"EL MIRÓN" 2 de 4. Por Kamataruk





Capítulo 3

Después del encuentro con el apestoso abogado me replanteé nuestra situación. Pese a que la experiencia no había resultado del todo mala decidí dejar el asunto del metro por algún tiempo. Las clases de Gaby prácticamente habían terminado, llevar el uniforme ya no tenía razón de ser y, con la llegada del verano, el suburbano estaba menos concurrido con lo que nuestros juegos se tornaban más peligrosos. También temía la volver a encontrarnos con aquel indeseable a pesar de que no suponía amenaza alguna: tenía tanto que callar como nosotros.

La verdadera razón era que yo quería algo más… y mi mente calenturienta me hacía pensar que mi niña también aunque tenía una razón objetiva que lo justificase: Gabriela se tocaba cada vez más.

Conforme pasaban los días llegué a desesperarme; no sabía qué hacer. Veía masturbarse a Gabriela a diario. Mi pequeña no se escondía, lo hacía delante de mí sin reparos pero aquello no me motivaba lo suficiente, no me excitaba por sí sola si no estaba en compañía de otro hombre.

Mi memoria era buena pero poco a poco los detalles del primer encuentro sexual de Gabriela se iban difuminando en mi cabeza. Fue entonces cuando recordé las palabras de aquel tipo sobre el asunto de las fotografías. Tras mucho pensar llegué a la conclusión de que el siguiente paso tenía que inmortalizarlo de algún modo para poder recrearlo ante mis ojos y no depender de la capacidad retentiva de mi mente.

Como hacer fotografías me pareció un recurso algo pobre, al salir del trabajo compré una cámara de vídeo gama alta, de esas tan pequeñitas que apenas ocupan la palma de la mano. Un día, a la vuelta del trabajo, me dirigí hacia casa por una ruta diferente a la habitual, pasé bajo un puente. Me percaté de un detalle de esos que uno está tan acostumbrado a ver qué pasa desapercibido; fue entonces cuando se me ocurrió una idea. Era algo descabellado y del todo despreciable pero mi grado de desesperación era tal que en aquel contexto me pareció la solución ideal a todos nuestros problemas. Visto con la perspectiva que da el tiempo, es una de las pocas cosas de las que realmente me arrepiento de aquellos días. Podría haberle sucedido algo realmente grave a mi pequeña y no me lo hubiese perdonado nunca.

Creo que cuando Gabriela me vio llegar sudoroso a casa notó algo distinto. Me conocía lo suficiente como para saber que sólo había una cosa que me ponía así de nervioso. Despaché a la niñera dándole una generosa propina y, en cuanto se fue, la niña me siguió hasta su cuarto como un perrito. Saqué de su armario un vestido de tirantes con algo de vuelo y muy corto, el tono azul conjugaba con el color de sus pupilas.

– ¡Póntelo! - Le dije muy nervioso.

Ella accedió sin decir nada pese a que la gasa era tan fina que se le transparentaban algo los pezones. Le hice que se maquillase más de lo acostumbrado, en tonos más vivos y rojizos. Se calzó sus sandalias recién estrenadas y la mejor de sus sonrisas. Las braguitas se quedaron en el cajón… como siempre que salíamos de caza.

Estaba preciosa, parecía como si fuese a asistir a una boda aunque en realidad su destino no podía ser más distinto.

Minutos después ella miraba distraída a través de la ventanilla de mi auto. El frescor del aire acondicionado apuntaba directamente su vulva. Tal era su entrega que apenas se retorció un poco en el asiento al ver el lugar al cual le llevaba. El despacho del abogado era un palacio a comparación de aquello.

En uno de los arcos ciegos del puente de la autopista dormitaban varios bultos sospechosos. No sé si aquellos hombres estaban borrachos o colocados o sencillamente dormían, lo que sí sé es que ni siquiera se dieron cuenta de nuestra presencia. En cuanto intuí que nadie nos veía desde la carretera encendí la cámara, enfoqué a Gabriela y le dije:

– Ve con ellos.

Ella vaciló, como es lógico.

– ¿Con ellos?

– Sí.

– Y… y qué hago…

– Lo que ellos quieran. – Murmuré sin poder mirarle a la cara.

Como es lógico la niña dudó.

– ¿Todo?

– Sí. – Dije tras un momento de vacilación-. Todo.

La acompañé un poco en su viacrucis pero pronto solté su mano y me dediqué a manipulara la cámara. La escena resultó antológica. Gabriela tuvo que sortear varias botellas vacías hasta que por fin llegó junto a uno de aquellos tipos. Se quedó pétrea como una estatua. Estuve tentado de dirigirla pero no quise quitarle espontaneidad a todo aquello.

– “¡Venga, hazlo, joder! – Murmuré para mis adentros -. ¡Tíratelos!”

La puse a prueba por segunda vez y tampoco me decepcionó.

Cuando comenzó a darle pataditas en el costado a uno de aquellos despojos humanos casi me revienta la cremallera del pantalón, y más aún al ver a aquel tipo desperezarse poco a poco.

– ¡Qué carajo…! – Dijo el indigente viendo turbado su sueño etílico aún con el sol en lo alto.

