando me vio acercarme blandiendo los cuatro billetes de cincuenta euros que costaba la entrada. El precio del local era escandaloso, pero se tenía derecho a aperitivos y a una copa de cava aunque fuese a aquella hora tan poco propicia del día.

- Al final te has decidido – me dijo muy sonriente.

Sus tetas siliconadas se apretaban tanto a su corpiño que parecían estar a punto de ponerse en órbita. Apenas reparé en ellas; tenían más interés para mí un par de tetitas bastante menos voluptuosas pero mucho más morbosas.

- Sí, así es – contesté nervioso -.

- No es un día muy animado, se acerca el final de mes; ya sabes… la crisis.

- Entiendo… pero hay chicas… ¿no?



Ella volvió a bajar el tono de su voz, como si su confidencia fuese a salvar al mundo:



- De momento sólo hay una pero lo pasarás genial con ella, ya lo verás. Es una de las “milfs” habituales; la mejor. Has venido a buena hora, todavía es temprano y la pillas limpita y reluciente. Cuando salga de ahí parecerá que se ha bañado en gelatina, es insaciable. Al mediodía, cuando las oficinas de la zona cierran, esto se llena de hombres que hacen cola para tirársela o simplemente para mirar cómo se traga el esperma. Los jefes están encantados de que venga. Siempre le guardan un sitio privilegiado cerca de las cabinas de los mirones. Como te he dicho es la mejor con diferencia, una auténtica loba… aunque tenga aspecto de corderito.

- Y… ¿cómo es? ¿Tiene el pelo…?

La expresión de la cara de la chica cambió en un instante, tornándose seria y me interrumpió con brusquedad:

- No se nos está permitido hablar de los clientes, lo siento. El jefe es muy estricto con eso. Sólo puedo decirte que con ella no te arrepentirás de haber entrado en nuestro local.

Me maldije a mí mismo por mi falta de discreción. Todo aquel asunto de Charo había hecho brotar en mí el demonio de la curiosidad, cosa que detestaba. Reaccioné rápido, desviando el tema.

- ¿Vas a entrar tú cuando finalices el turno?

La joven recuperó su mejor sonrisa.

- ¡Uff! No. Lo he probado alguna vez pero estar ahí… siempre con algo metido dentro… y por todos los lados. Eso no me va. Lo hago cuando no hay ninguna chica pero porque quiero – se apresuró a aclarar-, nadie me obliga. No soy una prostituta ni nada de eso… ¿vale?

- Vale, vale. Por supuesto.

- A mí me va la variedad… chicos, chicas…

- … los latigazos…

- ¡Sí, eso también! Ven mañana y jugamos… no te arrepentirás – rio encogiendo los hombros para enseñarme una buena porción de sus tetazas a través del escote.

- Lo pensaré.

- ¡Genial! Ah… se me olvidaba… tienes que dejar en móvil en la taquilla del vestuario. No lo olvides o te echarán a patadas… literalmente.

- Vale, vale. Nada de móviles – lo veía lógico -.

La decoración del local asustaba. Ambientado en un universo gótico parecía todavía más fantasmagórico y aterrador dada la ausencia de gente e iluminación tenue. La pista de baile central estaba totalmente desierta al igual que los apartados con cómodos asientos que la rodeaban. Tampoco había nadie en la barra a excepción de un fornido camarero que secaba lentamente los vasos. Me puse un poco nervioso ya que no había ni rastro de la orgía. Decidí preguntar al tipo pero no dejó ni que llegase a su lado. Supongo que mi cara de pardillo primerizo me delataba.

- Las cabinas, a la izquierda – dijo señalándome con el dedo el fondo de la sala -; la fiesta en medio; los vestuarios a la derecha. Pásese por ahí lo primero y vístase con una bata, no se permite el nudismo en las zonas comunes. ¿Quiere tomar algo antes? A la primera invita la casa…

- No… no gracias.

- Pues vaya y páselo bien. Bienvenido a La Kueva, señor.

Como un niño con la lección aprendida me dirigí a los vestuarios, llevándome una grata sorpresa. A diferencia del interior del local allí todo era luz, higiene y modernidad. Me recordaron más bien a los vestuarios de un gimnasio de moda con taquillas, duchas individuales y secador de pelo.

En menos de un minuto estaba de vuelta a la zona sórdida de La Kueva. Plantado frente a la puerta, embutido en un albornoz sin bolsillos con el logo del local, dudé. Hasta ese momento todo eran elucubraciones que, al abrirla, se verían confirmadas… o no. No sabía qué me iba a resultar más satisfactorio: que estuviese Charo tras esa puerta o que no. Si no era ella mi conciencia se quedaba tranquila: el dilema entre hablarle o no a Gabriel de los devaneos de su esposa no tenía razón de ser pero en cambio… si era realmente Charo la que protagonizaba la orgía podría consumar una de mis fantasías de juventud más prohibidas.

Mi nerviosismo y excitación aumentaban exponencialmente. Mi cabeza no dejaba de elucubrar mil y una posibilidades. De repente caí en la cuenta de otro aspecto que no había contemplado. Temía por la reacción de Charo al descubrirme. Tal vez mi presencia allí la incomodara hasta el punto de dar por terminada la orgía y no quería eso. Estaba claro que ella acudía al local libremente, sin que nadie la coartase, así que quién era yo para juzgarla o para fastidiarle la diversión. Era y es una de las mejores personas que he conocido en el mundo y no se merecía que nada ni nadie cuestionase sus gustos o condicionara su vida sexual.

Se me ocurrió una magnífica idea. Opté por echar un vistazo desde las cabinas. De esta forma podría saber de forma discreta si mi amiga era realmente la reina de las sesiones swingers o no.

- ¡Eh, usted! – Bramó una voz desde la nada cuando ya enfilaba el camino hacia la puerta de la izquierda-.

De repente, como de la nada, apareció un guarda de seguridad con aspecto más bien de armario ropero, negro como el carbón y con cara de pocos amigos.

- La fiesta no es por ahí, señor.

