"CHAMPÚ ESPECIAL" por Kamataruk


                                           

– ¿De verdad que no te importa, papá? Esa pequeña diablilla pelirroja es un torbellino.

– ¡Que noooo! – le dije por enésima vez a mi hija -. Sabes que puedes dejar a la niña a mi cargo cuando quieras; ve y diviértete con tus amigas, que falta te hace.

– Pues sí. Entre el trabajo, la niña, llevarla a inglés, llevarla a ballet, a teatro… no tengo vida. Parezco una esclava.

Esbocé una sonrisa. Todas aquellas actividades extraescolares con las que atosigaba a mi única nieta eran cosa de ella; la niña era más feliz que una lombriz jugando en su casa o dibujando en un papel. Aun así fui condescendiente con ella y no la reprendí demasiado, no era bueno para mis intereses que se enfadase conmigo:

– Te ahogas en un vaso de agua, hija. Tu abuela crió a cinco hijos y tu madre a vosotros dos ella solita. Se quedó encinta de ese vago de tu hermano mayor a los diecisiete. Yo andaba con el camión todo el tiempo de arriba para abajo y la vida no me daba para ayudarla. Me perdí vuestra infancia recorriendo Europa para poder daros de comer.

– Lo sé, lo sé. No creas – repuso ella encogiéndose de hombros -, todavía me pregunto cómo narices lo hizo mamá para arreglárselas.

Sentí una punzada en el estómago al recordar a mi María y en lo que pensaría de mí si conociese mi lado más oscuro, ese que ya por entonces se apoderó de mi vida llevándome de burdel en burdel en busca de la carne más fresca que podía encontrar. Aun así hice lo posible para que el remordimiento que me embargaba al recordar a mi esposa ya fallecida no fuese detectado ni por mi hija Isa ni por Sheila, mi nieta. Nada podía trastocar mis planes.

Mi hija no lo había pasado bien desde que el desgraciado de su marido se marchó un día a por tabaco y jamás volvió, dejándola al cargo de Sheila, un angelito pecoso de mirada curiosa y nariz chata que a sus pocos años revolucionaba mi casa con sus locuras cada vez que entraba por la puerta.

– Pórtate bien, Shei…

– ¡Sí, mamá!

– Y no hagas enfadar a tu abuelo.

– Que siii...

– Papá, por favor, que no se acueste tan tarde como la última vez.

De nuevo me armé de paciencia antes de contestar:

– Hija, dale un respiro que mañana es sábado… los niños necesitan vivir…

– Aun así necesita dormir sus horas, que luego va zombi todo el día.

Los años me han dado la experiencia suficiente como para saber cuándo es necesario librar una batalla y cuándo es mejor plegar velas así que me rendí sin oponer más resistencia:

– Vale, vale… en cuanto cenemos nos metemos en la cama.

– Y no le des chucherías, ni palomitas, ni coca cola… eso sobre todo: nada de coca cola, que luego se sube por las paredes.

– Nada de coca cola… oído cocina. ¿Algo más?

– ¿Qué vas a darle de cenar?

– Sobró brócoli al mediodía - mentí.

– ¡Puag, qué asco! – nos interrumpió la niña haciendo la mueca más adorable del mundo.

– Perfecto. Se alimenta a base de espaguetis y eso no puede ser. Como siga así se va a poner como una vaca.

Ante eso ya no pude aguantar más y mi sangre gaditana comenzó a hervir.

– ¿Cómo una vaca? ¡Si tiene un cuerpo de bailarina que parece una muñeca! Mírala, tan alta y esbelta como tú a su edad. Es tan idéntica a ti cuando eras pequeña que a menudo confundo vuestros nombres, aunque ella es mucho más simpática que tú…

– Y nada de tele a estas horas que ya es tarde… - continuó mi hija recitando el manual de instrucciones sin hacerme caso.

– ¿Te quieres ir ya, hija? Vas a llegar tarde – estallé simulando un enfado -.

– Sí, eso mami: vete ya.

– Tú lo que quieres es quedarte a solas con tu yayo para hacer con él lo que te dé la gana… ¡lianta, que eres una lianta! - rió Isa sabedora de que, con toda probabilidad, todas sus recomendaciones caerían en saco roto en cuanto saliese de mi casa.- ¡Oye, niña! ¡No me abras la puerta! ¡Ya me voy, ya me voy! ¡Joder, cría cuervos…!

– ¡Mami ha dicho una palabra fea! – chilló la niña.

– Se merece un buen azote.

– ¡Uffff! – Protestó la madre mirando al cielo -. Es que no puedo con vosotros dos…

En cuanto Isa se fue me dirigí a la cocina para subir el termostato de la calefacción unos cuantos grados. Después volví al salón donde se encontraba mi pequeño tesoro. Me entretuve un momento contemplándola sin que se diese cuenta. Ahí estaba ella, abriendo y cerrando las piernas de forma descuidada sobre el sofá; tan bella, tan voluble, tan infantil y a la vez tan sensual.

