"MATRIMONIO DE CONVENIENCIA" por Kamataruk.




El señor y la señora Owen no habían consumado el sacramento del matrimonio pese a que hacía más de dos años que estaban casados. A los ojos de la alta sociedad londinense eran un marido y una mujer modélicos, siempre dispuestos a realizar todo tipo de actos benéficos para recaudar fondos para los más desfavorecidos, especialmente para los niños. Se les veía muy felices juntos en las fotos de las revistas, pero en realidad todo aquel cuento de hadas no era más que una fachada, era un secreto a voces que Sean Owen prefería la compañía masculina a la de su bella y joven esposa.

Entre Sean y Diana Owen se estableció una unión por conveniencia de manual, auspiciada por la madre del cuarentón para acallar los rumores sobre sus tendencias homosexuales. Su noviazgo duró lo que tardaron los abogados en elaborar un acuerdo prematrimonial satisfactorio para ambas partes. Los dos obtuvieron beneficios: él, una mujer florero con la que aparecer en los eventos sociales y acallar los rumores; ella, estabilidad económica y un estatus social de acuerdo a sus delirios de grandeza.

Diana Owen estaba harta de todo aquello, con veintidós años tenía un cuerpo cincelado a partes iguales, por el cirujano plástico y por las horas en el gimnasio, era todo lo que todos entendemos por una diosa, una deidad encerrada en una jaula de oro.

Físicamente era todo un fenómeno de la naturaleza. Cualquier adjetivo no llegaba a describir su belleza. Era casi tan alta como su marido, lo que le obligaba a no abusar de tacones cuando tenía que acompañarlo a algún evento. Su larga melena negra hacía resaltar tanto sus ojos extremadamente claros como las numerosas pecas que trufaban su cara. Era tan bonita como excesiva y caprichosa, se dejaba llevar por el lujo y los excesos de su posición social recién adquirida. Ya no se podía subir más en el escalafón, tenía todo lo que el dinero podía comprar, todo lo que una mujer podía desear excepto satisfacción sexual.




Realmente parecía glamurosa pero cuando se enojaba como aquella tarde emergía de su interior su indomable sangre irlandesa capaz de arrasar con todo, no en vano su abuela había sido una aguerrida tabernera dublinesa que sacó adelante a diez vástagos durante la posguerra.

- ¡Estoy harta!

- ¿Harta de qué, cariño? – Contestó él dejando de leer el periódico.

- ¡Quiero ir contigo!

- ¿A dónde?

- ¡A dónde quiera que vayas! ¡Apenas te veo! Vas de un lado a otro por todo el mundo y yo aquí sola, en esta ciudad llena de víboras aburridas que no tienen otra distracción que sacarse los ojos las unas a las otras.

- Pero querida…

- Te prometo que no seré una carga – le interrumpió de manera atropellada -. Podrás hacer lo que sea que haces libremente, ni te enterarás que existo. Seré una tumba pero sácame de aquí por lo qué más quieras.

El hombre meneó la cabeza, cosa que no era buena para las pretensiones de Diana. Ella sabía que ante él de nada servían sus afiladas armas de mujer. Utilizó las de niña modosa, que todavía conservaba bajo aquellas contundentes tetas siliconadas.

- Confía en mí, por favor. Seré buena. – Dijo haciendo pucheros en una mueca graciosa.

- Bueno… - accedió por fin su marido con una sonrisa -. Pero no te prometo nada, hablaré con mi abogado y veremos qué se puede hacer.

Diana Owen se quedó con la boca abierta viendo cómo su marido una vez más desaparecía tras la puerta de sus habitaciones privadas a las que ella no tenía acceso por contrato.

- ¿Abogado? ¡No me lo puedo creer! – Masculló entre dientes verdaderamente airada

Si había alguien en el mundo al que odiaba más que a su marido marica era aquel hombrecillo calvo de mirada aguileña. Gracias a él el acuerdo prematrimonial entre ella y su marido era todo un caramelo envenenado: Sean podía hacer todo lo que le viniese en gana mientras que ella lo perdería todo si cometía el más mínimo desliz.

La mujer del César no sólo debe ser honrada, sino también parecerlo.