- Ya… pero…

- Pero nada. Por ahí se va a las cabinas voyeur y usted pagó por la fiesta swiger…

- Ya pero…

- Pero nada – repitió de nuevo -. O entra a la fiesta o se larga, usted decide. No se devuelve el dinero.



Estaba muy claro que con aquel tipo las discusiones se terminaban rápido así que me plegué a sus indicaciones.



- Entro, entro…

- Perfecto. Antes tengo que cachearle.

- ¿Cachearme?

- Exacto. La norma es muy estricta: nada de móviles ni cámaras en las fiestas.

- Ah… claro.

Dejé que el tipo me palpase esperando que no interpretara que mi erección se debía a sus tocamientos. Cuando terminó, esbozó una sonrisa más falsa que una moneda con dos caras y me abrió la puerta del paraíso.

- Bienvenido a la Kueva, señor. Que lo pase bien.

- Gra… gracias.

La zona caliente del local no me defraudó. Su ambientación gótica era similar al resto del establecimiento: barroca, recargada, oscura y siniestra. Me llamó la atención su forma octogonal y los espejos que colgaban de la pared. Supuse que se trataba de ese tipo de espejos que permiten ver a través de ellos sin ser vistos y que ocultaban las salas voyeur y que el color rojo de las bombillas situadas sobre ellos indicaban que estaban desocupadas en ese instante. En el centro de la sala reinaba una enorme cama circular sorprendentemente vacía. El poco personal que allí se hallaba se concentraba en un punto fuera de ella. La música ambiental estilo “chill out” que se escuchaba de fondo era quebrada por gemidos de placer masculinos y chillidos ahogados de una mujer, señal inequívoca de que los participantes en la orgía, aunque pocos, estaban bien avenidos. La fiesta había comenzado.

Tal y como me había adelantado la voluptuosa taquillera no había muchos participantes en la particular celebración sexual a aquella temprana hora matinal; tan solo pude distinguir a cuatro hombres alrededor a de lo que intuí una camilla cercana a una de las cabinas para los voyeurs. En la estancia había más de ese estilo pero estaban también desocupadas. La iluminación de la sala era desigual; generosa en la zona caliente y más bien escasa en la periferia, lo que me permitió acercarme sin ser visto al grupo. Mientras lo hacía pude percatarme de que no era una camilla al uso sino más bien una especie de mesa de exploración ginecológica forrada de cuero negro, con las correspondientes estructuras elevadas que facilitan la tarea del ginecólogo de turno. La agudeza de los chillidos y jadeos de su ocupante me hizo saber que se trataba de una mujer pasándolo realmente bien.

Las piernas de la hembra se disponían abiertas de par en par sobre las perneras elevadas de tal peculiar artefacto y, entre ellas, un macho rubicundo y sudoroso meneaba las caderas dándolo todo impidiéndome ver más detalle de ella. El tipo era enorme y no estaba en precisamente forma, de hecho ninguno de sus tres compañeros lo estaba; eran tipos normales, gente de la calle, gente como yo, pero no por eso la escena me resultaba menos impactante y morbosa.

Cada embestida del semental era acompañada de un vehemente bufido emitido por su garganta y el respectivo eco en forma de gritito ahogado de placer su compañera de coito. El ritmo de la cópula del gordito, si bien no era muy intenso, sí parecía profundo aunque algo caótico, señal inequívoca de que el desenlace estaba a punto de llegar, al menos por su parte. La camilla traqueteaba como una vieja batidora ante tal fogosidad sexual y parecía estar a punto de salir disparada contra la pared.

Fijé mi mirada en la fémina. Desde la distancia no pude certificar si se trataba de mi amiga o no; técnicamente no la había visto entrar así que podía ser cualquiera. Decidí salir de dudas de una vez y acercarme aprovechando la penumbra. Mi fetichismo me hizo mirar a las uñas de sus pies y la primera coincidencia se presentó ante mí: su color era idéntico a las de Charo. Mis manos comenzaron a sudar y mi polla a endurecerse. Las dudas que asaltaban mi cabeza eran cada vez menores.

Cuando estaba a punto de llegar junto a ellos el semental explotó tras unas intensas arremetidas. Le clavó la polla hasta el fondo a la fémina, incluso venció su monumental cuerpo hacia adelante para profundizar todo lo que le era físicamente posible; fue una empotrada en toda regla, el tipo lo dio todo y sin contención alguna:

- ¡Joder, joder! ¡Qué bueno! – bramó tras lanzar un par de sacudidas para terminar de desahogarse en la entraña de la hembra.

Cuando se separó pude ver el sexo hinchado de la mujer todavía parcialmente abierto y preñado en su totalidad por fluidos viscosos. Del interior de la vulva comenzó a brotar un grumo de semen espeso que cayó lánguidamente sobre la camilla, uniéndose a otras manchas todavía húmedas de jugos derramados allí con anterioridad. Me entretuve unos pocos segundos en contemplar aquel coño babeante. No era del todo lampiño como es mi gusto, tenía una pequeña perillita oscura en su parte superior, poco más que una mosca de vello rizado y negro perfectamente recortado de una forma delicada y sutil.

- “Un afeitado íntimo propio de una peluquera” – pensé -.

Enseguida mis ojos buscaron el rostro de la mujer. Tenía que saciar mi malsana curiosidad; necesitaba saber de una puta vez si se trataba de mi amiga o no. Durante el recorrido ascendente me di de bruces con la segunda coincidencia: una cicatriz a la derecha del vientre, recuerdo de una apendicitis sufrida por Charo a principios del sexto curso. Junto al pecho derecho, la tercera: un coqueto lunar normalmente oculto que veía la luz cuando mi amiga, saliéndose de su discreto modo de vestir habitual, se animaba a ponerse algo escotado o ese bikini de tres piezas que le sentaba tan bien en verano.

Decidido a salir por fin de dudas proseguí mi búsqueda de la cara de la hembra pero no la hallé. La fémina en cuestión tenía la cabeza literalmente pegada a la entrepierna de otro macho, barrigón y bastante madurito, el cual gozaba de manera impune de las excelencias de su boca. El tipo la agarraba por la nuca con brusquedad con sus dos enormes manazas, tapándole la cabeza casi por completo, jalándole la polla muy profundo y con nulo cuidado. Miré desde distintos ángulo pero me fue imposible sacar una conclusión sobre la identidad de la mujer hasta que el hombre ya no pudo más, le sacó la polla de la boca y, separándose unos centímetros de ella, se corrió sobre su cara de manera profusa, pintando sobre las mejillas de la mujer una sucesión de rayas blanquecinas que se entremezclaban con cabello revuelto, sudor y babas.