Mi atracción física hacia Sheila era tal que en cada uno de sus movimientos me parecía reconocer una alta carga erótica cuando en realidad probablemente no era más que un signo de impaciencia por mi tardanza. Fijé mi mirada en sus braguitas de tono rosáceo con motivos florales que aparecían y desaparecían entre sus muslos; esas que tantas veces había llevado hasta mi nariz cuando ella dormía para luego mancharlas con mi esencia masculina. Noté que mi pulso se aceleraba, me sudaban las manos y que la garganta se me secaba. Ese era el efecto que en mí provocaba mi pequeña princesa. No podía quitármela de la cabeza, estaba obsesionado con ella que mi polla se endurecía con solo pensar en su cuerpo. Me seguía pareciendo imposible que una hembra tan joven fuese capaz de provocar en mí ese torrente de sentimientos, tan alejados a los convencionales entre un abuelo y su nieta, pero así era.

Debí hacer algún tipo de ruido ya que, de repente, dirigió sus inquietos ojos marrones hacia donde yo estaba y juntó las rodillas de inmediato.

– ¡Qué pesada es tu madre! – Le dije rompiendo el hielo.

– ¡Js, js, js!

– Ven, dame un besito, Shei.

– ¿De los secretos?

– Claro. Estamos solos, ¿no?

La niña corrió hacia mí entusiasmada; la alcé agarrándola del trasero como si de una pluma se tratase hasta que nuestras caras estuvieron muy próximas. Ella no dejaba de reírse, estaba radiante y extraordinariamente bella. Sus labios se me antojaron sumamente apetitosos, emitían un brillo intenso probablemente debido a algún tipo de carmín transparente; desde muy pequeñita le gustaba jugar a maquillarse y eso me encantaba.

Mientras le sobaba las nalgas bajo la falda del uniforme saqué la lengua de la boca y ella imitó mi gesto hasta que ambos apéndices bucales comenzaron a frotarse de manera lúbrica y poco casta o cuanto menos inapropiada dada nuestra diferencia de edad y parentesco. Mis manos se llenaron de la carne infantil del final de sus muslos; suave, tersa y caliente. Su tacto era tan agradable que su recuerdo permanecía horas entre mis dedos. Yo nunca tenía suficiente; acariciarla era como una droga.

– Te voy a ganar – chillo la niña afanándose en la pelea, moviendo la lengua con intensidad -.

– Ni lo sueñes – repuse -.

Simulaba resistirme cuando en realidad me estaba dando un festín de babas infantiles, uno de los más dulces caldos que he probado en mi vida. Pronto el extremo de la lengua de mi princesita exploró mi boca tal y como yo le había enseñado durante nuestros primeros escarceos privados. Acepté mi dulce derrota abarcando los delicados glúteos de Sheila directamente sobre la piel, aprovechando la laxitud de su ropa interior. Mi verga comenzó a endurecerse por el tacto de un cuerpo tan suave y apetecible como el suyo. Mientras tanteaba la entrada trasera de mi joven amante mi mente evocó las palabras de amigos y parientes. Los muy ignorantes me repetían una y otra vez la misma cantinela repetitiva y cansina: que parecía otro cuando estaba con ella, que con aquella niña cerca mi corazón había vuelto a la vida, que tenía una suerte tremenda de tener una nieta como Sheila.

Sólo yo sabía que aquellos juegos cada vez menos inocentes que practicábamos a escondidas no sólo levantaban mi ánimo cada fin de semana sino también mi polla y la hacían explotar hasta unos extremos nunca antes alcanzados.

– ¡Me rindo, me rindo! – exclamé cada vez más excitado y temeroso por no poder controlar una eventual eyaculación prematura.

Opté por dejarla en el suelo y tomar aire. Los huevos me ardían como las ascuas de una hoguera. Deseaban descargar su munición sobre cualquier parte del cuerpo de mi nieta.

– Te lo dije, te gané - apuntó la niña triunfante sorbiendo mi saliva que aún manchaba la comisura de sus labios.

– Eres la reina de los besos secretos – admití-.

Todavía recuerdo la expresión de asco que puso cuando a continuación preguntó:

– ¿De verdad hay eso de cena, yayo?

– No hay razón para esa cara, sabes que odio el brócoli tanto o más que tú.

– ¡¿Espaguetis?! – Chilló la niña abriendo los ojos de par en par.

– ¡Hasta reventar!

– ¿Coca cola?

– Hay una botella de dos litros en la nevera toda todita toda para ti.

– ¡Síiii!

Isabel insistía en tildar a su primogénita de maleducada y pedigüeña. En lo que a mí respecta, la afición por lo material de mi nieta Sheila constituía una ventaja a la hora de consumar mis fantasías, convirtiéndola en una niña muy manejable a cambio de pequeños caprichos de escaso valor. Su actitud sobre la vida se resumía de forma muy simple: si estaba contenta se dejaba hacer de todo.

– Ven, voy a quitarte el uniforme – le indiqué -. Hace calor y si lo manchas a tu madre le da algo.

– ¿Harás palomitas?

– ¿Dulces o saladas?

– Dulces.

– Por supuesto.





Mientras hablábamos de mil y una ocurrencias a cuál más disparatada fui despojándola de su ropa escolar. Me recreaba la vista en cada centímetro de piel que aparecía ante mis ojos. Primero le desabroché la camisa blanca intentando que mi nerviosismo no me jugase una mala pasada con los botones; después le quité la camiseta de tirantes del mismo color con bordados rosas que llevaba debajo. Cuando amanecieron ante mí esas minúsculas areolas sonrosadas, totalmente lisas e infantiles, me quedé sin respiración. La tentación fue demasiado fuerte, no pude evitar besarlas recordando pasados encuentros con aquellas inapreciables tetitas. El primer ósculo que les di fue casto pero los siguientes ya no tanto. Fui pasando la lengua de forma insistente de uno a otro pecho dejando un rastro de saliva a su paso mientras ella no paraba de reír y estremecerse:



– Me haces cosquillas, yayo.

– ¡No protestes, que sé que te encantan! – repuse atacándola con mayor intensidad - .

– ¡Sjsjsjs!

La faldita de cuadros rojos y negros también cayó fácilmente y pronto en menudo cuerpo de Sheila quedó cubierto solamente por su prenda más íntima, esa que tan embelesado me tenía minutos antes y sobre la que planeaba masturbarme durante la semana. Desde muy pequeñita mi nieta estaba acostumbrada a permanecer semidesnuda cuando estaba conmigo así que creo firmemente que no se sintió para nada incómoda aquella tarde vestida con tan poca ropa. Tampoco le parecía extraño que yo la tocase de ese modo tan vehemente e intenso; desde siempre le había hecho entender que era mi manera especial de demostrarle cuánto la quería. Tal vez por eso su predisposición hacia mis caricias era total e incluso puede decirse que las buscaba, sentándose sobre mis rodillas o colgándose de mi cuello siempre que tenía ocasión.

Pese a la andanada de tocamientos indiscriminados todavía había algo por explorar:

– Date la vuelta, pequeña – le dije -.

El trasero de Sheila siempre me ha parecido su punto más fuerte y apareció ante mí en todo su esplendor. Era redondo, jugoso, libertino… sencillamente perfecto; el paradigma de un trasero femenino en los albores de su formación.

– ¿Así?

– Sí, así. ¿Qué tal hoy en el cole…?

Utilicé mis manos para subir la braguita hasta que prácticamente desapareció entre los glúteos infantiles, logrando con ello un efecto tanga demoledor. Si ya de por sí yo babeaba por las carnes de Sheila, por su culo sentía una devoción casi enfermiza y era el protagonista de mis sueños más húmedos y sucios.

– Bien, tuvimos un examen de mates – contestó dejándose hacer -.

– ¿Y qué tal? – Pregunté indiferente mientras separaba la fina tira de tela que ocultaba su paraíso en tierra.

Sheila se inclinó ligeramente hacia delante de manera mecánica. Aquellos tocamientos en su zona íntima se habían repetido tantas veces a lo largo del tiempo que los recibía con total naturalidad.

– Genial, como siempre.

Sin prisa alguna, introduje la mano entre las piernas de mi nieta y acaricié su vulva infantil suavemente. Estaba caliente y húmeda, no tanto por la excitación como por la temperatura ambiental. Las caricias debieron agradarle ya que ella se abrió lo suficiente como para dejarme el camino más expedito hasta su tesoro y yo aproveché su regalo frotando su clítoris con suavidad, sin prisas, gustándome. No había motivos para tener prisa, nada de lo que le hiciese iba a incomodarle, conocía de memoria sus reacciones ante mis tocamientos.

Llegados a este punto, mi erección empezaba a manifestarse y no me apetecía nada esconderla. Todo lo contrario: quería que Sheila viese el efecto que producía en mí sobar su cuerpo a medio hacer. Ver sus pupilas fijas en mi ariete me proporcionaba un plus de excitación.

– Estás muy sudada – balbuceé a la vez que me recreaba en su minúsculo secreto -.

– He tenido clase de ballet. Recuerda que la semana que viene es la exhibición… no te olvides como el año pasado…

– Sí, ya sé. Ya sé… ya pedí perdón por eso - protesté, algo molesto como cada vez que ella o su mamá me recordaban el suceso -.

Pese a mi erección fui tremendamente cuidadoso con los tocamientos como lo era siempre. Jamás se me pasó por la cabeza causarle dolor alguno a Sheila, quería que disfrutara de su cuerpo y gozase. La yema de mi dedo recorrió la intimidad de mi nieta y lo hice de forma delicada, sumamente cuidadosa aunque no por ello menos impúdica y lasciva. Jugueteé con los pliegues, los separé con ternura y froté el botoncito de placer de la niña con cariño y sin ninguna prisa. La masturbé despacito, como a ella le gustaba.

Su reacción fue previsible e inmediata: el torrente verbal cesó de repente y su continua cháchara fue sustituida por una serie de sonidos roncos y guturales, jadeos casi imperceptibles aderezados con los chapoteos lúbricos que emitía su zona íntima. Por si me quedaba alguna duda acerca de su grado de satisfacción Sheila separó sus piernas todavía más y se plegó por completo a mi voluntad.

El que crea que una niña por el simple hecho de serlo carece de apetito sexual está muy equivocado. Mi pequeña nieta era un claro ejemplo de ello y quiero pensar que no es una excepción ni mucho menos. Ya entonces era ardiente como pocas y disfrutaba de nuestros juegos sexuales tanto o más que yo.

Para refrendar mi teoría a veces yo me detenía y dejaba de estimularla y entonces era ella la que buscaba el encuentro íntimo, utilizando mi dedo a modo de consolador sexual para darse placer o, según su propia jerga, hacerse cosquillas en el chichi. Repetí la maniobra aquella noche, tal y como acostumbraba, y sin que yo se lo pidiese ella comenzó a mover la pelvis provocando el roce intenso entre su sexo pueril y mi mano, empapándola de flujos íntimos.

Su vulva sonrosada y libre de vello no tenía secretos para mí. Ya entonces la había recorrido infinidad de veces con mis manos y con mi lengua, inclusive había inserto en ella la primera falange del dedo corazón al igual que por su ano pero sabía que todavía era temprano para eso; la noche era muy larga y ya tendría tiempo de sobra para explorar el interior de los agujeros de mi princesita. A Sheila le costaba dormirse pero cuando lo hacía parecía un tronco: no se despertaba ni con mis inserciones digitales ni tampoco con la luz del flash de mi cámara de fotos.

– Hay que tomar un baño… - sentencié bajándole las bragas hasta los tobillos.

– ¡Jooo! ¡El pelo no! – protestó -.

– El pelo sí.

– ¡No!

– ¡Sí! Y no gruñas más o llamo a tu madre.

– Vale – se rindió la niña ante la amenaza-, ¡pero con tu champú especial!

No pude evitar una media sonrisa. Contarle esa milonga a la niña acerca de las virtudes de mi “champú especial” me había reportado múltiples satisfacciones. Desde que había descubierto de dónde provenía aquella sustancia blancuzca y gelatinosa utilizaba cualquier método para extraérmela durante nuestro baño semanal; se lo tomaba como algo personal y no se detenía ante nada para obtener mi champú. Su terquedad y determinación, lejos de ser unos inconvenientes, eran todo un placer para mí.

Tampoco a Sheila mi desnudez le era extraña; ventajas de compartir el momento del baño desde siempre. Jugábamos con la espuma y nos hacíamos cosquillas el uno al otro, circunstancia que yo aprovechaba para darme un festín de carne tierna con las dulces curvas de mi nieta. Se lo tocaba todo, absolutamente todo y eso tenía consecuencias en las dimensiones de mi verga. Al poco de comenzar el baño mi erección era más que evidente, si es que había menguado en algún momento.

– ¿Sacamos el champú? – Preguntó la chiquilla algo inquieta, mirando de reojo el extremo de mi pene que emergía desafiante de las aguas.

– Pues claro – contesté, y abriendo las piernas, ofrecí la plenitud de mi falo a mi joven acompañante.

Sheila extendió sus manos bajo el agua. Una se detuvo en el extremo de mi cipote pero la otra no se paró hasta que comenzó a jugar con el saquito que lo acompañaba. Siempre le resultó curiosa esa parte variable de mi cuerpo, me preguntaba infinidad de cosas sobre mis genitales cuando estábamos a solas. El pene se alargaba y se encogía sin mucho criterio al ritmo que marcaba su pequeña mano. Recuerdo como si fuese hoy el brillo de sus ojos, curiosos y fijos en mi sexo, ansiosos por provocar la explosión. Me repetía hasta la saciedad sin dejar de masturbarme que le parecía sumamente graciosa la abertura de su extremo, similar a la boca de los pececitos que su mamá tenía en el acuario del salón, que se abría como buscando alimento cada vez que expulsaba el champú especial sobre su cabeza.

– ¿Te hago daño? – Preguntó Sheila recordando lo sucedido la semana anterior en la que, sin querer, había rasgado mi glande con sus afiladas uñas.

– No. Todo va bien – apunté -. Cada día lo haces mejor, ya verás como hoy sale más.

La niña me masturbó con suma delicadeza, tal y como le había enseñado. Sus cortos dedos apenas podían abarcarme la verga; era estrecha y larga, algo curva y con el prepucio subido hasta casi tapar la parte de arriba.

– Me canso – dijo tras unos minutos de trabajarme la polla.

– Cambia de mano, ya lo sabes.

– ¿Puedo hacerlo mejor con la boca? Dijiste que así sale más y mucho antes.

Sonreí de oreja a oreja, sin duda mi nieta era una alumna de lo más aplicada, tenía la lección muy bien aprendida.

– Claro que sí, mi princesa. Puedes hacerlo con lo que quieras.

Me incorporé de la bañera, sentándome en el borde dejando expuesta la totalidad de mi falo erecto, a escasos centímetros del rostro de Sheila. Ella lo abarcó con ambas manos, llevándoselo a los labios con total naturalidad no sin antes regalarle el beso de rigor a modo de saludo en la punta.

– Recuerda…

– … ten cuidado con los dientes – me interrumpió justo antes de introducírselo en la boca-.




No pude evitar emitir un suspiro al sentir los suaves labios de la niña alrededor de mi miembro viril y el placer se multiplicó cuando su lengua infantil se unió a la fiesta. Sheila no era escrupulosa y se entregó a la tarea de chuparme la polla con su habitual desparpajo.

La mamada era técnicamente muy mejorable pero efectiva. Su falta de pericia la suplía con sus ganas y la lubricación natural de su párvula boca. La experiencia oral de Sheila era muy escasa; hasta apenas un mes antes la niña se había limitado a lamerme la verga a modo de helado durante el baño, ya fuese sola o cubierta de algún tipo de sustancia dulce, yogur o nata. Cuando su boca dio de sí ya pudo jalarse la punta y, conforme nuestros encuentros sexuales se iban repitiendo, su capacidad de asimilación bucal iba a más y la mamada iba ganando en profundidad y calidad.

– Tranquila, Shei. No te atragantes, despacito, despacito… - le guiaba yo a media voz -, mueve la lengua. Eso es. Sigue así, va a salir un montón de champú. Lo haces genial.

Al oír aquello, se sacó la polla de la boca y pasándose la lengua por los labios de forma inconsciente, me preguntó entusiasmada:

– ¿De verdad?

– Te lo aseguro. Sigue, no te detengas ahora. Ya falta muy poco – le contesté con el pulso cada vez más acelerado.

Mi grado de excitación era máximo, recuerdo que estuve a punto de perder los papeles y tratarla como a la más sucia de las putas. Intenté contenerme para no follarle la boca como un desalmado como era mi deseo pero aun así no puede decirse que actuara de forma amable con ella. Cuando guié su cabeza hacia mi pito lo hice con firmeza y fijé un ritmo de mamada bastante más acelerado que el de antes. Aun así ella no protestó, puso en marcha su pequeña aspiradora y me proporcionó placer con total sumisión y entrega.

Tras unos minutos de gloria noté que algo iba mal. El ritmo descendía por momentos y con él mi placer. Mi nieta daba claros signos de agotamiento y náusea, así que decidí tomar cartas en el asunto:

– Déjame a mí. Yo termino – le dije.

– Sí, porfi… me duele la cara…

Agarré el cipote desde la base y comencé a masturbarme a un ritmo generoso, a escasos centímetros de mi nieta que contemplaba la maniobra con mucha curiosidad, como queriendo aprender nuevos detalles que le pudieran ayudar la próxima vez que me la chupase.

– Va a salir, Shei… ¿estás lista?

– ¡Síiii!

– Cierra los ojos – le advertí-.

La niña tuvo el tiempo justo para obedecer. Apenas sus párpados se cerraron, un torrente de esperma estalló contra su cabeza, pringando su pelo rojizo de babas. El último chorro cayó directamente en su cara, justo al lado de su pequeña nariz.

– ¡Ahí no, yayo! – protestó ella sin dejar de reír -. Tienes muy mala puntería, abuelo.

– Perdón, se me escapó – mentí, con el pulso a mil por hora.

Nada me producía más morbo que ver mis jugos cayendo lentamente por la cara de mi princesa.

Mi siguiente objetivo en su proceso de aprendizaje era que la niña tragase mi esperma en cantidades industriales y aquel era un momento propicio para ello. Tentado estuve de meterle de nuevo la polla en la boca y hacer que me limpiase los grumos pero no estaba seguro de cuál iba a ser su reacción.

Sheila se me escapó viva ya que durante el tiempo de duda, se levantó como un resorte, recogió el semen de su cara y lo extendió por su larga melena anaranjada.

– ¡Ha salido un montón! – Chilló entusiasmada.

El tiempo de baño terminó con una ducha utilizando esta vez champú no orgánico. Mientras yo secaba la melena de la jovencita descubrí que no dejaba de examinarme el miembro viril que, ya sin munición, se encogía como una uva pasa en mi entrepierna.

– ¿Ya no sale más? Es una lástima…

– Luego, tal vez.

– ¿Y si la meto en la boca de nuevo?

– Hay que darle un poco de tiempo y acariciarla para que fabrique más champú.

La niña se encogió de hombros ante mi explicación coherente:

– Me gusta tu champú, abuelo – prosiguió -. Mamá dice que siempre que me baño en tu casa mi pelo queda más bonito.

– El champú especial es lo que tiene – le susurré -, pero recuerda: es un secreto entre nosotros dos. ¿Vale? Tu mamá no debe saber nada, ya sabes lo rara que es.

– Vale, yayo. No diré nada a nadie. Será nuestro secreto.

Tal y como era nuestra costumbre preparamos la cena sin ni siquiera vestirnos. Sheila se sentó sobre mis rodillas y me embriagó su aroma a colonia infantil. Mientras comía toneladas y toneladas de espaguetis y se hartaba con coca cola me contaba mil y una historias acaecidas en el colegio o en cualquier otra de sus múltiples actividades extraescolares.

– Pues en clase de ballet mi amiga Patri se enfadó porque quería ser ella la que estuviese delante en la actuación pero la profe dijo que no, que yo lo hacía mejor…

Yo apenas tomaba algún que otro bocado suelto, no quería despegarme de ella. Prefería fingir que la estaba escuchando y seguir sobándole las tetitas e introducirle la polla en el hueco formado por sus pequeños muslos para darme gusto. Recuerdo que por aquella época yo inventaba mil juegos para poder masturbarme usando el cuerpo de la niña; me las ingeniaba para utilizar no solo su ingle sino también su sobaco e incluso había probado con su cuello para pajearme con la excusa de fabricar champú pero Sheila era incapaz de quedarse quieta durante el tiempo necesario para excitarme. Me retenía justo en el momento previo al orgasmo para evitar tener que justificar a la niña aquel tonto despilfarro de mi champú especial. Yo sabía que un par de horas más tarde, cuando Sheila disfrutase de su reparador sueño, tendría ocasión de descargarle todo mi amor en la entrada de su minúscula vulva, en la cara o en el trasero.





Tras la cena seguimos haciendo caso omiso de las normas de Isa. Siempre desnudos, nos fuimos de inmediato a la cama pero no para dormir como era su mandato sino para ver esa película emitida por Disney Channel que Sheila tanto quería ver durante la semana y que su mamá no le dejaba visionar. Transgredimos la estricta regla de no comer ni beber en la cama y nos preparamos un enorme bol de palomitas caramelizadas tal y como le había prometido y nos dedicamos a devorarlas con ansia comentando alguna circunstancia del film.



La idea de ir un poco más allá con la niña seguía rondándome por la cabeza así que dejé atrás mis dudas y decidí actuar:

– Te propongo un juego, Shei – le dije durante una larga pausa publicitaria -: uno coloca una palomita sobre su cuerpo y el otro se la come, ¿vale?

– ¡Vale! – me contestó la niña con su habitual espontaneidad, siempre abierta a las propuestas de su abuelo.

– ¡Yo primero! – Exclamé colocándome el dulce sobre el pecho.

Sheila extendió su brazo pero la detuve de inmediato:

– ¡Eh, así no vale! ¡Tiene que ser sólo con la boca! – le expliqué -.

– ¡Ah… entiendo!

Ágil como una anguila, la pequeña Sheila dio buena cuenta del copo bañado de miel que yacía sobre mí.

– Limpia el resto de dulce con la lengua.

– ¿Así? – Me preguntó ella buscando mi aprobación mientras acometía la acción como si de un gatito se tratase.

– Perfecto. Ahora aquí… - continué colocándome una palomita de maíz en la punta de la lengua.

– Voy.

Y de esa manera inocente volví a deleitarme de nuevo con las delicias de la boca infantil de mi chiquilla.

– ¿Dónde vas a ponerla ahora? – Me preguntó -.

– Dame un segundo, no seas impaciente…

– Ahí se va a caer.

– No, ya verás cómo no, ¿lo ves? – Repuse haciendo verdaderos esfuerzos para que el dulce que coronaba mi polla, de nuevo enhiesta, no cayese.

– ¡Hala… te la has manchado todo el pito de dulce!

– Pues… ¿a qué esperas para limpiarlo? – le pregunté -.

Respiré profundamente al experimentar de nuevo la calidez de su boquita alrededor de mi falo. Aprovechándome tanto de su inocencia como de su gula fui colocando dulces en los puntos estratégicos de mi anatomía de tal forma que Sheila me realizó de manera inconsciente una comida de testículos antológica dejando mi escroto brillante como el oro. Su ansia era tal que inclusive se introdujo un poco de uno de mis huevos en la boca. Recuerdo que casi me derretí ahí mismo de puro placer al experimentar el efecto devastador que el roce de su lengua provocó en mi testículo.

– ¡Qué ricas! Me encantan las palomitas dulces… - repetía la pequeña una y otra vez entre lametón y lametón de huevos, cual gatita lamiendo su plato de leche.

Yo quería alargar el juego todo lo posible pero sabía que si Sheila seguía lamiéndome las pelotas con tantas ganas me iba a resultar imposible contener la corrida así que la detuve.

– ¡Ahora me toca comer a mí! – Apunté sumamente excitado -.

– ¡Jo! –.

– No seas golosa, a mí también me gustan las palomitas.

– Vale – se conformó la niña ante lo lógico de mi propuesta -.

Cuando ella se tumbó boca arriba sobre la cama, acercó el recipiente con las semillas edulcoradas a su cuerpo, aproveché el momento para golpearla en el codo y todos los copos de maíz cayeron sobre ella, enterrándola parcialmente.

– ¡Pero yayooo! – Chilló la ninfa al ver el desastre que yo había provocado.

– ¡Ha sido sin querer! – exclamé -. ¡No te muevas, no te muevas… que yo te limpio!

– ¡Sjsjsjs! – sonrió Sheila cuando me abalanzaba sobre ella con la boca abierta - ¡Qué torpe eres, abuelo!

La niña emitía grititos de risa mientras yo recorría cada centímetro de su piel con la excusa de querer atrapar las esquivas palomitas. En un primer momento me centré en sus pechos y los lamí con ansia. Allá donde pronto crecerían un par de contundentes protuberancias, herencia de su familia materna, no había más que una llanura interrumpida por dos minúsculos pezones juguetones pero aun así me apliqué en la tarea de babearlos a conciencia, succionándolos a modo de ventosa e incluso atrapándolos entre mis dientes con cierta malicia.

– ¡Ya, ya…! – recuerdo que chillaba Sheila retorciéndose como una anguila -.

– Todavía queda un poco – insistí -. Si no te limpio bien te quedarás pegada a las sábanas.

– Es que tengo muchas cosquillas, yayo.

– Por aquí tienes un montón de palomitas – repuse sin hacer caso de las advertencias de mi nieta-.

Y separándole los muslos con energía, mi ansiosa lengua fue descendiendo por el abdomen plano de mi inocente amante y, tras recrearme en el ombligo, me di un festín con el copioso número de dulces que poblaban sus ingles.

– Están muy ricas, sobre todo estas de ahí– dije comiéndome un copo, no sin antes haber recorrido con minuciosidad los genitales de la niña con mi lengua durante unos minutos -.

Noté que Sheila dejó de moverse. Alcé la mirada y descubrí su rostro descompuesto; estaba tan ruborizado como el color del cabello que caía sobre él desordenadamente. Tenía la cabeza ladeada, los ojos cerrados y respiraba con dificultad. Yo sabía perfectamente el motivo, no era la primera vez que mi lengua elevaba hasta el orgasmo a la niña, pero aun así quise que ella verbalizase sus sensaciones placenteras, eso me excitaba mucho:

– ¿Qué tienes?, ¿qué pasa, Shei? ¿Te hago daño? – pregunté de la manera más contenida que me fue posible -.

Ella no podía hablar, el torrente de sensaciones que su pequeño cuerpo le transmitía era difícil de asimilar. Se limitó a taparse la cara con las manos y negar con la cabeza.

– Sabes que no tienes que tener vergüenza conmigo, mi vida – le aclaré -. Es tu pipí dulce que quiere salir, ¿verdad?

– S… sí.

– Sabes que a mí me encanta tu pipí dulce y, con las palomitas, seguro que todavía está más rico, ¿te ayudo a sacarlo? Sabes que no me importa.

La respuesta volvió a ser afirmativa, lo que me dio luz verde para atacar la minúscula vulva sonrosada sin reparos. Me entregué a la tarea como si mi vida dependiese de ello. Sheila jadeaba, más bien ronroneaba como una gatita, con la respiración entrecortada y ligeros espasmos incontrolados mientras su coño era devorado por mí de forma implacable. Desplegué mis mejores armas; abrí su sexo con mis manos y utilicé mi lengua como un ariete, haciendo tañer su campanita una y otra vez. También introducía la punta en la zona más caliente y rebañaba cada gota de fluido que manaba de la minúscula fuente que mi pequeña nieta tenía entre las piernas.

Sentí que su pequeño cuerpo se estremecía y los espasmos no dejaban de sucederse así que decidí darle el golpe de gracia e introducirle una porción de mi dedo por la vagina, apenas una falange: entró como si fuese gelatina. A mis maniobras orales se unió el efecto de mi dedo entrando y saliendo de su vulva y el resultado fue devastador. Mi pequeña princesa no pudo aguantar más y estalló.

– ¡Agg! – Gritó Sheila al explotar-.

Experimenté el cénit de la chiquilla como si fuera el mío. Noté que la cantidad de jugo expulsado por la vulva infantiloide era, si no considerable, lo suficientemente importante como para beberme un buen chupito de su pipí dulce a su salud.

Su orgasmo fue tan intenso o más que el de cualquier mujer adulta, puedo jurarlo ante quien sea.

– Estaba muy rico – apunté relamiéndome de gusto -.

– ¿De verdad? – Preguntó avergonzada -.

– Me encanta tu pipí dulce, mi vida –le dije besándola en los labios, intentando tranquilizarla -. Prométeme que no se lo darás a nadie más, lo quiero todo para mí.

– Prometido, yayo. Todo mi pipí dulce será para ti.

Todavía turbado ante tal declaración de intenciones, arrodillado sobre la cama manipulé el cuerpo de la niña aprovechando su flexibilidad infantil. La abrí por completo, atrayéndola hasta mi verga. Mi pene se apoyó justo en la zona más caliente de Sheila, y ayudándome con la mano, lo utilicé como pincel, sus jugos pre seminales como pintura y su abultada vulva como lienzo.

Me detuve con la polla enfilada directamente a su vagina, nada había entre ella y yo que me impidiese montarla. Contemplé una vez más a mi pequeña princesa; jamás me cansaba de mirarla, ya fuese desnuda o vestida. La niña estaba preciosa, con sus dientes nacarados y su melena revuelta, abierta, expuesta, rendida, sudorosa e incluso me pareció que receptiva ante mi verga.

– Me da cosquillitas eso que me haces con tu pito, yayo.

– Lo sé. Lo hago para fabricar más champú.

– ¿Se hace champú así?

– Mucho…

– “…y metiendo mi pene ahí adentro… todavía más.” –pensé.

Por un momento se me pasó por la cabeza cometer una locura. Sólo era cuestión de aprovechar la postura, taparle la boca, apretar la cadera y arrebatarle el virgo a mi nieta mediante empellones más o menos violentos. Violarla hubiese sido un juego de niños, nunca mejor dicho. Juro por mi vida que yo no deseaba hacer eso pero la tentación por aprovechar la oportunidad que se me presentaba fue tan grande que a punto estuve de pecar.

El aire me faltaba, no podía pensar. Todo mi mundo se concentraba en las sensaciones que el extremo de mi pene transmitía a mi cerebro. Estaba cegado por la lujuria, sólo pensaba en montarla. En mi delirio, mis propios ojos me engañaban mostrando un inexistente atisbo de deseo carnal en la mirada pura y cristalina de la niña; me mentían a la hora de identificar aquellos movimientos pélvicos de mi compañera de cama intentando esquivar las cosquillas como una incitación a la penetración.

Supongo que ella notó algo raro en mí.

– ¿Qué te pasa, yayo? ¿por qué me miras así?

– Por nada, mi vida… por nada – contesté retirando el arma -. Siento haberte asustado.

– ¡No pasa nada, yayo! – Dijo la chiquilla sonriendo.

El ángel venció al demonio al menos aquella vez. Confieso que por entonces yo ya estaba enamorado de Sheila como jamás lo había estado de alguien con anterioridad, ni siquiera de mi esposa. Se trataba de un enamoramiento en el más amplio sentido de la palabra que incluía obviamente lo carnal. La diferencia de edad tanto física como mental entre nosotros era un mero detalle al que yo no le daba la menor importancia. La amaba como mujer, ni más ni menos.

Por supuesto que deseaba gozar de mi nieta pero también que ella gozase conmigo sin causarle traumas. Estaba seguro de que el momento de consumar el acto llegaría más pronto que tarde y si no lo hice aquella noche no fue por falta de ganas sino por prudencia. Me conocía lo suficiente como para saber que, una vez hubiese empezado a montarla, sería incapaz de parar y eso podría traer graves consecuencias a la integridad física de Sheila. Su flexibilidad era grande, aunque no lo suficiente como para asimilar mi rabo desbocado.

Pese a todo, comerle el coño a Sheila tuvo consecuencias; mi polla estaba a punto de explotar y necesitaba aliviarme. No era el momento para justificar una nueva sesión de baño así que busqué una alternativa, una vuelta de tuerca que abriese nuevas posibilidades con la niña antes de penetrarla tanto anal como vaginalmente. No me costó mucho encontrarla, hacía tiempo que me rondaba por la cabeza.

– ¿Sabes una cosa, Shei? Mi champú especial se bebe y está muy rico – le dije -. Hace que crezcas más deprisa.

– ¡De verdad! – Exclamó la niña con los ojos abiertos de par en par.

– ¿Quieres probarlo?

– ¡Siiiii! – Chilló la chiquilla ávida por experimentar todas mis nuevas propuestas.

– Tú déjame a mí, te va a encantar – le dije -.

Y diciendo esto me coloqué sobre el pecho de la niña, teniendo mucho cuidado de no aplastarla. Los brazos de la chiquilla se quedaron atrapados de forma que sólo podía mover la cabeza con libertad. Estaba inmovilizada, sin nada que se interpusiese entre mi pene y su cara salvo su sonrisa.

– ¿Qué vas a hacer, yayo? – Preguntó muy intrigada.

– Tranquila. Tú sólo tienes que abrir la boca y respirar por la nariz. Yo me encargo de llenarte la boca con mi champú – contesté colocando una almohada bajo su nuca.

– Sjsjsjsj, ¡qué raro!

– ¿Quieres probarlo o no?

– Sí, sí. Así está bien o tengo que abrirla más.

– Así… así está perfecto…

La urgencia del momento me impidió recrearse en la suerte; en cualquier otra circunstancia yo hubiese matado por ver a la niña boquiabierta esperando a mi verga. Apremiado por mis ganas de correrme atravesé con diligencia el dintel que formaban los labios de la pequeña Sheila.

– ¿Todo bien?

– ¡Ajuhmmm! – asintió ella a duras penas; la polla que llenaba su boca le impedía hablar con naturalidad.

Y sin más dilación ella y yo fuimos uno. La follada de boca fue tan deliciosa como breve. Escuchar el burbujeo que emitían las babas de su boquita durante el ir y venir de mi rabo fue demasiado para mi capacidad de aguante; el semen se me escapó sin preaviso y con él media vida. Fue una corrida copiosa aunque no violenta, más bien un trasvase de fluidos entre mis testículos y la boca de mi nieta, que no dio de sí lo que provocó que parte del esperma se desparramase por su cara cubierta de pecas.

Sheila con la cara manchada de esperma era digna de ver: estaba preciosa, radiante, exultante… parecía un angelito.

– ¡Joder! – Murmuré con el corazón a punto de explotar.

Yo ya no era el joven altivo y vigoroso de antaño, mis problemas cardiacos ya eran evidentes entonces. Perdí un tiempo precioso en recobrar el aliento, ese que hubiera necesitado para aleccionar a mi nieta para que no se bebiese el semen que tan a gusto le había entregado de un golpe. Deseaba verlo en el interior de su boca, tapando por completo su garganta, manchando su paladar y anegando su lengua y sus dientes. Pero Sheila era golosa hasta límites insospechados y, antes de que me fuera posible articular palabra, ya había dado buena cuenta de la sustancia blanquiñosa.

– Sabe raro – sentenció sin más después de tragárselo todo -.

– A… al principio cuesta un poco acostumbrarse – dije tumbándome junto a ella con dificultad -. Pronto… pronto te encantará. El champú especial es lo mejor para crecer. Yo… yo… yo ahora necesito descansar.

Y rendido por el esfuerzo me dormí abrazado a su pecho.




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Dos días más tarde recibí la llamada fatídica de mi hija:

– ¿Qué es eso de que has tenido que llevar a Sheila al hospital? – Pregunté muy alarmado.

La niña era la persona más importante de mi vida. Estaba aterrado.

– Pues eso… ya está fuera de peligro pero le han tenido que hacer un lavado de estómago de urgencia. Tu nieta está definitivamente loca.

– Pero… ¿qué se ha tomado? ¿qué ha pasado?

Mi cabeza no dejaba de elucubrar mil teorías sobre lo sucedido. Me temía lo peor, que mis juegos con Sheila la hubiesen traumado hasta tal punto que hubiese intentado suicidarse.

– Una chiquillada. Pues como no quería comerse su brócoli la he castigado en el baño y, como tenía hambre, no se le ha ocurrido otra que tragarse medio frasco de mi champú especial anti caspa… dice que tú tienes uno que se come… ¿de dónde habrá sacado semejante tontería…?

Al escuchar esto sentí una opresión en el pecho. Una punzada desgarradora y caliente que me quebró el alma. Todo comenzó a darme vueltas y, mientras me desvanecía, escuché la voz de mi hija que no dejaba de preguntar al otro lado del teléfono:

– ¿papá, papá? ¿estás ahí? ¿por qué no contestas…?... ¿papá? ¡papááá!

Fin.












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