Al descubrirse pude ver el rostro del Romeo. No estaba mal dadas las circunstancias aunque, por la cara de Gabriela, intuí que ella pensaba todo lo contrario. Era un tipo relativamente joven, de rasgos sudamericanos y algo menudo. Supongo que se trataba de un inmigrante sin papeles que se buscaba la vida deambulando de un lado para otro aunque los detalles de su existencia no me interesaban en absoluto. Yo de él requería otra cosa.

Y Gabriela también.

– ¡Qué quieres, niña! ¡Lárgate, este no es sitio para vos! - Le dijo bajando el tono, como si no quisiese despertar al resto de sus compañeros.

Iba a seguir hablando pero se quedó con la boca abierta cuando los tirantes del vestidito de mi niña resbalaron por sus hombros y este cayó al suelo. Para él no hubo más que el cuerpo desnudo de Gabriela ya que ni siquiera me miró cuando me acerqué cámara en ristre.

– ¡Ven, ven aquí bonita! – Exclamó separando por completo la manta bajo la cual dormitaba y ofreciendo a la niña su improvisado colchón de cartón.

La verga me dolía tanto mientras ella se agachaba que peleé con mi pantalón hasta que logré sacarla. Me costó más de lo acostumbrado, es difícil maniobrar tan solo con una mano.

El tipo alargó la mano y tomó la de la niña atrayéndola hacia él. Visiblemente nervioso, la ayudó a tenderse boca arriba mientras sus manos ya comenzaban a explorar la tierna anatomía de mi pequeña. No sabía con qué quedarse primero si con sus pequeñas manzanitas, con sus lánguidas caderas o con su lampiño sexo. Movía las manos de un lado para otro como temiendo que todo aquellos fuese solamente un sueño del que iba a despertarse de un momento a otro.

Gabriela aguantaba impasible, mirando a la cámara fijamente. Así permaneció incluso cuando el indigente le abrió las piernas y enterró su rostro entre sus muslos. Su estoicismo se quebró apenas la lengua de aquel tipo hizo de las suyas en su vulva infantiloide. Comenzó a derretirse como una vela, se llevó el puño a la boca intentando mitigar sus gemidos pero no podía disimular lo evidente: estaba encantada con lo que aquel desconocido le estaba haciendo sentir entre sus piernas.

El hombre le comió el coñito como si no hubiese mañana. Le succionó la vulva intensamente y se bebió cuantos flujos salieron del interior de mi pequeña. Él le levantó las piernas para degustarlo más profundamente, introduciéndole la lengua todo lo adentro que pudo mientras Gabriela no dejaba de suspirar. Estaba preciosa, parecía un ángel, ruborizada al máximo y completamente entregada a los lujuriosos mensajes que le enviaba su cuerpo a medio hacer. Incluso se abrió de piernas más todavía al sentir que el mancho dejaba de chuparla, sabía lo que iba a suceder después.

– “Muy bien, pequeña, muy bien. Ábrete más.” – Pensaba yo dándome al manubrio mientras lo grababa todo.

En cuanto Gabriela sintió su segunda punzada se enroscó a su amante como una enredadera. Gimió y lo abrazó con fuerza. La verga entró muy dentro, pero todo lo que él le daba era poco para ella. En tipo la folló con muchas ganas, supuse que debido al tiempo que llevaría sin catar una hembra por el ímpetu que ponía. Comenzó a gritar como un loco mientras la montaba.

– ¡Toma verga, pichula…! ¡Ábrete toda, que me vengo!

No duró mucho la pelea, apenas un par de minutos. Tras una sucesión de bufidos e improperios el extranjero eyaculó en la entraña de mi princesa, derrumbándose sobre ella intentando recuperar el aliento tras el acto. Ella permaneció inmóvil, aplastada hasta que él se echó a un lado, buscando aire. La jovencita había pasado un buen rato pero, tal y como me confesó después, no había alcanzado el cénit durante el coito. A diferencia de su primera vez, no había llegado al orgasmo y eso la confundió.

Fue entonces y sólo entonces cuando me di cuenta de que el polvo había tenido otros espectadores. Los gritos y gimoteos de los amantes habían despertado a otros dos de los inquilinos de aquel improvisado albergue que miraban incrédulos lo que acontecía ante sus ojos.

Ni siquiera les dejé reaccionar.

– ¿A qué esperáis? Es vuestro turno. – Les dije señalando el cuerpo de mi hija que continuaba abierta de piernas.

– ¿Seguro, míster?

– Pues claro… es toda vuestra.

Envalentonados por mi propuesta no se hicieron de rogar y, acercándose a la niña, comenzaron a desvestirse. Su aspecto no era muy diferente de los del primer semental, aunque me di cuenta de que uno de ellos estaba bastante bien dotado. Fue el que llevó la voz cantante, el que colocó a Gabriela a cuatro patas y el que ordenó al otro para que se colocase en la posición que él deseaba:

– ¡Métesela por la boca mientras yo se la ensarto a perrito, wey! - Le dijo.

La pobre Gabriela desconocía por completo aquella variante del sexo. No sabía que sus mullidos labios podían utilizarse para otra cosa distinta que dar besos más o menos húmedos. Así que, cuando aquel tiparraco le acercó la verga a la cara, instintivamente echó el rostro hacia otro lado, gesto que me molestó un poco. No era lo acordado, debía someterse sin reservas y eso me dolía. Me había desobedecido pero pensé que, al fin y al cabo, era sólo una niña y todo aquello verdaderamente le sobrepasaba.