Ya no hubo dudas, todo estaba claro como el agua: mi amiga desde la infancia, madre abnegada y en teoría fiel esposa de uno de mis mejores amigos estaba boquiabierta bajo la amalgama gelatinosa, soportando la corrida de aquel animal desbocado.

Blanco y en botella… leche. Charo disfrutaba de sus días de descanso follando con hombres de toda condición en un sórdido local de la capital.

Mi amiga no me vio en un primer momento. El esperma cegaba sus ojos y apenas le daba para mantener abierta la boca de par en par, aceptando en ella las últimas gotas de la simiente masculina que le regalaba aquel pene anónimo. Pronto el otro tipo al otro lado de la camilla reclamó lo suyo, golpeándole la cara con la polla y ella, a ciegas, tragó el esperma, giró el rostro y procedió a dar placer a aquel otro hombre. Charo le chupó la polla al desconocido tal y como era ella: tranquila, sosegada y amable; sin aspavientos ni florituras. La verga era gruesa pero aun así mi paisana pudo con ella y delineó en su mejilla un grotesco bulto que aparecía y desaparecía una y otra vez conforme su cabeza iba y venía.

El cuarto participante me hizo una señal cediéndome amablemente el turno. Probablemente las manchas previas de la camilla habían sido cosa suya. Negué con la cabeza, necesitaba tiempo para procesar lo que estaba sucediendo. El se encogió de hombros y comenzó a masturbarse. Cuando su verga adquirió la dureza suficiente se colocó en posición, frotó un par de veces la punta de polla contra el sexo de mi amiga y se la ensartó de tirón sin el menor reparo. Después comenzó a mover la cadera a buen ritmo. Ella aceptó el envite sin problemas, su sexo estaba tan lubricado y abierto que apenas se inmutó más allá de un leve contoneo; mientras el último en discordia se la tiraba siguió mamando verga como si nada. No daba la impresión de que Charo estuviese haciendo todo aquello a disgusto, más bien todo lo contrario: parecía entregada a la causa.

Por un instante me abstraje de todo lo que estaba sucediendo, me olvidé de los tipos que la rodeaban, de los penes que la llenaban, de sus jadeos, de las corridas que decoraban su piel, centrándome única y exclusivamente en su cara. Se la veía relajada, desinhibida y gozando del momento. Feliz, esa es la palabra. Charo parecía muy feliz teniendo sexo con varios hombres a la vez, hombres distintos a su marido; hombres que, probablemente, nunca volvería a ver. Jamás la había visto disfrutar así, al menos desde que dejó de ser una niña o, más concretamente, desde que comenzó a salir con Gabriel.

En los encuentros entre amigos Charo siempre irradiaba paz y serenidad; amabilidad y buen rollo, pero también cierto poso de melancolía, de ser una persona incompleta, de estar siempre en un segundo plano detrás de Gabriel. Su marido era el alma de las fiestas, en parte gracias a su poco control con la bebida, sus problemas depresivos y su bipolaridad. A veces mi amiga se abstraía y parecía estar lejos de allí, con la mirada perdida y la mente en otro lugar. Cuando esto sucedía siempre había alguien que se le acercaba y la sacaba de su letargo. Yo, haciendo gala de mi discreción casi patológica, prefería observarla de lejos y admirar su belleza serena sin romper la magia.

En cambio ahí, sobre la camilla, bajo los focos, abierta de piernas, con la cara cubierta de semen y mamando una polla tras otra se la veía la mar de cómoda y satisfecha. No parecía cohibida, ni retraída sino participativa y activa. Como ya he dicho, follando de esa manera tan poco convencional según los estándares tradicionales se la veía contenta, satisfecha y gozosa.

Sé que suena raro por mi parte; reconozco que en aquel instante me quedé prendado de ella y podría decirse que me enamoré de Charo al descubrir la morbosidad de su físico y, por qué no negarlo, su verdadera naturaleza sexual, ardiente y desbocada como ninguna otra.

La peluquera de mi pueblo estaba preciosa mientras follaba: su otrora impoluta cabellera había perdido su espectacular perfección, convirtiéndose en una amalgama de cabello revuelto rebozado con grumos brillantes de esperma. Sudaba, sudaba mucho; su piel tersa brillaba bajo la intensidad del foco. La temperatura en la sala era alta pero estaba muy claro que el calor que ella sentía le venía más de dentro que de fuera. La pequeña Charo, tan prudente y discreta en todo, era puro fuego en la cama.

De repente sus mejillas se enrojecieron, obviamente algo no iba del todo bien; la polla a mamar era muy grande, tanto que se le hinchaba la garganta cuando el semental le daba más carne de la que podía asimilar pero no se quejó; dejó de respirar y siguió dando placer hasta que el tipo le dio un respiro y le sacó el hierro de la garganta. Ella tosió un par de veces, sonrió y puso de nuevo a disposición del macho las mieles de su boca. Él la utilizó de nuevo para darse placer con mayor ahínco si cabe. Folló la boca de Charo sin el menor miramiento.

Mientras mi amiga continuaba dándoles placer a sus amantes, me fijé en el resto de su cuerpo; su desnudez no me defraudó. Desde luego, Charo se conservaba de manera espectacular y ya se intuía con ropa, pero era al natural cuando demostraba que su pacto con el diablo seguía vigente como el primer día. Su físico era envidiable incluso para muchas adolescentes. Sus tetitas eran redondas, para nada caídas sino más bien prietas y turgentes. Sus pezones se presentaban oscuros como mi alma y parecían delineados con un compás por un ser superior. Nada de arrugas, ni estrías y ni celulitis; nada de muslos flácidos ni pechos mustios ni piel de naranja. El cuerpo de mi amiga era algo prodigioso y digno de ser contemplado… y disfrutado.