El avión privado aterrizó en el aeropuerto de Freeport, Bahamas. Diana estaba entusiasmada de estar allí tras más de dos meses sin ver el sol en la taciturna Londres. Había leído a vuelapluma el escrito que el estirado abogado de su marido le había puesto delante y lo había firmado sin dudar. No era jurista pero tampoco vio nada importante excepto algunos detalles que le parecieron curiosos: nada de fotos, nada de móviles y total mutismo sobre lo ocurrido durante el viaje; nada nuevo para ella que llevaba guardando secretos desde que fue desposada.

Diana no era estúpida, pensaba que probablemente los planes de su marido consistirían en encamarse con algún mulato que le dejaría el ojete en carne viva. A ella eso le tenía sin cuidado, no amaba a Sean en absoluto y celos es lo último que sentiría por él; le bastaba con tostarse en la arena, beber daiquiris, alegrarse la vista con algún que otro morenazo y darse un revolcón si se presentaba la ocasión, cosa que no había podido hacer hasta ese momento ya que, cuando no estaba con su esposo, la acompañaba una brigada de guardaespaldas que le impedían entablar relación con alguien.

Tenía la esperanza que en aquel paraíso terrenal el férreo control al que era sometida en Londres, más por parte del abogado que de su propio marido, fuese más laxo.

Sus previsiones saltaron por los aires cuando del aeropuerto pasaron directamente al puerto y de allí a un espectacular yate que los llevó a alta mar. El barco lo manejaban tres hombres bastante talluditos, para nada aquellos adonis de ébano con los que había soñado, y prefería meterse un pez por el coño antes que insinuarse a aquel detestable letrado.

Preguntó y preguntó acerca de su destino pero nadie soltó prenda. Ya estaba a punto de arrancarse las venas, aburrida tras muchas horas de navegación cuando un grito le indicó que otro barco se acercaba. Condicionada por las historias de piratería y secuestros buscó la protección de su marido pero este la tranquilizó.

- Tranquila, no pasa nada. Está todo controlado. Son unos amigos…

- Pero…

- Recuerde señora que lo que suceda aquí no puede salir de este barco, ¿comprende?

- Tranquilo Joseph, no seas cargante. Diana será una buena chica y no dirá nada, ¿verdad, cariño?

- C… claro. – Dijo ella liberándose de las manos de su marido que la sujetaban con fuerza.

Identificó el barco en cuestión como un pesquero bastante mugriento. Su aproximación hasta el yate fue tan discreta como un elefante en una cacharrería. Todo temblaba en el barco de recreo.

Por primera vez desde que conocía a Sean la mujer vio en él un brillo distinto en la mirada, algo casi animal. El aristócrata parecía muy nervioso, cuando el barco de pesca abordó el yate ella comprendió el motivo: de uno a otro navío no pasaron bellos mulatos musculados sino dos niños de piel tostada y mirada asustadiza, no tendrían más de ocho o nueve años, diez a lo sumo.

Diana se volvió a su marido, buscando explicaciones:

- ¿Qué significa esto? ¿qué hacen aquí esos chiquillos?

- ¿Tú qué crees? – le contestó él prácticamente babeando por ellos.

La mujer estaba anonadada, y mucho más al ver el enorme bulto que emergía de la entrepierna de Sean. Era la primera vez que lo veía sexualmente excitado. Diana tragó saliva e intentó asimilar la información que le iba llegando a su cerebro: jamás habría imaginado que su marido le gustasen los niños. Él, que solía hacer gala de su amor por los más pequeños en público no era más que un sucio pervertido en privado.

- Recuerde, Diana – le dijo el abogado como si de uno Pepito Grillo diabólico se tratara -, ni una palabra de lo que aquí suceda… a nadie… nunca…

Diana asintió pero su cabeza no dejaba de maquinar, no había acuerdo que valiese si podría demostrar que su marido era un pederasta, incluso aunque estuviese firmado por su tía segunda, la mismísima Reina. Por fin comprendió tanto secretismo y todas aquellas medidas de seguridad tan extremas como aparentemente innecesarias.