Afortunadamente para mí el buen señor no se conformó ante la negativa y la agarró firmemente de la cabeza, golpeándole la cara con el cipote.

– Venga, bonita, ábrela para mí. Te gustará…

Pero Gabriela no parecía muy dispuesta a cooperar y cerró los labios a cal y canto. Tanto se preocupaba de defender su boca que desguarneció sus partes bajas y esa fue su perdición. El tercero de los hombres aprovechó su momento ensartándole la verga en la vagina completamente a placer. Mi niña lazó un alarido, hecho que aprovechó el que acosaba su rostro para meterle la polla por la boca. Hice un primer plano antológico del rostro de la niña llenándose de carne, hinchado como un globo. Tenía una cara de asco terrible, a duras penas podía contener la arcada mientras él le follaban la boca. Las lágrimas no tardaron en aparecer en sus pupilas azules.

Visto con perspectiva no me extraña, aquellos tipos no eran precisamente el paradigma de la limpieza y una sucia verga no es el mejor inicio en el arte de la felación para nadie y menos para una niña.

– ¡Eso es, chiquita!

– ¡Dale duro, Juan! – Les jaleaba el otro desde el suelo.

Les costó algo coordinarse a la pareja de sudamericanos pero cuando lo hicieron el espectáculo valió la pena. Gabriela apretaba los puños mientras los otros dos gozaban de su cuerpo sin mesura. Lloraba como una Magdalena y de su boca brotaban espumarajos de babas pero aguantó el envite bastante bien, dadas las circunstancias. No lo debía hacer nada mal a pesar de su inexperiencia porque, pasados unos minutos, el galán que gozaba su boca se vino en ella. Lo supe de inmediato ya que la regada de nuevo sorprendió a la chiquilla llenándole de proteína masculina. Suerte tuvo él semental de andarse con ojo y sacársela a toda prisa, ya que, de no haberlo hecho de ese modo, la dentellada que hubiera recibido hubiese sido de órdago.

– ¡Uf, qué bueno! – Dijo el hombre al eyacular en la garganta de mi niña.

Ella agachó la cabeza y el esperma brotó como un geiser de su boca, entre tosidos y convulsiones. Se formó bajo Gaby un charquito blancuzco que enseguida se entremezcló con su cabello, que caía hasta el suelo totalmente alborotado mientras el tercero en discordia seguía follándola.

– ¡Muévete, perra! - Gritó el que disfrutaba su vagina, y no conforme con la pasividad de la chiquilla le lanzó una palmada en la nalga para que ella pusiese algo de su parte.

Gabriela acató el mandato y acompasó sus movimientos con el semental logrando que la penetración fuese más intensa.

– ¡Eso es, putita! ¿Ves como si pones interés la cosa mejora?

Y como premio le soltó un segundo cachete que marcó su culito de un rojo tenue.

Entre tanto yo me las ingeniaba para enfocar lo mejor que podía con una mano mientras me daba placer con la otra. Intentaba alargar mi momento lo más posible, no quería perderme detalle de la follada. En aquel momento no sabía cuándo volvería a presenciar algo semejante. Lo que terminó de matarme fue cuando mi pequeña princesa arqueó la espalda y alzó su rostro sudoroso hacia donde yo me encontraba. Hermosa, radiante, con una media sonrisa endiabladamente sexy y la barbilla cubierta de esperma. Parecía otra, parecía Silvia en estado puro.

Apenas verla me manché los zapatos con mi propia esencia.

Ella alcanzó el clímax de manera estridente y eso motivó todavía más al macho que la cubría. Aquel tipo buscó su orgasmo con ahínco y en lugar de contenerse lo dio todo contra el cuerpo de mi chiquilla. El espectáculo fue tremendo. Gabriela parecía una muñequita de trapo entre las garras de aquel animal. Fue tan violento que parecía querer partirla en dos.

Cuando todo terminó apenas le di tiempo a Gabriela para recuperarse. Le ayudé a colocarse el vestido rápidamente y la saqué de allí en volandas.

– Vuelva cuando quieras, míster. Puede grabar cuanto le plazca.

– Tráenos a la princesa de vuelta otro día.

– Ese culito necesita mi vergota…, putita…

Conforme nos alejábamos de allí iban ahogándose sus risas e improperios. En cuanto llegamos al coche me alejé del lugar lo más rápido que pude. Sólo allí me di cuenta del aspecto deplorable de Gabriela. Realmente daba pena verla. Al detenernos en el siguiente semáforo quise limpiarle la cara de esperma pero ella rechazó la ayuda con un seco:

– ¡No me toques! - Me gritó apartándome la mano con firmeza.

Fue la primera vez que me gritó en su vida.

Al llegar a casa se encerró en el baño, algo que no había hecho jamás hasta entonces. Sentado en un sillón, derrotado y abatido, esperaba yo sus reproches por lo ocurrido. Escuchaba su ir y venir del lavabo a su cuarto pero no tenía el valor suficiente para acercarme a ella. Después, se encerró en su habitación dando un portazo. No tuve las agallas suficientes como para pegar mi oído a su puerta como hacía otras veces por si escuchaba sus gemidos. Lo sucedido aquella tarde era tan excesivo que ni siquiera se me pasó por la cabeza que pudiera estar tocándose.

Al día siguiente huí cobardemente de mi casa, refugiándome en mi trabajo. Ni siquiera entré a su cuarto a despedirme como acostumbraba. Me limité a gritarle desde el pasillo el menú del almuerzo y dos o tres cosas de lo más intranscendentes.

Apenas me centré en mi tarea durante la jornada laboral, mi mente daba vueltas intentando buscar algo coherente que decirle. Con una torpeza infinita, inventé una disculpa tan débil como mi moral. La ensayé decenas de veces durante el trayecto hasta nuestra casa pero al llegar no hubo lugar a exponerla: Gabriela se plantó ante mí maquillada en exceso, vestida con sus botines altos, su minifalda más corta y su top más ajustado.

No hizo falta que me dijese nada, bien sabía yo lo que quería. Se limitó a lanzarme las llaves de mi coche. Nos íbamos de caza y, con ella como arma, cobrarse piezas era un juego de niños.

Noche tras noche recorrimos durante aquel tórrido verano todos y cada uno de los callejones tanto de nuestra ciudad como de la capital cercana, a cuál más sórdido y deleznable. Gabriela se folló a cuantos tipos se fue encontrando en ellos, sin importarle edad, raza estado físico. Y digo bien, se los tiró ella y no al revés ya que era mi niña la que galopaba encima de aquellos desarraigados uno tras otro sin parar. Más de una noche agotaba las baterías de la cámara y hubo ocasiones en las que ni aun así tuvo suficiente mi pequeña. Más de una vez el sol de la mañana la descubrió con la cabeza metida en la bragueta de tipos a los que ni las profesionales más curtidas hubiesen tenido estómago de satisfacer.

Ni qué decir tiene que, durante aquellas madrugadas yo me masturbaba tantas veces que nada brotaba ya de mi agotado cuerpo. Lo normal era que me doliesen los huevos de camino a casa, con el sol rayando el horizonte.

Recuerdo especialmente una noche en que la niña estaba tan agotada tras una intensa ración de sexo que tuve que introducirla yo mismo en su cama. Resultaba grotesco al tiempo que excitante verla dormir entre sábanas con motivos infantiles, vestida como una puta y con los restos de esperma ensuciando tanto su cabello como la comisura de los labios. La desnudé por completo y estuve mirando su plácido reposo durante un buen rato. No negaré que verla en aquel estado me provocó un leve cosquilleo en la entrepierna pero siempre he pensado en que aquella reacción, lógica por otra parte, se debía a más a su semejanza física con la desgraciada Silvia que por ella misma: satisfaciendo su apetito sexual, madre e hija se asemejaban la una a la otra como dos gotas de agua.

Aquel verano fue toda una locura, un antes y un después en nuestras atormentadas vidas: mientras sus compañeras de curso estaban de vacaciones en la playa o en algún campamento de verano, Gabriela realizó un máster en sexo follando con desconocidos.

Pasados los años reconozco que fue una auténtica suerte que mi pequeña no contrajese alguna enfermedad venérea o algo peor pero también es cierto que la niña aprendió latín en relación al sexo durante aquel largo periodo estival.




Capítulo 4

El inminente comienzo de las clases me provocó tal desasosiego que prácticamente salíamos de caza todas las noches; daba igual el día de la semana, quería aprovechar el tiempo para poder ver a mi niña en los brazos de desconocidos.

Me costaba un mundo asumir lo obvio: durante el periodo lectivo, el ritmo de nuestras escapadas nocturnas debía reducirse de forma irremediable de manera drástica. Gabriela debía acudir al colegio a diario y ya tenía una edad en las que las tareas escolares absorbían buena parte de su tiempo libre. Resultaba inviable compaginar los estudios con el frenesí sexual en el que se habían convertido nuestras vidas hasta entonces. Otro hándicap importante a la hora de practicar nuestro pasatiempo favorito eran las inclemencias del tiempo; las noches eran cada vez más frías y la niña se pasaba casi todo el tiempo prácticamente en pelotas y al raso.

Pero siendo todas esas cosas importantes había otra circunstancia que me obligaba, muy a mi pesar, a minimizar la frecuencia nuestras excursiones: Gabriela comenzaba a hacerse muy popular entre los “sin techo” y eso era muy pero que muy peligroso. Si nos descubrían, nuestro peculiar modo de vida sería historia.

Cada vez me costaba más encontrar lugares en los que el número de potenciales amantes de Gabriela no fuese excesivo. Aunque se me endurecía la verga imaginándomela en el centro de una apoteósica Gang Bang, prefería peregrinar durante la noche de un lugar a otro y entregarla a dos o tres hombres como mucho a permitir que se la tirasen grupos más numerosos de hombres. Lo hacía de ese modo por motivos de seguridad para, en la medida de lo posible, controlar los acontecimientos y que todo aquello no se desmadrase.

Lo que sucedió aquel tórrido verano es que el “boca a boca” acerca de las andanzas de Gabriela corría como la pólvora entre aquellos machos habitualmente faltos de sexo. Acudían en manadas a los lugares que más frecuentábamos en busca de carne fresca y gratuita. Tal era la cantidad de sementales deseosos por montar a mi potrilla que se formaban verdaderos tumultos y peleas apenas nos acercábamos con el coche a los sitios de costumbre. Como es lógico, yo tomaba las precauciones que podía para proteger nuestro anonimato: jamás repetía un mismo lugar dos días seguidos, no guardaba pauta alguna y en lugar de volver a casa directamente después de la última orgía daba mil vueltas con el coche conduciendo de manera caótica. Aún así más de una vez me había dado la impresión de que alguien nos seguía y eso me ponía tremendamente nervioso.

Puedo parecer un puto pervertido pero juro por mi vida que adoro a mi hija por encima de otra cosa en el mundo y antes me arrancaría el corazón que permitir que Gabriela fuese lastimada.

Me volví paranoico, hasta tal punto que compré una vieja furgoneta para que mi vehículo habitual no pudiera ser identificado. Fui lo más cuidadoso que pude, evité llevarla a los lugares más conflictivos pero aun así tuvimos varios sustos. Cuando un negro gigantesco nos persiguió navaja en mano gritando que quería su culo me di cuenta de que aquellas prácticas tan peligrosas debían terminar: antes que mi placer insano estaba por encima de todo la seguridad de Gaby.

Como la hormiga del cuento, pasé el invierno alimentándome de lo recolectado en verano. Visionaba una y otra vez las grabaciones de Gabriela abriéndose de piernas a los mendigos pero llegó un momento en el que mi vicio era tan grande que aquellas dosis enlatadas ya no tenían efecto en mí. Además, hacer un vídeo mientras uno se masturba no es fácil, por tanto la mayoría de las películas que rodé durante la primera temporada veraniega no tenían ni un mínimo de calidad. En la mayoría de las ocasiones me servían más para evocar en mi mente la escena en cuestión que para otra cosa.

Al llegar la primavera yo andaba como un alma en pena, era poco más que un despojo humano. Hacía semanas que no se me levantaba. Gabriela, por el contrario, estaba radiante. Las tetitas se le habían desarrollado a un ritmo considerable y a los pezones puntiagudos del verano anterior les acompañaban ya unos graciosos bultitos que se hacían notar bajo las prendas ceñidas con las que solía vestirla. Era todo un espectáculo observar cómo a los hombres se les iban los ojos hacia los bultitos de mi niña que, libres de sostén alguno, titilaban conforme paseábamos por algún centro comercial de la capital.

Con todo, el cambio más relevante en la anatomía de mi hija se produjo en sus caderas. Quiero pensar que su costumbre de abrirse de piernas no tuvo nada que ver en su ensanchamiento pero lo cierto es que éstas formaban una silueta seseante que me recordaban cada vez más a la malograda Silvia. Tenía un culito tremendo mi Gabriela: respingón, redondito… perfecto… permeable. No había objeto de formas fálicas en nuestra casa que no tuviese acomodo en tan deliciosa vaina.

La preadolescente seguía masturbándose frente a mí impúdicamente, ya fuera durante nuestros largos baños de espuma o en cualquier otro momento del día. Me consta que hacía todo lo posible para que yo pudiese excitarme y unirme a ella en su orgasmo casi perpetuo; se exhibía y abría su vulva para que no me perdiese detalle de sus prácticas onanistas. Inclusive un día, mientras daba brillo a su bultito, alargó su otra mano con la firme intención de acariciarme el miembro y darme placer tal y como hacía con el resto de los hombres pero la detuve antes de que tal cosa sucediese.

- ¡No, Gaby… eso no!

- Pe… pero yo quiero. Quiero hacerlo, de verdad. Por favor… papá… déjame intentarlo a mí. Por favor…



Recuerdo su cara de pena al verse rechazada. No estaba acostumbrada a que algo así sucediese con un hombre. Era demasiado pequeña para comprender que, pese a su buena intención, cualquier intento de excitarme por sí sola era perder el tiempo. Sólo había una cosa que podía lograr mi erección: verla follar con una tercera persona.

O con varias.

Jamás hablamos del aquel asunto pero la pobre chiquilla me debió ver tan desesperado durante los días sucesivos que una noche de viernes actuó de una manera impropia para una niña de su edad.

Recuerdo que yo intentaba darme placer mientras veía en la pantalla cómo mi chiquilla cabalgaba a uno de aquellos mal nacidos a buen ritmo. Reparé en la presencia de Gaby entrando en el salón pero eso no me detuvo; no había necesidad de ocultar mis actos, masturbarnos el uno frente al otro era algo tan habitual como desayunar o lavarnos los dientes. No fue hasta que se interpuso entre la pantalla y yo cuando me di cuenta de que algo diferente sucedía: Gabriela no llevaba puesto su pijama de corazoncitos sino que estaba lista para la batalla. La miré embobado. La ropa sexi de la anterior campaña le quedaba todavía más ceñida y corta que entonces; el maquillaje utilizado en aquella ocasión era excesivo incluso para mi gusto pero lo que realmente me mató fue ese fuego en la mirada, tan habitual en su madre y novedoso en ella al menos hasta entonces.

Gabriela me lanzó las llaves de la furgoneta sin decir nada. Simplemente me tendió la cámara de vídeo con su mano. No hizo falta que pronunciase ni una palabra, yo sabía lo que quería: era el momento de volver a nuestras viejas costumbres.

A la furgoneta le costó arrancar. Después de tanto tiempo aparcada en el garaje era algo normal. Una vez logré ponerla en marcha, Gabriela se sentó en el asiento delantero y nos pusimos en acción. Yo estaba tan nervioso que las manos me temblaban, incluso me saltó la marcha del auto varias veces y cometí alguna que otra infracción de tráfico. Parecía un yonki en busca de su dosis de droga y, a decir verdad, así era.

No me anduve por las ramas, fui a lo seguro. Conduje el auto hacia el puente de la autopista en el que la entregué a indigentes por primera vez. Se trataba de un campamento latino casi permanente, jamás me había fallado; allí siempre había alguien. Detuve la furgoneta a una distancia prudencial y, aprovechando los últimos rayos de sol, analice las posibilidades desde la lejanía. Para ser sincero, lo que vi no me gustó. Torciendo el gesto le dije:

– Cre… creo que son muchos. Mejor será que busquemos otro lugar con menos gente.

– ¡No! – Dijo Gabriela, negando con la cabeza – Por mí está bien.

– Pe… pero… sólo desde aquí ya se ven seis, tal vez siete… incluso más.- le advertí.

Pero Gabriela siguió meneando la cabeza. Estaba decidida a seguir adelante a toda costa.

– Por mí está bien, papá – repitió -. Tú… sólo mira y disfruta. Es… es mi regalo de cumpleaños.

Caí en la cuenta de que era el día de mi aniversario. En aquel tiempo yo estaba tan mal que ni siquiera me había acordado de eso.

– Gracias.

Nuestras miradas se encontraron. Todavía me parece estar viendo sentada junto a mí, con su minúsculo top palabra de honor y su minifalda negra, tan ceñida que, al sentarse, apenas daba de sí para ocultar su coño infantil. Estaba exultantemente bella. Sus labios teñidos de rosa brillante, su larga cabellera rubia cayendo sobre sus hombros desnudos y los zapatos de tacón completaban el puzle convirtiéndola en lugar de una niña en un arma de destrucción masiva, prácticamente irresistible para cualquier hombre que se precie. Pero lo que a mí me maravillaba era el fulgor de su mirada, el mismo que tenía su madre cuando necesitaba sexo.

Nadie hubiese dicho que se trataba de la misma niña asustadiza que apenas soltaba prenda en el cole. Le faltaban unas semanas para cumplir los once años pero juro que nadie lo hubiese asegurado al verla como yo la vi aquella noche.

– ¿Lista?

– Sí.

– ¿Estás segura?

– Sí, papá. Vamos allá.

Salí del coche, le abrí la puerta del auto y, tras dejar una distancia adecuada entre nosotros, la seguí como un corderito sigue a su mamá. Con un suave balanceo de caderas se aproximó a la fogata central donde se concentraban sus próximos amantes, esquivando botellas, excrementos y porquería.

Cuando el primero de aquellos tipos la vio llegar le cambió la cara. Levantándose como un resorte le dijo sonriendo:

– ¡Vaya, vaya! Señores, miren quién viene por aquí de nuevo… nuestra putita preferida… y su papá el mirón…

Sus compadres dirigieron la vista hacia Gabriela.

– ¡Joder! – Exclamó otro, sabedor de que aquella noche les había tocado la lotería y, golpeando a otro que dormitaba medio borracho, continuó-. ¡Ves, te dique que era cierto! ¡Es ella!

– ¿Quién?

– ¡Ella, la niña guarrona! ¡Te va a dejar seco, wei! Nos va a dejar secos a todos, ya lo verás. Nadie te la habrá chupado mejor que ella, te lo juro.

– Hola, princesa. Mi verga y yo nos alegramos mucho de verte de nuevo- dijo el primer macho acariciándose el bulto de forma obscena.

Gabriela era una chica de pocas palabras. Le costaba arrancar pero, cuando lo hacía, nada ni nadie podían pararla. Antes siquiera de llegar al grupito ya lanzó por los aires su comprimido top y ya en tetas, se introdujo en el círculo de improvisadas camas que ellos habían formado alrededor del fuego.

Observó a los hombres, siete en total, y eligió al más veterano que ya tenía los el miembro viril medio desenfundado. Se arrodilló frente a él y se paró el mundo.

Ver a Gabriela follar siempre era y es un espectáculo pero cuando es ella la que, en lugar de dejarse hacer, toma la iniciativa es simplemente apoteósico. Me atrevo a decir que ni siquiera la difunta Silvia puede estar a su altura.

No tardó ni un minuto el fulano aquel en entrar en trance. Con los ojos en blanco se dejaba comer la polla por mi dulce niña. Movía ligeramente las caderas pero en realidad era Gaby la que hacía todo el trabajo. Su cabellera rubia iba y venía a un ritmo no muy rápido pero sí constante. Era una especie de martillo pilón que se retorcía buscando un correcto ángulo de ataque, una estrategia infalible con la que, más pronto que tarde, terminaría derrumbando la resistencia de aquel cipote latino utilizando profundas inserciones orales como munición.

A Gabriela le traía sin cuidado el tamaño, la curvatura o la higiene de las vergas de los hombres, tenía muy claro que el lugar donde alojarlas de manera adecuada era en alguno de sus agujeros, ya fuese en su boca o en su coño o incluso su ano.

Yo me acerqué todo lo que pude, hasta prácticamente un metro de donde todo sucedía. Escuchaba cada chapoteo de la polla de aquel extraño en la boca de la niña, cada quejido, cada gruñido, cada suspiro. No quería que aquellos tipos se pusieran nerviosos así que opté por no sacar la cámara de mi bolsillo; prefería no perderme ni el más mínimo detalle con mis propios ojos.

– ¡Mírela, papi! Mire cómo se la jala. Es una puerca su bebita… - Dijo aquel tipo.

Sin dejar de mamar, Gaby me buscó con la mirada. Cuando vi el bulto que iba y venía en su mejilla manché mi ropa interior. No hizo falta que me tocara para llegar a ese cénit que tantas veces se me había negado durante los días previos.

– ¡Te cambió la cara, hermano! ¡Jé, jé, jé! – Dijo uno de aquellos tíos con sorna, dirigiéndose al mamado.

– Es… es tremendo cómo la mama. Parece que se te vaya a meter el bóxer por el ojete…

– Toma, putita, toma… prueba de ésta. Seguro te encanta también. Todos queremos participar.

Gabriela aceptó de buen grado el segundo estilete. Y a este se le unió un tercero, y luego un cuarto y tras él el resto. Enseguida los hombres formaron un círculo y en medio mi pequeña se afanaba en dar placer a cuantas pollas se le ponían por delante. Como no podía abarcarlas a todas a la vez, les regalaba cortos pero intensos tratamientos ya fuese con la boca o con alguna de sus dos manos. En seguida las vergas estuvieron todas en pleno apogeo, incluyendo la mía. Comencé a tocarme lentamente en busca de mi próxima corrida, quería alargar mi eyaculación todo lo posible.

– ¿Qué te dije? Es buena, ¿eh?

– Esta mina es fantástica.

Cuando le apeteció y no antes dejó Gaby de chupar pollas y, tras limpiarse las babas con el antebrazo, se dirigió a uno de ellos diciéndole:

– Túmbate ahí, sobre los cartones…

– Será un placer, princesa.

– ¡Verás cómo se lo tira! Es toda una fiera…

Como una tigresa acecha a un cervatillo se acercó mi princesita a su próximo amante. Tras colocarse sobre él se lamió la palma de la mano, manchándola con abundantes babas, después se la pasó por el coño varias veces y, para finalizar, agarró el estilete por la base, guiándolo hacia el interior de su vulva ardiente sin la menor vacilación. Recuerdo que se la jaló lentamente, gustándose, deleitándose con cada centímetro de polla que iba ensanchándole la entraña. Poco a poco su vulva hizo el milagro, haciendo desaparecer la espada erecta por su agujero mágico.

– ¡Madre mía! Se la clavó enterita…

– ¡Dale duro, putita!

– ¡Mátalo de gusto, perrita!

Aquellos consejos eran del todo innecesarios. Gabriela sabía muy bien lo que tenía que hacer con una polla en su interior. Agarró de las manos al semental y tras guiarlas hasta sus bonitos pechos comenzó a cabalgarlo.

Decir que lo hizo de manera intensa es quedarse muy corto. Por decirlo en pocas palabras: lo violó.

Si el tipo se creía un amante consumado mi hija se encargó de sacarlo de su error. Con ni siquiera once años le dio toda una lección a aquel adulto sobre cómo follar. Sin darle tiempo a reaccionar, le clavó las uñas en el pecho y, con una sucesión de movimientos pélvicos a cual más salvaje, se lo tiró a pelo con una furia desmedida.

Lo cierto es que Gaby pasaba de aquel tío, era a mí a quien miraba mientras se lo tiraba. Se esforzó para que viese cómo aquel cipote le taladraba la entraña. Le puso ganas, corazón pero sobre todo vicio, mucho vicio y como recompensa, en apenas uno segundos de lucha desigual, obtuvo su premio en forma de chorro de esperma rellenándole el coño como un bollito de chocolate. El tipo lanzó un berrido tremendo mientras sus babas estucaban el interior de mi pequeña princesa pero pronto quedó en nada, ahogado por el grito de placer que profirió ella al venirse también.

Yo la había visto tener sexo muchas veces pero jamás llegar al clímax de esa forma tan intensa y rápida. A fuerza de ir metiéndose pollas una tras otra era normal que, a lo largo de la noche, su cuerpecito reaccionase a tanto estímulo regalándole una o incluso varias bonitas corridas pero lo que sucedió con aquel polvo en concreto fue algo extraordinario. Fue sexo en estado puro.

Recuerdo que parecía una estatua, sudorosa y brillante, con los ojos cerrados y totalmente inmóvil, disfrutando de las sensaciones que su joven cuerpo le regalada, empalada por completo con la polla de aquel indeseable.

Noté el esperma resbalando por mis dedos pero no me detuve. Seguí con lo mío.

Le pregunté días después acerca de aquel primer polvo y, tras mucho insistir y muerta de vergüenza, me confesó que actuó de aquel modo sencillamente porque tenía muchísimas ganas. Entendí entonces que mi niña ya no lo era tanto y que comenzaba a tener sus propias necesidades. Eso me turbó, y me gustó. Si tenía algún remordimiento por instar a Gabriela a hacer lo que hacía desapareció tras aquella noche.

Pero volviendo a lo de verdad importa, tal fue el espectáculo que montaron los dos que el resto de inmigrantes se quedaron paralizados, como temerosos de ser los siguientes. De nuevo fue Gabriela la que tomó la iniciativa y, tras expulsar del paraíso de una manera más o menos amable a su primer amante, extendió su dedo hasta señalar al que iba a ser su segundo polvo de la noche.

– Tú. Ven aquí.

Una vez aplacado su furor inicial, la niña se lo tomó con más calma. Además, todo hay que decirlo, su segundo contrincante estaba bastante mejor armado que el primero así que lo montó de manera bastante más pausada. Aun así me extraño tanta parsimonia, yo le había visto enfrentarse a enemigos bastante más grandes. Pronto supe el motivo de su manera de actuar. Alargó la mano, agarró la verga que tenía más próxima y, tirando de ella se la llevó a la boca. Le costó un poco coordinarse pero cuando lo hizo el resultado fue un coro de gemidos algo desafinados.

Si se sacó el cipote de la boca no fue por asco, ni por una arcada ni nada semejante. Fue para instar a otros dos sementales a acercarse.

– Venid. – Les ordenó sin pestañear.

Sus deditos mágicos comenzaron a actuar, acompañando a los otros dos agujeros de su cuerpo.

Fue la primera vez que la vi satisfacer a cuatro hombres al mismo tiempo y eso me volvió loco. Alguno dirá que es el amor de padre el que habla por mí, pero puedo asegurar que fue lo más grande que había visto hasta entonces. Ni siquiera Silvia se había atrevido a hacer algo semejante. No sé cómo se le ocurrió la idea. Que yo sepa jamás había visto hasta entonces película pornográfica alguna. Lo más que había hecho fue chupar una polla mientras masturbaba otra o pajear pollas a dos manos mientras mamaba otra pero añadir una cuarta verga por el coño era algo totalmente novedoso.

Aquella noche llegué a la conclusión de que la pasión por el sexo de Gabriela es algo hereditario; mi niña Gabriela lleva el vicio en la sangre.

Las siguientes dos horas fueron una sucesión de polvos, felaciones y pajas. Gabriela arriba, Gabriela abajo, Gabriela a cuatro patas, Gabriela por delante, Gabriela por el culo...

Dentro de lo que cabe aquellos despojos humanos fueron amables con ella. Obedecieron sus órdenes como si fuesen sus mascotas, sabedores de que su total sumisión tenía un premio impagable: un placer infinito.

Yo me exprimí la polla de tal forma que me produjo un intenso dolor de huevos pero eso no importaba; en el pecado está la penitencia.


A las doce de la noche la última polla lanzó el canto del cisne que se estampó en la cara de la Gabriela. Se le veía agotada. Le costó incorporarse y tuve que ayudarla a caminar ya que le temblaban las piernas después de tanto mantenerlas abiertas. Le puse la camiseta y limpié como pude las babas que ensuciaban su rostro. Abandonamos el lugar escuchando de fondo las lindezas que aquellos desagradecidos le iban gritando:

– Vuelve pronto, princesa. Mi vergota tiene leche sólo para ti.

– Te echaremos de menos, perrita.

– Le diremos a los demás que vuelves a estar por acá. Ven mañana y seremos muchos más.

Gaby se pegó a mí buscando sin duda mi protección. La noche era fresca y noté que temblaba como un flan. Le coloqué mi cazadora de cuero sobre los hombros y la apreté a mi cuerpo intentando que el suyo entrase en calor.

– ¿Lo he hecho bien, papi? ¿Lo has pasado bien? – Dijo con un hilito de voz cuando llegamos a la portezuela de la furgoneta.

Que, aun en aquel estado lamentable, se preocupase por mí de aquel modo me conmovió. No pude más que besarle la frente y confesarle mi amor incondicional:

– Sí, mi vida, sí. Has estado fantástica.

– ¿De verdad? ¿te gustó mi regalo?

– Sí, tesoro. Ahora es tarde. Vayámonos a casa.

Le ayudé a ocupar su asiento. Con la luz de la furgoneta y toallitas húmedas me fue más fácil terminar de asearla. Limpié los restos de semen que quedaban en sus muslos y en la entrada de su vulva. Luego me centré en su cara; sin el maquillaje volvió a aparecer la niña inocente que en realidad era. Me costó un poco deshacerme del esperma que permanecía adherido a la comisura de sus labios, ya había comenzado a resecarse. Rápidamente ocupé mi lugar, puse en marcha el vehículo. Gabriela se cobijó bajo mi cazadora y en unos minutos su respiración se hizo más pesada y regular.

– Duerme, pequeña, duerme – murmuré -. Te lo has ganado.

Pero el viaje duró menos de lo esperado. En medio de ninguna parte aquel viejo cacharro se quedó varado, fruto de alguna avería inoportuna.


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