Había semen sobre los pechos de Charo, fluido aromático que se agrupaba en el pequeño canal formado entre los dos; en realidad todo el cuerpo de mi amiga estaba salpicado de fluidos sexuales aunque eso a ella no parecía importarle demasiado. Se desenvolvía como pez en el agua de polla en polla. Era impactante verla en acción.

El flacucho que se la estaba follando se separó de ella. Creo que no llegó a correrse, tal vez quiso detenerse justo antes del final feliz y reservar el esperma para más adelante; la fiesta no había hecho más que empezar y no era cuestión de ir desperdiciando munición antes de hora. Supe que mi turno había llegado, ya no había excusa ni obstáculo para consumar mi fantasía.

Mis malos pensamientos, remordimientos y divagaciones se hicieron a un lado. Mi polla tomó el mando de las operaciones; urgencias físicas me apremiaban para entrar en acción. La puerta de la sala se había abierto varias veces y la fiesta tenía nuevos participantes de sexo masculino principalmente así que no era cuestión de florituras ni pérdidas de tiempo. Me puse sobre ella, le acaricié levemente los muslos, enterré sus pechitos entre mis manos, le pellizqué los pezones con cierta gracia… y le di duro, muy duro: la empalé desde el principio. Entré en ella como cuchillo en mantequilla sin necesidad de utilizar las manos para guiar mi cipote. Tenía el coño tan dilatado, lubricado y rebozado de semen que no hizo falta ayuda alguna. Apenas sentí un leve roce en mi miembro viril cuando penetré su sexo aunque sí calor, mucho calor. La camilla pareció quebrarse ante la violencia de mi embestida. No suelo actuar así con las mujeres pero aquella situación me superó. Fui duro con ella y no me arrepentí en ningún momento: le tenía unas ganas tremendas.

- Tranquilo hombre… ¿es la primera vez que vienes por aquí, no? – dijo el participante más veterano - Dale un respiro o la vas a reventar. Despacio, muchacho, despacio…no hay prisa. Esta dama no va a ir a ningún sitio, podrás repetir varias veces sin problemas…

No hice el menor caso, seguí dándole polla a Charo sin ningún control. Para ahogar mi mala conciencia me decía a mi mismo que quería castigarla por su promiscuidad, por serle infiel a mi amigo, por ser tan zorra. Mentira cochina: me la tiré como lo hice por lo caliente que me había puesto viéndola follar, por ser su coño un terreno vedado debido a la relación de amistad con su marido y por las ganas que le tenía desde que éramos adolescentes. Ella comenzó a gemir de forma más intensa aun con una polla inserta en la boca. No sé sí en aquella sala había culpables pero desde luego ni ella ni yo éramos inocentes del pecado de la lujuria.

El ritmo de la follada era tan intenso que le fue imposible centrarse en la mamada así que Charo dejó de chupar y al fin me descubrió. Nuestras miradas se cruzaron por unos segundos mientras ella y yo éramos uno. Resultaba imposible que no me reconociera bajo la luz de los focos pero nada en su cara o en su mirada dio pistas al resto de los presentes de nuestra relación. Molesto por su indiferencia le di más fuerte, quería hacerle daño y que, dentro de un orden, sufriera. Quería que jamás olvidase ese momento, que permaneciese indeleble en su memoria tal y como ocurriría con la mía de por vida.

Ella me demostró que estaba a años luz por encima de mí como amante, esbozó una casi imperceptible sonrisa, cerró los ojos, alargó las manos asiéndome por las caderas, invitándome a entrar en ella hasta lo más íntimo. Reconozco que tal maniobra me excitó todavía más si cabe: notar sus manos en mi piel me volvió loco y me la tiré como un mandril en celo; le di tan fuerte y tan rápido que incluso la camilla se movió varios palmos hasta que me corrí en lo más profundo de mi amiga de la infancia, en la mujer de uno de mis mejores amigos, en la mamá de un jovencito maravilloso, rodeado de tipos desconocidos que esperaban a que yo terminase para ocupar mi lugar dentro de ella.

Una vez saciada mi sed de sexo me desacoplé de Charo apartándome hacia un lugar discreto para recuperar fuerzas. Ella, por su parte, siguió con su abnegada tarea de dar placer a los recién llegados ya fuese con su boca o con su sexo. Conforme los hombres iban entrando en la sala mi amiga los iba acogiendo entre sus piernas sin el menor recato. Cuando llegúe a la docena dejé de contar amantes, no tenía sentido hacerlo: la cifra al volver al pueblo iba a ser escandalosa.

A las dos del mediodía se produjo una pequeña revolución en la sala. Entró un grupito de personas entre las cuales se encontraban varias mujeres por lo que Charo ya no fue la única fémina dispuesta a dar placer a los participantes masculinos y eso calmó los ánimos del personal masculino, inquieto ante la falta de féminas. Mi amiga se dio un respiro abandonando su posición privilegiada junto a las cabinas, se refugió en su bata y comenzó a hablar animadamente con una parejita joven recién llegada mientras contemplaba a otros follando. A mí no me hizo el menor caso. De hecho, era como si fuese un extraño, como si no existiera.

He de decir que el primer sorprendido en la forma en que transcurría la fiesta era yo. Desde mi ignorancia creía, supongo que influenciado por el porno comercial, que el sexo dentro de aquellas sesiones swinger era desenfrenado y frenético. Polvos salvajes, enculadas frenéticas y corridas copiosas en caras y boca y cosas así. Tengo que decir que nada más lejos de la realidad y mi primera vez fue un buen ejemplo de eso. A excepción de Charo, que prefirió la camilla frente a la cabina de uno de los mirones, el sexo transcurría principalmente en la cama central de manera pausada y sin grandes estridencias. Como ya mencioné, los participantes de la orgía, tanto hombres como mujeres, eran personas normales, gente con la que te cruzas por la calle sin más. Operarios de banca, mensajeros, dependientas, amas de casa, cajeras… nada de modelos espectaculares, miembros viriles sobredimensionados o jadeos falsos. Pronto llegué a la conclusión de que allí se iba a follar y a disfrutar, no a fingir ni a demostrar nada y eso me gustó. Dar y recibir placer, ni más ni menos.

Sobre las dos y media algunas camareras entraron en el salón portando bandejas con canapés y burbujeante cava. Charo cogió un par de porciones de comida, una copa y siguió charlando sin más pero el jovencito que acompañaba a la mujer con la que hablaba, bastante nervioso, se colocó tras ella y, sin mediar palabra, le abrió el albornoz y comenzó a palparle los pechos, atrapando los pezones con las yemas de los dedos y tirando de ellos. Tales maniobras estuvieron a punto de hacer que la bebida de Charo terminase en el piso, obviamente el acoso le pilló desprevenida. La otra fémina le recriminó la acción al muchacho pero mi amiga reaccionó tal y como es ella: sin alterarse, ni montar un escándalo, con toda la naturalidad del mundo. Amablemente retiró las manos del chaval de su cuerpo, le dijo algo al oído con su eterna sonrisa, le dio un piquito en los labios y siguió charlando con la chica sin darle la menor importancia a lo sucedido.

De repente el semblante de Charo cambió. Al principio pensé que tal vez la cantidad de machos a satisfacer era excesiva en proporción al número de mujeres pero pronto descubrí que el motivo de su cambio coincidía con el hecho de que la luz de la cabina más cercana a su camilla favorita había abandonado su color bermellón tornándose verde, señal inequívoca de que había sido ocupada por un mirón. Tragó de un golpe el cava, se despojó de la bata con gracia mostrando de nuevo su arrebatadora desnudez a los presentes y buscó en el tumulto al chaval al que previamente había rechazado. Agarrándolo de la verga, entre risas, lo colocó frente a la cabina, justo delante de la lucecita verde y le dijo algo al oído. Después, sin dejar de acariciarle la polla, le comió la boca al chaval metiéndole la lengua hasta la campanilla. Por lo que pude intuir, a él no le importó la presencia de posibles restos de semen que tuviera mi amiga en su boca y se dejó hacer con sumo deleite. Cuando lo creyó oportuno y no antes la peluquera de mi pueblo se arrodilló frente al muchacho, separó de su cara los mechones de cabello que tapaban su cara y se metió la verga entre los labios hasta que su delicada nariz se topó con el vientre plano del joven. Lo hizo poco a poco pero hasta el fondo, sin ni la menor muestra de asco pero tampoco con prisas, consciente del tamaño del estoque que se estaba jalando. Jamás olvidaré aquella mamada frente a la cabina rodeada de gente desnuda mirando; fue algo mágico.

Descubrí que Charo tenía la misma soltura utilizando su boca para dar placer que con las tijeras, cepillos y secadores. Su timidez habitual allí brillaba por su ausencia. Se la veía muy segura de sí misma, resuelta y a la vez delicada con una polla en la boca; le realizó una limpieza de bajos a aquel a fortunado jovenzuelo de una forma cálida y sensual, casi diría yo amorosa, como la que hace una novia primeriza a su primer amante aunque con infinita más experiencia. La comida de polla con la que le obsequió Charo a aquel jovenzuelo fue lo más alejado a una película porno; placer oral puro y duro, sin artificios, tanto para el objeto de la mamada como para la ejecutora de la misma. Fue la mamada prohibida que haría una tía a su sobrino, una hermana a su hermano pequeño o una mamá a su tierno retoño.

El espectáculo era tan sublime que el resto de personas guardábamos una prudencial distancia y permanecimos prácticamente en silencio. Por fortuna ninguno de los presentes masculinos cometimos la torpeza de interrumpir a la coordinada pareja, no era cuestión de joder al chaval que, desde luego, lo estaba pasando de miedo.

El muchachito apretó los puños, tensó su cuerpo y descargó su lujuria en el interior de la boca de Charo. Ella aguantó impasible el chaparrón, con los labios soldados a la punta de la verga y la mirada fija en cristal oscuro que nos separaba del voyeur. Hubo quien incluso aplaudió y sonaron varios comentarios de admiración sobre las excelencias orales de la morena. Halagada, cometió la imprudencia de sonreír antes de tragar y, mientras se incorporaba, una buena porción de esperma se le escapó por la comisura de los labios, resbalando por su mentón y cayendo sobre sus tetas como si de una pequeña cascada de nata blanca se tratase. Ella utilizó su dedo para recoger los restos y llevárselos a la boca con gracia. Acto seguido se sentó en la camilla y, meciendo los pies como cuando era niña sentada en el banco del parque, comenzó a señalar a los presentes, iniciando una especie de juego cuyas reglas yo desconocía. Su dedo índice, el mismo con el que había rebañado el esperma caído sobre sus tetas, revoloteaba de aquí para allá sin rumbo fijo.

- ¿Qué sucede? - pregunté en voz baja a uno que se colocó a mi lado frotándose la verga.

- Está eligiendo.

- Eligiendo… ¿a quién?

- Está eligiendo quién será el primero.

- El primero… ¿para qué? – volví a inquirir.

- Ya lo verás, es espectacular. Ven, ponte algo más cerca para que pueda verte. Quién sabe, tal vez seas el afortunado hoy.

Casi sin querer me coloqué delante de uno de los focos. Charo me ignoró, pasando de largo varias veces en el ir y venir de su dedo. El nerviosismo entre los presentes iba en aumento y más de uno se postuló para la elección pero, para mi sorpresa y ventura, Charo terminó señalándome a mí.

Abrumado por los acontecimientos me costó reaccionar. Tuvo que ser mi reciente amigo el que me diera un empujón:

- ¡Venga, campeón! A pasarlo bien.

Reconozco que pasé un poco de vergüenza. Uno no está acostumbrado a ser el foco de las miradas de tanta gente. Charo, en cambio, parecía en su salsa desnuda a la vista de todos. Mientras me acercaba a la camilla, ella no perdió el tiempo en dedicarme una mirada cómplice o un saludo, actuó conmigo como si fuese un completo extraño pese a que estaba claro que me había reconocido. Se arrodilló sobre la camilla con soltura ofreciéndome un espectacular primer plano de su trasero, el mismo que miraba con agrado cada vez que subía o bajaba del autobús. Libre de ropas que lo ocultasen me pareció todavía más apetecible con su agujerito sonrosado y delicado totalmente expuesto. A cuatro patas, con la cara pegando al cuero en dirección al piloto verde y el sexo abierto supurando babas, el cuerpo de mi amiga, siempre vedado hasta entonces, se presentada de nuevo a mi total disposición.

- ¡Venga, campeón! ¡A por ella!

Jaleado por las masas me acerqué. No pude contenerme, mi mano llegó antes de que yo me colocase en posición de ataque. Obvié los muslos manchados de esperma y le palpé el trasero y más tarde el sexo de manera impune, recorriendo todos sus recovecos. Fui cuidadoso pero no me contuve, le metí mano a conciencia; acaricié su ano, sobé su sexo, jugueteé con su clítoris cuánto y cómo quise. Incluso uno de mis dedos entró hasta lo más profundo de su vulva y noté cómo se pringaba con los fluidos de los anteriores amantes. Sin sacarlo de ahí trepé a la camilla, ni recuerdo cómo lo hice pero no le saqué el dedo de dentro hasta que me coloqué en la posición adecuada y necesité mi mano para enfilar mi polla hacia su sexo. Ya iba a penetrarla vaginalmente de nuevo cuando ella, intuyendo mi acción, motu proprio se abrió el culo en una rápida maniobra, dejando expedito el camino hacia su puerta de atrás, indicándome sin utilizar palabras el agujero que yo debía llenar.

Me tomé unos segundos para estar seguro de lo que Charo deseaba. Por nada del mundo quería cagarla, cabía la posibilidad de que hubiese malinterpretado su acción. Mis dudas se disiparon pronto, en cuanto analicé, nunca mejor dicho, su forma de actuar: se contoneaba con el ojete entreabierto, separándose los glúteos todo lo que daban de sí, consiguiendo de este modo mostrarme el interior de su ano. Cuando miré dentro de él no hubo vuelta atrás. Se produjo una especie de “efecto túnel” entre mis pupilas y su ojete. Encularla se convirtió en mi único objetivo y estaba claro como el agua que ella iba a hacer todo lo que estuviera en su mano para para facilitarme la tarea. Me olvidé de todo, de nuestra relación, de su marido, de mis prejuicios, del montón de gente que nos rodeaba, incluso del anónimo mirón de la cabina. Cogí mi miembro endurecido, llamé a las puertas de paraíso y Charo ejerciendo de San Pedro, separó todavía más sus glúteos. Apreté… primero un poco, luego algo más y poco a poco fui subiendo de intensidad hasta que finalmente su pequeño y rosáceo esfínter cedió. El extremo de mi pene atravesó el dintel de su puerta trasera como aquel que entra en el mismísimo paraíso. Al principio su culo dilató un poquito nada más, estaba poco lubricado y muy cerrado; me dolió un poco pero no cejé en mi empeño: un par de sacudidas más intensas que las anteriores obraron el milagro. El glande entró unos centímetros y cuando el capullo atravesó la barrera por completo ya todo fue más sencillo. Le tomé el relevo para abrirle el culo con las manos a la vez que la sodomizaba. Ella se dejó hacer, entregada por completo a mi voluntad.

Charo chillo, vaya que si lo hizo; chilló como si estuviese pariendo mientras perforaba su trasero pero no hizo nada para evitar que la enculase. Tampoco tenía yo la menor intención de detenerme ante sus gritos. Pese a todo puedo asegurar que le di por el culo a Charo con cuidado ya que si le hubiese dado tan duro como me apetecía probablemente habría ocurrido una desgracia. Actué con cabeza y no perdí el control, le estaba tremendamente agradecido. Gracias a ella estaba consumando una de mis fantasías eróticas más morbosas y por nada del mundo quería lastimarla. Era mi amiga y me estaba haciendo el mejor de sus regalos. Es por esto por lo quise agradecérselo intentando que el disfrute fuese mutuo.

Conforme la penetración iba siendo más profunda sus chillidos se fueron ahogando, pronto apenas se percibían leves jadeos por encima de la inefable música de ambiente. Noté que sus músculos, agarrotados al principio de la enculada, se relajaban, permitiéndome una penetración cada vez más fluida y gozosa para ambos. Permanecimos los dos enganchados siendo uno ante la atenta mirada de un buen puñado de hombres e incluso alguna que otra mujer. No soy de naturaleza exhibicionista, ni mucho menos, pero tengo que reconocer que me resultó de lo más morboso hacerlo con público. No obstante, conforme mi calentura aumentaba, mis embestidas iban ganando en ritmo y contundencia. Ella no pudo soportar ni mi peso ni mis ganas y terminó derrumbándose en la camilla. Pese a ello no dejé de enculara en ningún momento, me coloqué sobre su espalda y seguí gozando de su culo, horadando su intestino, perforando en lo prohibido, disfrutando como nunca del sexo anal con una mujer. Mi cara se pegó a su pelo, me embriagué con su perfume que, pese al sudor y al semen, seguía ahí eternamente fresco. Sus jadeos y espasmos me volvieron loco; Charo se entregó por completo a mí, abriéndose como una flor, dejándome expedita la autopista de su orto. Mi polla entraba y salía de ella impunemente, estaba a punto de reventar taladrando el trasero de mi paisana. Le estrujé las tetas con vehemencia, lamí su cuello y atrapé con mis dientes el lóbulo de su oreja mientras le daba por el culo.

Aprovechando mi privilegiada postura pensé en susurrarle algo al oído, alguna indiscreción, alguna locura, algo como declararle mi amor incondicional pero, en lugar de eso, acabé en ella después de una sucesión de fogosas arremetidas contra su culo; espasmos y empujones que rozaron la violencia y que me proporcionaron un placer inconmensurable.

Desparramar mi simiente en lo más profundo del intestino de Charo por primera vez fue una experiencia extraordinaria, alcanzar una meta que parecía inalcanzable. Sentí un calor brutal y un placer absoluto al hacerlo. Aquella primera enculada fue fantástica, jamás la olvidaré mientras viva. Me hubiese gustado besarla, cogerla en brazos, llevarla lejos y volver a poseerla mil veces más; la quería sólo para mí… pero en lugar de eso me aparté de ella cobardemente y otro hombre ocupó mi lugar privilegiado en su ano. Y a ese le siguió otro, y a ese otro, otro más. Y Charo, mi amiga Charo, la mujer de mi amigo, la mujer más discreta y prudente del mundo siguió regalando placer anal, vaginal y oral a cuantos machos se lo solicitaron, a veces incluso a varios a la vez.

Intenté “tripitir” con ella pero uno ya no es un jovenzuelo con la herramienta siempre en ristre y, aunque me la chupó con gracia y ganas, no consiguió que mi polla recobrase la vida. Me tuve que conformar con disfrutar con la mirada discretamente el soberbio espectáculo con el que ella nos obsequió a todos los clientes de La Kueva aquella inolvidable tarde de primavera.

Sorprendentemente, Charo era una máquina de follar; ni en un millón de años lo habría adivinado de no ser por el afortunado encuentro. Ni Gabriel ni mucho menos ella habían revelado el menor indicio al respecto. Según la voluntad del macho o machos que la poseyeran actuaba de forma sumisa o activa sobre la camilla y entonces, en los momentos en los que ella tomaba el control, era cuando realmente más me maravillaba. Resultaba impactante, siendo como era una chica normalmente pasiva, verla cabalgar, mover la cadera de forma acompasada, rellenarse de verga, disfrutar al fin y al cabo del coito…y sobre todo explotar sobre el amante de turno con las mejillas rojas como rescoldos de una hoguera delante de todos, sin importarle nada ni nadie más allá del puro disfrute de su menudo cuerpo. Aquel día fue algo mágico, el orgasmo de Charo era algo digno de verse.

Permanecí allí mirando cómo follaba sin descanso hasta que ella, sobre las cuatro, se marchó tras despedirse cordialmente de varios participantes; supuse que eran participantes habituales de las orgías por el grado de complicidad con ellos. La seguí de forma apresurada fuera de la sala pero se introdujo en el vestuario femenino y la perdí de vista. Obviamente Charo necesitaba una ducha; estaba literalmente barnizada en lefa. Mi aspecto tampoco era el adecuado para conducir el autobús así que me duché rápido y salí al bar. Me tomé algo solo en la barra sin saber muy bien mi objetivo. Supongo que esperaba poder hablar con ella de lo ocurrido, pedirle alguna explicación o algo así… sinceramente no lo sé. Los acontecimientos se habían sucedido de una forma tan inesperada que no podía pensar con claridad; sólo deseaba estar cerca de ella de nuevo.

Casi se me sale la bebida por la nariz cuando descubrí una cara familiar saliendo de la zona voyeur de La Kueva. Sudando como un cerdo y con un enorme bulto en el pantalón salió de la nada el bueno de Gabriel, el marido de Charo. Su cara estaba descompuesta e incluso en la penumbra creí distinguir una mancha en el pantalón de mi amigo, a la altura de su zona noble. Mi cabeza estaba a punto de estallar, era la última persona a la que esperaba encontrarme allí. Saltaron todas las alarmas cuando, justo en ese momento, salió Charo de la zona de vestuario junto con otra de las chicas, charlando de lo más animada, como si nada de lo acontecido hubiera sucedido. Su aspecto era impoluto igual que siempre, no había ni rastro ni secuela alguna de la orgía que había protagonizado minutos antes; volvía a ser la atractiva mujer con unas curvitas tan delicadas como apetecibles, la misma que me alegraba la vista cada vez que compartíamos trayecto en el autobús.

Mis manos comenzaron a temblar, me sentía impotente por no tener tiempo de avisarla. Quería buscar una excusa que justificase su presencia allí, deseaba echarle una mano, proporcionarle una coartada acerca más o menos coherente.

Ni me fue posible ni hizo falta: Gabriel y Charo, amigos de la infancia, novios desde los quince, marido y mujer desde los veinte, enfilaron la salida de La Kueva apenas separados unos metros y actuaron como agua y aceite; ni se saludaron. Parecían dos verdaderos desconocidos. De hecho, cuando salieron fuera del club, ella tomó un taxi y él se encaminó hacia la parte administrativa de la ciudad a buen paso, con la chaqueta del traje en la mano para disimular su erección.

Yo no entendía nada de lo que había pasado pese a ser parte activa del suceso.

Volví a la estación como un zombi. Mi mente no dejaba de bullir acerca de lo ocurrido, incluso llegué a pensar que no había pasado pero el sablazo de los doscientos euros de la entrada era de lo más real aunque insignificante en comparación a la satisfacción obtenida. Se me hizo tarde por primera vez en mi vida. Solo fueron cinco minutos pero es una eternidad para alguien como yo, alguien que tiene la convicción de que llegar puntual a los sitios es llegar tarde. Obvié cumplimentar el dichoso papeleo previo al trayecto. Eso me iba a suponer una bronca de la administrativa de mi empresa o inclusive la bronca de mi jefe pero eso, en aquel momento, me la traía al pairo.

Ocupé atropelladamente mi asiento de conductor y, al abrir la puerta de los pasajeros me encontré como siempre la cálida mirada y la eterna sonrisa melancólica de mi amiga Charo:

- ¿Qué tal Pedro?, ¿todo bien? – me dijo con una amabilidad exquisita.



No expresó la más mínima vacilación en su timbre de voz; sus mejillas tampoco presentaron el más mínimo rubor; la línea de sus labios, los mismos que pocas horas atrás habían chupado mi polla de forma sucia, permaneció firme y sonriente. Charo actuó conmigo de la misma forma que llevaba haciendo años y años cada dos semanas, sin desviarse ni un ápice del guion preestablecido.



Tuvo que repetir la pregunta tres o cuatro veces antes de que mi cerebro y mi boca se coordinasen de una forma más o menos clara:

- To… to… todo bien Charo. ¿Y tú?

- También. Todo bien, Pedro.

Pagó su billete, me embriagó con su perfume, ocupó su lugar preferido y su mirada se perdió en el infinito a través del ventanal lateral del vehículo. Actuó discretamente, como siempre. Y, como siempre, seguí su caminar a lo largo del pasillo aprovechando el reflejo del espejo interior, disimulando mi acción gracias a la impunidad que me proporcionaban mis gafas de sol. Esa vez le miré el culo a mi amiga Charo con incluso más interés de lo habitual, imaginando que, probablemente en lo más recóndito de aquel bonito trasero se escondían restos de mi propio esperma… y de varios machos más.

En un momento de cordura opté por conducir despacio durante el trayecto de vuelta al pueblo. Sabía que mi cabeza y mi atención estaban en otro lugar, imbuidos en los recuerdos y elucubraciones por lo ocurrido; no era cuestión de estropear uno de los mejores días de mi vida con un accidente multitudinario en alguna de las curvas de la carretera.

Por la noche llamaron a mi puerta, estaba a punto de acostarme. Suelo dormir bastante mal pero el múltiple encuentro sexual con Charo me había dejado seco, literalmente; estaba agotado… y satisfecho. Muy satisfecho.

Tengo la mala costumbre de no mirar a través del visor de la puerta así que la abrí directamente. Supuse, qué se yo, que era mi vecino octogenario a pedirme de nuevo la contraseña de la wifi o la pesada de la portera con alguna de sus múltiples paranoias.

Para mi sorpresa era Gabriel. No era raro que apareciese por casa pero sí un lunes a aquella hora intempestiva. Lo acompañaba, cómo no, su inseparable botella de “Four Roses”. Él sabe que yo no bebo así que suele traerse provisiones para ver el fútbol en mi pantalla panorámica aunque aquel día no había partido. Recé para que mi cuerpo pudiese disimular la tensión que me producía su presencia. Gabriel no es un hombre violento por naturaleza pero el alcohol a veces hace que salga a la luz lo peor de las personas.

Nos sentamos a la mesa y, al principio, hablamos de cosas intranscendentes. Me guardé mucho de mantener una distancia prudencial con él. No es plato de gusto recibir un botellazo en la cabeza, necesitaba espacio para verlo venir y esquivar el golpe. Estoy en forma y sé utilizar mis puños en caso de necesitarlo.

- Pedro… – dijo al fin, con la mirada fija en su vaso medio lleno del licor ambarino -… Charo, tú y yo nos conocemos desde niños…

- Cierto – repuse intentando que mi tono de voz denotase una seguridad que no sentía -.

- … siempre hemos sido amigos, buenos amigos.

- Así es…

- Nos has ayudado en todo… ¡Joder, si hasta fuiste el testigo de nuestra boda!

Asentí. Ni siquiera había caído en la cuenta de aquel detalle pero era cierto.

- Sí.

- Siempre has sido bueno con nosotros y has estado ahí cuando te necesitábamos…

- Pu… pues claro…

- Voy a serte sincero… ¿sabes qué es lo que más valoramos de ti? ¿sabes cuál es para Charo y yo tu mejor cualidad? No de ahora, desde siempre…

Yo intentaba ganar tiempo, no tenía ni idea la finalidad de toda aquella exaltación de la amistad. Gabriel no había bebido lo suficiente como para llegar a aquel estadio de la borrachera.

- Pues… ni idea, la verdad.

- Pues voy a decírtelo: lo que más hemos valorado siempre de ti tanto Charo como yo, lo que más, lo que más… es tu discreción. Jamás te hemos escuchado contar algo de un tercero que no debieras, algo que se te haya dicho en confianza, algo que hayas oído… o visto…

Prudentemente opté por permanecer callado. No sabía dónde iba a terminar todo aquello. Supuse, algo aliviado, que no iban a montar un escándalo, al fin y al cabo ellos tenían más que perder que yo si todo aquello del club llegaba a saberse. Estaba convencido de que estaban dispuestos a correr un tupido velo acerca de lo ocurrido y de que mi amigo iba a limitarse a pedirme que me abstuviera de follarme a su mujer en el club de orgías.

- ¿Me permites un consejo, Pedro?

- Dime.

- Sigue siéndolo y los tres lo pasaremos bien… muy, muy bien ¿vale?

Reconozco que, una vez más, no estuve especialmente lúcido. Me costó bastante captar el mensaje.

- Vale – contesté al fin-.

- ¡Perfecto! – exclamó levantándose como un resorte.

Y sin ni siquiera despedirse se fue con la misma celeridad con la que había llegado dejándome a mí insomne.

Me quedé yo asimilando la conversación y llegué a una conclusión que, no por inesperada, no dejaba de ser clara: tenía vía libre para disfrutar de las excelencias del cuerpo de Charo… siempre y cuando guardase el maravilloso secreto que mantenía vivo su matrimonio.

Y aquí seguimos con nuestra discreta relación a tres aunque en realidad el número de participantes anónimos en la misma es bastante mayor. Charo sigue tomando el autobús cada dos semanas con su habitual sonrisa, yo sigo esperando como agua de mayo que ese día llegue y Gabriel, por su parte, sigue disfrutando de sus experiencias onanistas amparado por el anonimato proporcionado por las cabinas voyeur de La Kueva.

Alguien dirá que Charo es una golfa, que yo soy un vicioso y que Gabriel es un cornudo pusilánime o un “cuckold” de mierda, tal y como dicen los modernos, pero qué quieren que les diga… que se vayan a tomar por el culo; somos adultos y cada uno disfruta de su cuerpo tal y como le viene en gana. No hacemos daño a nadie, fin de la historia.

Cierto es que, en cierta medida, la magia se ha roto. El ir y venir de mi amiga Charo desde el pueblo hacia la gran ciudad ya no es un misterio para mí. Sé perfectamente en lo que invierte todos y cada uno de los minutos que pasa en la ciudad. Tengo constancia de cada polla que chupa, cada verga que folla y cada rabo que se introduce en su pequeño culo. Es más, soy yo uno más de los que disfrutan de sus delicadas aberturas hasta que mi cipote no da más de sí.

El juego de las adivinanzas con ella ya no tiene ningún sentido pero en realidad eso no importa.

No era más que un juego estúpido para matar el tiempo.

Una gilipollez como otra cualquiera.

Kamataruk

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