La mujer siguió como un corderito al trío formado por su marido y los dos chiquillos hacia el interior de la embarcación de recreo. Le picaba la curiosidad por ver a Sean en acción. Ni siquiera se paró a pensar ni un segundo en lo que iba a pasarles a aquellos niños, era demasiado egocéntrica como para preocuparse por alguien más que no fuese ella misma.

Al principio se portó como un perfecto anfitrión, dio de comer a los chiquillos que daban la impresión de no haber comido en varios días y les enseñó el barco y sus lujosos detalles. Incluso se bañaron los tres juntos desnudos en las cálidas y cristalinas aguas caribeñas mientras Diana lo contemplaba todo desde la cubierta vestida con su micro bikini.

Una vez saciadas las necesidades más básicas, la variopinta comitiva ocupó la habitación principal. Los niños permanecieron sentados en la cama desnudos, tremendamente nerviosos y mirando hacia todos los lados impresionados por tanto lujo. Sean entro en el cuarto de baño y Diana ocupó un discreto rincón como si de una voyeur se tratase; quería interferir lo menos posible.

Unos momentos más tarde salió del excusado una despampanante mujer madura, disfrazada como una enfermera de cine porno de los setenta.


- ¡Dios bendito! – Exclamó Diana al identificar a su marido bajo el maquillaje, las medias de rejilla y el carmín. Le impresionó el conjunto pero sobre todo su facilidad para desenvolverse con soltura con sus pies enfundados en unos zapatos de tacón vertiginoso.

El travestido ni siquiera escuchó el comentario, sólo tenía ojos para las entrepiernas de aquellos morenitos. Eran varias semanas las que llevaba de abstinencia y ya no podía soportarlo más.

- Voy a tener que haceros un examen a fondo, niños. –Dijo con voz aflautada y humedeciéndose los labios.

Y sin mayor dilación se arrodilló delante de uno de los chiquillos y se abalanzó hacia su diminuto falo como si no hubiese mañana. Desde su discreto rincón Diana podía ver como el pedacito de carne entraba y salía de la boca de su marido. Era tan pequeño que podía jalárselo sin dificultad de un golpe, incluidas las pelotitas y el saquito que las guardaba. El chavalito reía nervioso pero poco a poco sus mejillas iban adquiriendo un color rosado, señal de que no lo estaba pasando nada mal.

- Ahora tú… cielo…

El otro niño recibió similar tratamiento con igual resultado. La cabeza de Sean iba y venía de una entrepierna a otra ante la atenta mirada de una Diana cada vez más excitada. El segundo cipotito no estaba nada mal, en proporción al minúsculo tamaño del muchachito pero eso no era lo que le calentaba sino el montón de dinero que iba a sacarle a aquel pervertido asqueroso cuando solicitase el divorcio. Sólo tenía que ser paciente y esperar a obtener pruebas sólidas de aquellas ilegales prácticas sexuales.




Ya creía la irlandesa que su capacidad de sorprenderse había tocado techo cuando un nuevo giro a los acontecimientos le hizo saber que estaba equivocada de nuevo. Había pensado que Sean iba a despacharse a gusto con los culitos y bocas de los niños pero cuando lo vio quitarse la falda y colocarse a cuatro patas sobre el colchón intuyó que su estirado marido era de los que les gusta más dar que recibir.

En efecto, el adulto ofreció el culo a uno de los niños sin dejar de mamar al otro. Como no podía ser de otro modo el chaval más dotado fue el elegido para la práctica sodomita. El chaval sabía lo que hacía, se notaba que no era un primerizo. No tuvo necesidad alguna de lubricar al macho más viejo, señal de que aquel orto había jalado vergas mucho mayores que la suya, le bastó con apartar el minúsculo tanga que cubría el ojete y clavársela hasta los huevos de un solo golpe. La prenda interior del travestido no dio de sí y el pene y los testículos que pretendía albergar salieron a la luz debido al intenso traqueteo que el chiquillo estaba imprimiendo a la cópula.

Diana se fijó en aquel impresionante cipote que colgaba de Sean, totalmente erecto y babeando líquidos pre seminales. Se dijo a sí misma que era una lástima tenerlo teóricamente a su disposición y no poder disfrutarlo; ella jamás había conseguido endurecerlo de aquel modo. Discretamente, deslizó una de sus manos bajo el bikini y comenzó a darse placer a sí misma, como solía hacer a diario. Jamás habría pensado que podría excitarle ver a varios machos copulando entre ellos. Casi llegó a olvidarse de que realmente lo único que le importaba en este mundo era el dinero.

El camarote se convirtió en un desafinado coro de gemidos y chapoteos. Los más audibles eran los de Sean que gozaba como una perra siendo enculado por el chiquillo pero tampoco los de Diana se quedaban atrás: con tres dedos enterrados en su vulva y un cuarto amenazando con unirse a la fiesta estaba realmente extasiada contemplando la enculada de su marido.

En cuanto a los chavalines el que era mamado ya hacía un ratito que había comenzado a derretirse en la boca del pederasta pero por lo visto su escaso aporte de semen no había saciado la sed del adulto y este seguía succionándole con insistencia en busca de más jugo. El jinete, por su parte, seguía con la monta con los ojos cerrados, intentando retrasar el momento álgido. Sudaba y sudaba hasta que, con un sonoro grito, dio por finalizado al primer acto justo un instante después de haber regado con su esperma el noble intestino del británico. Los tres amantes se tumbaron sobre la cama intentando recuperar el aliento.

Fue entonces cuando Sean miró a su esposa y la sorprendió todavía tocándose.

- Ven. Es tu turno. – Le dijo.

Diana estaba tan cachonda que ni se lo pensó. Se desprendió del bikini e hizo ademán de dirigirse hacia el falo de su marido que miraba al cielo duro como una roca pero el dueño de tan fabulosa herramienta la detuvo.

- ¡A mí no, házselo a ellos! ¡Fóllatelos…!

Aquella proposición en cualquier otra situación le hubiese parecido descabellada pero la calentura de su entrepierna y su necesidad de rabo era tal que se colocó sobre el niño más dotado y sin apenas darle tiempo a recuperarse de la primera corrida comenzó a cabalgarlo de manera contundente, sin el menor miramiento a pesar de su edad. El chavalín creía morirse, prácticamente aplastado entre aquel par de melones que no dejaban de golpearle la cara pero la sensación en su pito era tan agradable que compensó todo el sufrimiento. Obligado por las circunstancia follaba con hombres pero prefería hacerlo con mujeres.

- ¡Hummm! – Gimoteó la hembra, realmente sorprendida por las sensaciones que aquel pueril miembro viril le estaba proporcionando a su vientre.

Acostumbrada a tirarse a todo lo que se meneaba, desde su adolescencia y hasta el mismo día anterior al de su casamiento, jamás se le había pasado por la cabeza que algo tan pequeño pudiese darle un placer tan grande. Por eso, cuando el otro niño se colocó tras ella y pretendió encularla, no se negó, es más, le facilitó la tarea. Diana siempre había renegado del sexo anal, prácticamente podía decirse que seguía virgen por su retaguardia. Sus experiencias intestinales no habían pasado de una o dos intentonas fallidas de sodomía abortadas por los intensos dolores producidos en su esfínter durante la monta. Siempre lo había intentado con vergas adultas y pensó que quizás iniciarse en esas prácticas con aquel minúsculo apéndice le sería más llevadero. Tuvo que hacer verdaderos movimientos de contorsionismo y llevar su cuerpo hasta el límite pero al final por fin logró que la pollita entrase en su oscuro agujero. Lo que sintió aquella vez a diferencia de las anteriores no le disgustó en absoluto.



Tan concentrada estaba en disfrutar de las contracciones de su vulva que no fue hasta el cuarto o quinto fogonazo cuando se dio cuenta de que estaba siendo fotografiada follándose a los dos niños. El improvisado reportero era, cómo no, el inefable abogado.

- Pero… ¿qué demonios está haciendo ese?

Sean se limitó a, una vez más, regalarle una de esas sonrisas impersonales que ella tanto odiaba.

- No se preocupe, señora – dijo el hombrecillo sin dejar de realizar disparos-. Son sólo por precaución. Ya sabe… por si tuviese la tentación de no respetar nuestro común acuerdo …

Diana se quedó de piedra, su excitación se difuminó en un segundo, aquella ruin maniobra había hecho saltar por los aires sus planes y como no podía ser de otro modo lo pagó con aquel desgraciado lanzándole cuanto objeto contundente encontró. Lo que salió de su boca convirtieron los exabruptos de su abuela en poco más que piropos de opereta.

- ¡Fuera de mi vista, sucia rata! - Fue lo más suave que salió de sus labios.

Aun bajo tan estrambótico disfraz y con el culo rezumando esperma la flema británica de Sean volvió a aparecer.

- Venga, mi vida, no te enfades por tan poca cosa. Lo estamos pasando bien todos juntos y todavía la cosa mejorará, no lo dudes. Ya sabes cómo son los abogados, buscan siempre tres pies al gato. Venga… continuemos con la fiesta…

Diana apretó los puños, estaba fuera de sí pero contuvo su ira. Estaba atrapada para siempre en aquel matrimonio enfermizo. Pero en su desesperación encontró algo de esperanza, una tenue luz al final del túnel. Se agarró a ella como a un clavo ardiendo.

- Está bien… pero nada de fotos…

- Nada de fotos…

- Y no quiero ver a ese imbécil más aquí adentro.

- El imbécil se queda fuera…

- Promételo…

- Te lo prometo…

La mujer esbozó una ligera sonrisa totalmente antinatural.

- Está bien. Ven, túmbate aquí, sobre la cama y déjame a mí...

El travesti accedió a los deseos de su esposa.

- ¿A cuál te apetece primero?

- ¿Qué quieres decir?

- Ya sabes… - dijo la mujer señalando a los niños, que los miraban sin saber muy bien qué es lo que ocurría -, ¿cuál de los dos culitos te apetece más? Yo te ayudo a penetrarlo…

- ¡Humm! – Dijo el hombre realmente complacido por la actitud activa de su esposa - ¡Ese!

Diana asintió al saber la identidad del elegido, hubiese apostado todo lo que tenía y no lo hubiese perdido. Agarró al más pequeño de la mano y lo colocó a horcajadas sobre su marido. El chiquillo sería muy joven pero al igual que su compañero para nada novato, él mismo se abrió los glúteos para facilitar la enculada del adulto. Los niños se ajustaban exactamente a las apetencias sexuales de Sean. Al aristócrata inglés no le gustaban desvirgar a los niños, era un trabajo agotador y poco satisfactorio; prefería que ya estuviesen iniciados en el sexo homosexual con los culitos ya habituados a ser penetrados.




Diana se erigió como maestra de ceremonias. Tal y como había prometido fue ella la que agarró el estoque de su marido, encaminándolo hacia el cielo hecho carne para él que no era otra cosa que el orto del chiquillo.

- ¿Tienes lubricante? – Dijo ella al ver que aquello no terminaba de cuajar.

- En el cajón…

Ágilmente la joven se dirigió al lugar indicado. Tuvo que rebuscar entre látigos, consoladores, bolas anales y un sinfín de artilugios sexuales hasta encontrar el ungüento. Fue generosa esparciéndolo por las partes en litigio, en especial en el ojete y la punta del banano. El chavalín se movía nervioso, sin duda consciente del tamaño del cipote que iba a tener que asimilar. Mientras tanto el bueno de Sean, liberado de todo esfuerzo, se las ingenió para volver a tener un pene infantil entre sus labios. Mamar pollitas era un auténtico vicio para él.

- Vamos allá… - Dijo Diana una vez consideró que estaba todo lo suficientemente resbaladizo.

Agarró con fuerza la verga de su esposo y dirigió la punta del capullo hasta el agujerito sonrosado, brillante como un lucero gracias a la vaselina. Empujó suavemente al chiquito para detrás y poco apoco el estoque fue entrando en él. No fue tarea fácil, hubo varios amagos de rechazo dada la disparidad de tamaños pero la constancia tiene premio y la barra de carne se fue abriendo paso a través del pueril intestino. El niño gritaba, y rabiaba de dolor al sentir sus órganos internos reorganizarse para poder alojar al intruso pero ni a Sean ni a Diana le importaban lo más mínimo sus lamentos. Cada uno buscaba lo que más deseaban: él, placer; ella… el esperma.

En efecto, la mujer anduvo rápida. Calculó el momento aproximado en el que su marido estaba a punto de descargar la munición y cuando este llegó rápidamente desacopló al chaval para ocupar su lugar e introducirse el estoque hasta la empuñadura. Sean tenía tantas ganas de eyacular que le importaba muy poco la naturaleza del agujero en el que hacerlo. Sólo cuando los últimos borbotones de semen salieron de su pene en lo más profundo de la vulva de Diana se percató del cambio. Era la primera vez que fornicaba con una mujer desde hacía mucho tiempo y, por primera vez había gozado haciéndolo.

- ¿Qué tal? – Dijo ella meneando la cadera sin desacoplarse.

- ¡Genial! – Contestó él una vez se tragó un sorbito de esperma.

Diana sonrió gozosa y siguió montándolo firmemente, quería todo el semen para ella. Mientras follaba a su marido por primera vez fue perfilando el nuevo plan en su cabeza. Sólo tenía que mantener alejado al abogado, seguir regando su vagina con la mayor cantidad de esperma posible y dejar que la naturaleza siguiera su curso. Era difícil quedarse preñada en el primer envite, no era tonta y lo sabía, pero si jugaba bien sus cartas y se comportaba como una auténtica adicta al sexo con niños estaba segura de poder acompañar a su esposo a cuantos viajes de turismo sexual hiciese.

Todas aquellas maquinaciones tenían un solo objetivo: el acuerdo prematrimonial no contemplaba en absoluto la posibilidad de que ambos engendrasen un hijo junto. Por lo visto el retorcido abogado, convencido por las férreas tendencias homosexuales de su cliente, estaba tan obcecado en atar todos los cabos a cual más disparatado que se había dejado el más obvio, ese en el que cualquier licenciado recién salido de la facultad como el que asesoró a Diana, hubiese reparado inmediatamente.

El matrimonio siguió disfrutando de los dos niños durante varios días. Les hicieron prácticamente de todo, Sean se destapó como un verdadero enfermo en lo referente al sexo con niños. Diana hizo todo lo necesario para lograr su objetivo y colaboró con él torturándolos y violándolos sin el menor remordimiento. El único niño que le importaba era el que tenía por objetivo alumbrar.






De repente una mañana los jovencitos ya no estaban. Diana intentó recordar el momento exacto en el que otra embarcación había aproximado a la suya pero no pudo. Le pareció raro ya que el primer abordaje había sido de todo menos discreto. Preguntó a su marido pero este se limitó a sonreír de manera estúpida.

- No hagas preguntas de las que no quieras saber la respuesta.- Le dijo finalmente en tono duro.

Y se quedó mirando la inmensidad del mar para luego continuar amablemente:

- ¿Hace un día estupendo, no crees?

Diana dejó que la brisa marina se llevase el atisbo de sentimiento de culpa que le había surgido.

El abogado coordinaba los trabajos de limpieza del camarote, no quería que quedase resto alguno de los chiquillos, al tiempo que preparaba el siguiente viaje al corazón de áfrica. Al bueno de Sean se le había antojado cepillarse a un negrito albino y estos no eran tan fáciles de encontrar como la pareja de morenitos. 

Era concienzudo y eficiente, jamás olvidaba nada. Si el acuerdo prematrimonial no se ocupaba por la descendencia de la pareja era sencillamente porque no era necesario, esta jamás llegaría. Diana no era la única que había pasado por el quirófano antes de casarse.

Fin.








 

 

 



Comentarios

  1. Respuestas
    1. El primer comentario que he recibido a mis relatos, te lo agradezco. Me alegro de que te haya gustado. Un saludo.

      Eliminar
  2. Atrevido, duro, transgresor...., pero que necesarios son estos relatos en tiempos de Inquisición, tan necesarios como estos blogs de refugio de libertad.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Hola. Sé que es un relato controvertido. Dudé bastante si publicarlo o no. Al final opté por lanzarme a la piscina y tirar para adelante. Gracias por tu comentario.

      Eliminar
  3. muy bueno, porque no publicas más como estos

    ResponderEliminar
  4. ¿A qué te refieres cuando dices "como estos"?

    ResponderEliminar
  5. Tengo una fantasia, un relato en el cual madre he hija intercambian cuerpos de forma accidental, y se lo ocultan al padre.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario