Capítulo 1
El que busque en esta historia una relación incestuosa padre e hija al uso que se olvide: jamás he ansiado copular con Gabriela.
Desde que su madre murió, siendo mi hija todavía un bebé, la he criado yo solo y por supuesto que la he tocado pero jamás lo he hecho con intención sexual alguna. Lo crean o no les aseguro que nunca he deseado obtener placer carnal de ella de forma directa: ni cuando he limpiado su sexo, ni cuando he aplicado cualquier tipo de crema sobre su cuerpo, ni cuando he tenido que aplicarle algún medicamento por vía rectal.
Nunca.
Jamás.
Ni tan siquiera he tenido el más mínimo deseo libidinoso hacia mi princesa cuando nos bañábamos juntos desnudos y alguna parte de su cuerpo rozaba mi pene por descuido, o cuando le enjabonaba los senos o el resto de sus partes íntimas durante el aseo: ni cuando era un bebé ni ahora que ya es toda una mujer. Cuando llegó su menarquía, los primeros tampones se los coloqué yo mismo y eso no supuso ni para ella ni para mí trauma alguno.
Me tocó hacer de padre y madre al mismo tiempo y me defendí bastante bien dadas las circunstancias.
Con estos antecedentes, es fácil comprender que la desnudez en nuestra casa jamás ha supuesto un problema para alguno de los dos. No es que vayamos todo el día como nuestra madre nos trajo al mundo pero compartimos el baño sin problemas, por poner un ejemplo. Es más, recuerdo la primera vez la niña me vio el pene erecto. Con su natural candidez lo único que llegó a preguntarme fue que si me dolía. Intenté explicarle lo más sencillamente posible lo que me sucedía y decirle que no se preocupara, que era algo natural y que simplemente que aquella hinchazón se bajaría sola. Y como eso fue exactamente lo que pasó ya no le dio mayor importancia.
Permítanme que les ponga en antecedentes de nuestra historia aun temiendo hacerme pesado. La cosa viene de lejos, de cuando yo no era más que un adolescente de unos trece o catorce años, con las hormonas a cien y la cara llena de acné. Me enamoré perdidamente de Silvia, una chica de mi edad que estaba muy por encima de mis posibilidades. Era una niña rubia y esbelta, con ojos color miel, cuerpo de bailarina, eterna sonrisa, entrepierna caliente y corazón de hielo y yo un chicarrón grande, algo entradito en carnes e inocente como un cervatillo. Resumiendo: ella era la diosa y yo el friki.
La reina de mi corazón tenía una hermana mayor de la que aprendió muchas cosas y casi todas malas. Era la abeja reina alrededor de la cual revoloteaban un enjambre tanto de chicas como de chicos. Ellas deseaban ser las amigas de la chica más popular del instituto y ellos suspiraban por bajarle las bragas.
Tanto las unas como los otros conseguían su objetivo con facilidad.
Era tan fácil llevársela a la cama que incluso yo lo hice sin dificultad al primer intento. Aquella noche sin luna, en la que los dos retozamos sin descanso en su cama de sus padres aprovechando que éstos habían ido a visitar a su hermana al centro de desintoxicación ha sido una de las mejores experiencias de mi vida.
Yo era un chico bisoño y primerizo, ella tenía experiencia sobrada por los dos así que sólo tuve que dejarme llevar y disfrutar. Ni siquiera perdió el tiempo en preliminares, me abrió la puerta de su casa vistiendo la camisa del uniforme del instituto desabrochada. Dejaba ver sus largas piernas, sus bonitas tetas y una vulva tan impoluta como popular en el barrio. Apenas entré en aquella casa, me llevó a la habitación de sus progenitores, me empujó sobre la cama y se me tiró a pelo, sin importarle lo más mínimo que yo fuese un novato. A Silvia el sexo, como el resto de las cosas, le gustaba a su modo. Dirigió la cópula a su gusto, dominándome igual que hacía con la chusma de salidos que la rodeaba y a los que ordeñaba sin descanso. Me cabalgó como lo que era, como una amazona experta; sacó de mí hasta el último aliento, me llevó hasta el mismísimo cielo para después tirarme a la basura cuando terminó conmigo.
Con el poco resuello que me quedaba le juré amor eterno mientras me montaba y ella se limitó a reírse en mi cara. Me echó de su casa a patadas apenas exploté en su vientre, por lo visto esperaba a otro galán al que trajinarse esa misma noche. Me lo dijo bien clarito, no tenía por qué ocultarme nada:
– El polvo ha estado bien Pedro pero no creo que a mi novio le haga mucha gracia verte por aquí. Mejor será que te largues, tiene muy malas pulgas y más cabreado que se va a poner: voy a dejarle esta noche, me aburren los chicos celosos…
No tuve que esperar ni cinco minutos oculto en la penumbra del patio. Vi llegar un coche de alta gama que aparcó frente a la puerta de mi amada. Reconocí el vehículo de inmediato: era el del mejor amigo de mi hermano mayor. El cornudo tendría por entonces diecinueve años y por lo visto le gustaban la carne fresca ya que, como ya les he contado, Silvia no pasaba de los catorce cuando sucedió todo aquello. Me quedé petrificado, pensé que se iba a montar una gorda cuando la chica mandase a paseo al musculitos.
Pero no fue así, el silencio era absoluto, hasta que al agudizar el oído pude escuchar unos gemidos, y no de dolor precisamente. Rodeé la casa hasta llegar a la ventana de su cuarto y entonces contemplé una escena que me fue tremendamente familiar. De hecho, acababa de protagonizar una exactamente igual.
Lo que vi a través de aquel ventanal me cambió para siempre. Comprobé que es rigurosamente cierto que en la cama las diferencias de edad se acortan hasta hacerse imperceptibles. Era imposible distinguir cuál de los dos era el adulto y cuál la adolescente. La estampa de Silvia con la camisa cayéndole por los hombros, sudorosa y empitonada, moviendo la cadera de forma frenética, exprimiéndole el jugo a la verga de aquel hijo de puta caló en mi tan hondo que ha marcado el devenir de mi vida desde entonces; parecía un ángel caído del cielo pecando como si no hubiese mañana. Era lo más hermoso que había visto en mi vida.
Había descubierto algo que me gustaba incluso más que la propia Silvia: verla follar... con otro.
Mecánicamente y sin ser consciente de que podía ser descubierto pegué mi cara al ventanal, me bajé la bragueta y actué en consecuencia. Comencé a regalarme una paja mirando al amor de mi vida teniendo sexo con un tercero. Fue entonces cuando ella me vio. Era imposible que no lo hiciera, entre ella y yo no nos separaría más de dos o tres metros y la estancia estaba lo suficientemente iluminada como para poder distinguir con claridad a cualquier mirón que espiase a través de los cristales tal y como era mi caso.
Esperé que ella gritara como una loca y que yo huyese de allí despavorido pero no ocurrió ni lo uno ni lo otro. Ella me sonrió dulcemente por primera vez desde que la conocía. No me miró con su desprecio habitual, ni siquiera con la más absoluta indiferencia, se agarró las tetas con firmeza y siguió con lo suyo. Sin duda estaba gozando del polvo y no parecía nada molesta por tener un espectador furtivo masturbándose a su salud.
Quiero pensar que parte de culpa de tan extraña actitud fue su inminente orgasmo ya que, casi de inmediato, cerró los ojos, liberó sus tetas, clavó sus uñas en el pecho de tan despreciable tipejo y terminó con él con una andanada de sacudidas pélvicas secas y profundas. El tipo aullaba como un lobo y no era para menos. Silvia era una auténtica fiera, tanto en la cama como fuera de ella.
Yo alcancé mi cénit casi a la par de los dos amantes, desparramando el esperma por mi mano. No fue mucho, el coño de Silvia me había dejado los testículos como uvas pasas, pero sí lo suficiente como para que se formase un pequeño charquito en el alfeizar de la ventana.
Salí de mi trance en el momento justo, Silvia me hacía gestos ostensibles con la mirada para que me esfumara. Me agaché aun con la verga colgando en el preciso instante en el que al musculitos le apeteció cambiar de postura. Permanecí quieto durante el segundo asalto, intentando no delatar mi presencia. Por lo que escuché de la cópula el semental coloco a mi amada a cuatro patas y disfrutó del ano que esta le ofreció para distraerlo como le vino en gana. En aquel momento hubiese dado una mano por verlo pero tuve que conformarme con los gritos de Silvia que, a modo de locutora de sucesos, me iba narrando de forma más o menos explícita lo que su amante de turno le estaba haciendo en el trasero.
La chica no me mintió, mandó a paseo a aquel buen mozo esa misma noche. Tras el consiguiente portazo y la sarta de improperios contra la joven el tipo se largó a ahogar sus penas en alcohol pero eso sí, con la escopeta totalmente descargada.
– Levántate, mirón. – Dijo Silvia después de abrir la ventana de su cuarto. De nuevo la camisita sin cerrar era lo único que cubría su cuerpo -. ¿En qué coño estabas pensando? Si llega a pillarte ese animal te destroza…
– Lo… lo siento.
– Me ha dejado el trasero hecho unos zorros por tu culpa…
– Lo siento, de verdad.
– Tranquilo, no ha sido la primera vez – dijo mientras se encendía un cigarrillo -. A ese cabrón le gusta romperme el culo. Ha sido divertido hacerlo contigo delante. Es…
Tragué saliva y le volví a repetir mi ofrecimiento, aun con el esperma de otro todavía goteándole del ojete:
– ¿Quieres salir conmigo?
Su rostro cambió de nuevo, parecía molesta.
– ¡Otra vez con eso!
– No soy celoso.
– ¿Cómo dices?
– Que… que yo no soy celoso.
– ¡Lárgate a dormir! Mañana tenemos clase en el instituto…
En mi desesperación continué humillándome:
– No me importa que te lo hagas con otros si estás conmigo, por favor…
– ¿Pero qué chorradas dices? – Dijo bastante molesta.
– Lo que oyes. No me importa que tengas sexo con otros, siempre que estemos juntos. Incluso puedes hacerlo delante de mí, si es lo que quieres. No… no me importa, de verdad. Yo… te quiero…
Aquella declaración abierta y sincera en lugar de agradarle todavía la enfureció más.
– ¡Tú no estás bien! ¿Te estás escuchando? ¿Qué lo haga delante de ti con otros? ¡Joder! Tú has tomado algo…
– ¡No, no! No me molesta… de verdad…
– Eso lo decís todos, pero a la hora de la verdad… os cabreáis como un mono...
– ¡No, te lo juro! Ponme a prueba.
– No juegues con fuego, Pedro. Es divertido al principio pero después te va a doler…
– Ponme a prueba, ya verás…
Con un “lo pensaré” me fui a casa la mar de contento.
Para mi sorpresa esa posibilidad se transformó en certeza:
– Vale, tú ganas. – Me dijo al día siguiente sin darle la menor importancia.
A los ojos de la gente yo podría parecer un pringado pero yo era el chaval más feliz del mundo: salía con la chica más popular del instituto.
La noticia fue un auténtico bombazo cuando unos días después se confirmó. No hizo falta ni redes sociales y la tecnología que hay ahora, bastó con que me diese un tremendo beso de tornillo en medio del patio del recreo. El jefe de estudios nos llamó al orden pero eso sólo hizo que el asunto tuviese más impacto. Silvia fue mi primera novia, y última. Jamás he amado a otra mujer que no fuese ella.
No tardó ni veinticuatro horas en ponerme a prueba. Durante la última hora de clase ya me expresó claramente sus intenciones:
– Esta noche voy a montar una fiestecita casa. He quedado sobre las once, papá trabaja y a mamá ya le habrán hecho efecto los somníferos. Dejaré la ventana abierta. Tú no estás invitado. Sólo mira, si es que tienes estómago… cariño.
– Vale… - le contesté temblando de emoción.
Ese día aprendí que el término “fiestecita” tratándose de Silvia significa que son varios los hombres los que gozan de su cuerpo por turnos o de manera simultánea. Lo cierto es que no se anduvo por las ramas y me echó un órdago a las primeras de cambio: uno de los tres sementales a los que se cepilló aquella noche no era otro que mi propio hermano y los otros dos mis primos carnales. El tiro le salió por la culata, nunca mejor dicho: mi excitación se multiplicó por mil al conocer la identidad de los amantes de mi novia.
El hecho de que los propietarios de las barras de carne que entraban y salían de su cuerpo fuesen de mi misma sangre no restó carga erótica a la cosa, es más, la elevó al infinito. No dejé de masturbarme como un mandril conforme mis allegados iban gozando de mi amada por todos sus agujeros. Ellos pusieron todo de su parte pero Silvia salió victoriosa, pudo con los tres cipotes dejándolos inertes y satisfechos aun cuando su cara quedó cubierta de esperma y su ano muy dilatado.
Cuando todo terminó y los chicos se marcharon ella salió a la ventana exultante. Yo creo que pensaba que por fin iba a librarse de mí cuando me preguntó:
– ¿Qué te ha parecido?
– ¡Genial! - Contesté con total franqueza.
– ¿Genial? ¿Cómo que genial? ¿No has visto quién eran?
– Si, ¿y qué?
Mi actitud pusilánime la irritó hasta el infinito.
– ¡Lárgate, no quiero volver a verte más! – Me dijo cerrando la ventana con tal virulencia que el cristal se hizo añicos.
Estuvo varios días sin hablarme hasta que un día me asaltó en el patio y me dijo:
– Está bien. Si es así como quieres llevar esto me parece perfecto. Pero sólo me tocarás cuando a mí me dé la gana. O lo tomas o lo dejas.
Y así reanudamos nuestra peculiar relación. Los dos estábamos encantados con ella: Silvia tenía como novio a un pelele como yo, un monigote al que humillaba y mangoneaba en público y al que le ponía los cuernos un día sí y otro día también y yo tenía como novia a la chica de mis sueños. No tenía sexo con ella ni falta que me hacía, me bastaba con saltar la verja de su jardín para consumar mis fantasías eróticas de verla fornicar con otros hombres.
Yo sólo quería verla follar. Era todo un espectáculo.
Al resto de la gente, en especial mi familia, mi actitud para con ella les parecía del todo incomprensible. Concretamente mi hermano no lo asumía. Cuando cumplí los dieciocho se hartó de verme ir de aquí para allá como alma en pena, espiando a Silvia y sus incesantes correrías sexuales:
– No entiendo como sigues con esa guarra. Se la folla cualquiera. Yo mismo me la he tirado un montón de veces y lo sabes. Me canso de repetírtelo: ella está en otra liga, no es para ti, pequeño… déjala…
– No te metas en mi vida. – Le repetía una y otra vez.
– Juré que no te lo diría pero…
– Pero ¿qué?
– Joder. Hasta papá se la folla en casa cuando mamá trabaja… no te enteras de nada.
Cuando fui a Silvia con el cuento, ella no lo negó en absoluto. Sólo me preguntó acerca de la identidad de mi informante y se mostró bastante molesta cuando se la dije.
– Ese imbécil no vuelve a ponerme una mano encima en su puta vida.
Después de un rato muda hizo la pregunta que yo estaba esperando:
– ¿Te molesta?
– No. – Respondí de inmediato aunque mi tono no resultó del todo convincente.
De repente, comprendió el porqué de mi falta de entusiasmo.
– ¡Espera, espera, espera! ¡A ti no te jode que me haya tirado a tu padre! – Dijo cada vez más encendida - ¡A ti lo que te jode es… no haberlo visto! ¡Quieres ver cómo me tiro a tu padre, ¿no?!
Simplemente di la callada por respuesta. Su reacción fue tan terrible como imprevisible:
– ¡Pues entérate, pervertido de mierda! ¡No vas a verme follar con tu padre ni con nadie más en tu puta vida!, ¿Lo entiendes? ¡Estás enfermo… enfermo! ¡Llamaré a la policía si vuelves a acercarte a mí! ¡Vete de mi vista, pervertido de mierda!
Y se largó, dejándome el corazón resquebrajado. Lo que terminó de rompérmelo fue el que una semana más tarde su mamá abandonase a su papá llevándosela al otro lado del país.
– Es lo mejor – me decía mi hermano -. Estaba muy buena pero es una puta…
– ¿Una puta? – le dije realmente molesto.- ¿Por qué es una puta? ¿porque le gusta follar? ¿por eso es una puta? Si fuese un chico sería un tío guay, un ligón, un triunfador, pero como es una chica es una golfa, una guarra y una puta… ¿no es eso?
En el fondo mi hermano es una buena persona pero también más simple que el mecanismo de un tenedor así que contestó lo que pensaba en realidad:
– Pues… básicamente… así es… ¿no?
Le di un puñetazo tan fuerte que le rompí la nariz y me largué de casa. Busqué a Silvia por todos los lados pero parecía que se la había tragado la tierra. Derrotado, volví al hogar familiar aunque jamás he llegado a perdonar a mi hermano, me centré en mis estudios, aprobé una oposición y pasé a formar parte del monótono funcionariado del Estado. Me emancipé de mis padres pero no volví a mantener relación con ninguna chica. De hecho sólo he tenido relaciones sexuales completas de manera voluntaria dos veces en mi vida: la primera, el día en que Silvia de desvirgó en su cama y la última aquella tarde de otoño en la que apareció en mi puerta en día de mi vigesimoquinto aniversario.
– ¡Felicidades! – Me dijo sin más cuando abrí la puerta de mi apartamento.
No pude hablar de la emoción.
– ¿Te acuerdas de mí? – Me dijo algo indecisa -. Me dijeron que podría encontrarte aquí.
Por supuesto que me acordaba de ella. No había dejado de pensar en ella desde el día en el que la conocí. No tenía muy buena cara, estaba pálida y con unas ojeras considerables. Vestía ropas amplias y su aspecto, sin ser desaliñado, denotaba algo de dejadez. Aun así seguía conservando parte de esa belleza felina de cuando era adolescente y esos ojos vivarachos que nunca podré olvidar.
– ¡Silvia!
– Hola. ¿Puedo pasar? He traído un par de pasteles y una botella de bourbon…
– Por supuesto.
Yo tenía un montón de cosas que preguntarle pero ella no tenía ni la más mínima intención de contestarlas. Entre copa y copa intenté sonsacarle información pero en lugar de hablar se acercó y calló mis labios con un beso. Y a ese beso le siguieron un montón más que formaron una senda de baldosas amarillas que nos llevaron hasta mi cama.
Volvió a hacerme el amor con la misma fogosidad que la primera vez para después abrazarla con ternura. Con ella entre mis brazos fui feliz y, entre besos y caricias, le juré que nunca la dejaría ir. Para mi desgracia el alcohol y yo no congeniamos demasiado bien y caí en un sueño muy profundo del que no me desperté hasta bien entrada la mañana siguiente. Comprobé, con todo el dolor de mi corazón, que mi mariposa había volado una vez más.
Ya no la volví a ver.
Un año después recibí la llamada del Departamento de Servicios Sociales, me dijeron que Silvia había muerto y que si quería hacerme cargo de mi hija Gabriela. No sé cuál de las dos noticias me dejaron más impactado: saber que el amor de mi vida había muerto o que era padre.
Tras el funeral y antes de asumir la paternidad de la pequeña, estudié la documentación de la misma llegando a la conclusión de que era poco probable que yo fuese el padre de la criatura: entre el encuentro sexual con Silvia y el nacimiento de la niña apenas pasaron cinco meses. Estaba claro que, cuando Silvia y yo hicimos el amor, ella ya estaba embarazada.
Aun así acogí a Gabriela como hija mía sin vacilar y le partiré la cara como hice con mi hermano a quien se atreva a ponerlo en duda.
Capítulo 2
Los primeros años de Gabriela transcurrieron de forma más o menos normal, siempre teniendo en cuenta que la ausencia de una mamá marca mucho. Mi hija era algo retraída, poco habladora y bastante vergonzosa; todo lo contrario de su madre. Sin embargo, en lo referente al físico, eran como dos gotas de agua. A veces me quedaba embobado viéndola y a menudo cambiaba su nombre por el de Silvia de tan parecidas que eran. A pesar de ello, me reitero en mis afirmaciones iniciales: no sentía el menor deseo carnal hacia mi niña, ni siquiera cuando las tetitas comenzaron a marcársele y los primeros pelitos rubios aparecieron en su sexo. Nuestra vida era todo lo normal que puede ser cuando una madre falta.
Pero un día sucedió algo que lo cambió todo.
El tráfico de la ciudad es imposible así que, cuando la niña ya fue algo mayorcita, decidí utilizar transporte público para llevarla y traerla a casa desde su colegio. Jamás tuvimos incidencia alguna hasta aquella tarde con el metro atestado de gente.
Tendría Gabriela unos diez años y los cambios en su cuerpo comenzaban a hacerse patentes. Marcaba ya las curvas que de adulta tiene, tanto en sus caderas como en su pecho. No recuerdo el motivo exacto por el cual mi princesita llevaba puestas ropas deportivas aquel día en lugar del uniforme colegial. Las mallas oscuras, algo cortas de talla, se soldaban como un guante a su anatomía pero el resultado no era nada fuera de lo habitual para una chiquilla de su edad. No le perfilaban en absoluto el sexo aunque quizás realzaban su culito carnoso de forma algo excesiva pero para nada obscena.
El viaje transcurría como siempre cuando un movimiento brusco del ferrocarril subterráneo provocó que un desconocido se interpusiera entre mi hija y yo. No dije nada ya que tenía perfectamente controlada a mi pequeña y tan solo faltaban un par de paradas para llegar a nuestro destino.
Casi de inmediato me percaté de que a Gabriela le cambiaba el semblante. Iba a preguntarle el motivo cuando bajé la mirada, descubriéndolo por mí mismo lo que sucedía: aquel tipo le estaba tocando el culo.
No se trataba de un roce fortuito, ni siquiera de un toqueteo clandestino: era una metida de mano en toda regla. Con la palma abierta apretaba los glúteos de mi niña una y otra vez por encima de la ropa. Cuando se cansaba de sobar una nalga se pasaba a la otra para luego tomar el camino de vuelta. En su ir y venir introducía uno de los dedos por el canalito que los separaba los glúteos. Yo creo que llegó incluso a explorar el comienzo de su vulva hurgando por la parte de abajo. El hombre se estaba dando un homenaje y ella no decía nada. Podría interpretarse que estaba paralizada por el miedo y yo… yo comenzaba a sentir cosas que creía olvidadas: un cosquilleo en mi adormecida verga al ver a mi dulce Gabriela sobada por otro hombre.
Exactamente igual que me sucedió años atrás con su mamá.
El desconocido, envalentonado al ver que sus actos no tenían consecuencias, fue un poco más allá y, juntando dos de sus dedos, los introdujo entre las piernas de mi niña. No era descabellado pensar que, de esta forma, llegaba a tocar completo el sexo de la pequeña a través de la fina tela. Recuerdo que eso casi me hace eyacular allí mismo.
El último tramo del trayecto transcurrió como un suspiro contemplando como aquel tipo jugueteaba con los pliegues de mi princesa mientras ella cerraba los ojos y se dejaba hacer. Se me caía la baba al verlo.
A pesar de que yo deseaba que aquello no terminase nunca el tren llegó a su destino demasiado pronto y, en cuanto se abrió la puerta automática, mi pequeña salió despavorida como alma que lleva al diablo fuera del vagón como si estuviese haciendo algo malo. No tuve más remedio que seguirla, intentando mal que bien disimular mi erección a los viajero. Cuando pasé al lado de aquel pervertido aún tuvo la osadía de llevarse los dedos a la nariz para recrearse con sus efluvios y me pareció escuchar de sus labios un murmullo insolente que decía:
– ¡Qué putita tan caliente! Está pidiendo verga a gritos.
Cierto o no lo que sí sé es que mi pantalón se manchó tras ese comentario tan sucio hacia mi única hija.
Cuando salimos del suburbano ninguno de los dos hicimos comentario alguno sobre lo acontecido. Al llegar a casa recuerdo que varié el orden establecido para tomar el baño y fui yo el primero que se introdujo en la tina. El agua estaba calentita pero yo aún más evocando lo sucedido aquella tarde. Volví a empalmarme recordando la furtiva metida de mano; desde mis aventuras sexuales con Silvia no me sentía tan excitado. Retomé mis viejas costumbres onanistas y allí, en medio de la bañera, me masturbé lentamente mientras me parecía estar viendo todavía aquella manaza estrujando el culito de mi Gabriela. Apenas mi simiente se confundió con la espuma entró mi niña en el cuarto de baño con una enorme sonrisa en la cara. Parecía que por ella nada malo hubiese ocurrido, era la pureza hecha carne.
– ¿Me haces un hueco? – me preguntó mientras se desnudaba.
Yo todavía estaba erecto y nada me apetecía menos que sentir el candor de su cuerpo cerca del mío pero no acerté a buscar una excusa coherente así que accedí. Tuve que tragar saliva al ver su culito a un palmo de mi cara justo antes de que se sentase entre mis piernas. Lo había contemplado mil veces y jamás hasta entonces había sentido algo parecido; sin duda el haberlo visto sobado por otro hombre cambió mi perspectiva acerca de él.
Por fortuna para mí cuando Gabriela tomó asiento lo hizo de forma que no hubo contacto alguno entre mi sexo y su espalda. No quise arriesgarme y me incorporé para no correr riesgos.
– ¿Ya te vas?
– Tengo que hacer la cena, princesa.
– Vale. –Dijo sin más aparentemente conforme.
Intenté disimular mi erección pero me fue imposible. Mi cipote quedó a apenas un palmo de la cara de Gabriela que lo miró un instante para después centrarse en enjabonar su cuerpo como si nada. Salí del baño secándome con la toalla como alma que lleva al Diablo.
La cena transcurrió tranquila, hablando de cosas intranscendentes como siempre, pero al arroparla en la cama no pude resistirlo y saqué el tema de lo sucedido en el metro.
– ¡Papi, lo siento! – dijo muy alterada al verse descubierta. Pese a la escasez de iluminación pude ver sus ojos azules humedecerse y temblar -. ¡No sabía qué hacer! Aquel señor comenzó a tocarme y… todo estaba lleno de gente y… yo… yo…
– Tranquila, tranquila… no pasa nada. – Intenté tranquilizarla dándole unos besitos en la frente.
– Sé que estuvo mal, que debería haberte dicho algo pero…
La pobre niña estaba tan alterada y era tan inocente que no cayó en la cuenta de que yo era incluso más responsable que ella de lo sucedido. Al fin y al cabo se supone que un padre debe velar por la integridad de su hija y yo no había movido ni un dedo por auxiliarla al verla en manos de aquel desalmado.
– No pasa nada, no pasa nada… - repetía yo una y otra vez más intentando convencerme a mí que a ella -. Lo… lo hiciste… lo hiciste bien.
Ella se quedó muda, supongo que no esperaba esa respuesta. De hecho ni yo mismo podía creer lo que acababa de salir por mi boca; era algo completamente opuesto a lo diría cualquier padre responsable a su hija.
Pero no contento con eso expresé con mayor claridad mi deseo:
– Gabriela, si algún hombre vuelve a tocarte en el metro o en cualquier otro sitio como hizo ese señor… -dije tragando saliva -… deja que lo haga, ¿entendido?
Ella siguió callada intentando asimilar una orden tan desconcertante.
– Haz siempre lo que esos hombres mayores te pidan, no te niegues a nada, ¿comprendes?
Ella se limitó a asentir, creo firmemente que no entendía una palabra de lo que yo le decía.
– Déjate hacer o haz todo lo que te digan pero luego, cuando estemos a solas, me lo cuentas, ¿vale?
Tras un instante de duda ella respondió:
– Sí… sí papi.
Tras aquella inapropiada conversación salí atropelladamente de su cuarto, avergonzado por mi propuesta. Tardé mucho en dormirme aquella noche reflexionando sobre todo lo ocurrido. Al final llegué a la conclusión de que había hecho mal y quise decírselo a Gabriela. Cuando me dirigí a su habitación creí oírla llorar pero al acercarme más comprobé que no eran llantos lo que escuchaba salir de su boca a través de la puerta sino ahogados gemidos… ahogados gemidos de placer preadolescente.
Sin duda los toqueteos de aquel desconocido habían tenido su efecto: mi niña, mi pequeña princesa, mi dulce Gabriela ya se había hecho mayor y había aprendido a tocarse a mis espaldas.
Me di media vuelta y dejé que disfrutase de su cuerpo a solas.
A partir de aquel día la forma de tratar a Gabriela cambió diametralmente. Los primeros días, cuando salíamos del colegio, solía cambiarla de ropa en cualquier establecimiento cercano a su centro educativo. La obligaba a utilizar el tipo de indumentaria que yo entendía como provocativa para los hombres maduros: minifaldas cortas, mallas ajustadas, camisetas de tirantes y cosas así. Combinaba esa ropa con un ligero maquillaje y tuvieron un efecto relativo a la hora de incitar a los pervertidos: muchos la miraban pero pocos se decidían a ir más allá. Cuando nos metíamos en el metro y me separaba de su lado enseguida la veía rodeada de hombres. Para mi desgracia la mayoría se contentaban con admirar su belleza. Los más osados sí que utilizaban el dorso de la mano para darle toquecitos en el culito más o menos intensos pero la mayoría de veces se trataba de roces debidos a las apreturas propias del medio de transporte.
Aquellos tocamientos no estaba mal pero mi vicio era tal que me parecían poco; yo quería que fuesen más allá con ella. Mi grado de necesidad era tal que insté a Gaby para que buscase el contacto pero le daba vergüenza así que decidí no insistir con el tema; al fin y al cabo era sólo una niña.
Sorpresivamente fue el destino el que cambió el rumbo de los acontecimientos. Uno de esos días, no recuerdo con exactitud el motivo, no pude hacerle el cambio de indumentaria y entramos en el metro justo en la hora que los ejecutivos terminan sus quehaceres. Tomamos una línea distinta a la habitual pero aun así decidí probar suerte pese a que aquellos señores trajeados no me dieron muchas esperanza: yo solía colocar a mi niña entre la gente más modesta, trabajadores, inmigrantes y personas de perfil económico bajo. Perdónenme mi perjuicio pero yo pensaba que aquellos tipos estarían más dispuestos a toquetear a la chiquilla que señores aparentemente respetables. En cuanto me separé de ella vestida con el uniforme escolar pude comprobar lo equivocado que estaba. Lo que pasó aquel día en el suburbano fue todo un espectáculo.
Aquellos señores trajeados, con toda probabilidad gente con estudios y buen sueldo, actuaron como lobos: olieron la carne fresca y echaron mano al trasero de la niña de inmediato. Y no fue sólo uno sino varios los que acudieron junto a ella como moscas a la miel. Pude observar hasta tres tipos distintos magreando su culito, piernas y espalda por turnos. Incluso uno a veces interrumpía al otro atropelladamente pero ni aun así dejaban de meterle mano. Busqué el ángulo que me permitió ver la cara de Gaby y estaba roja como un tomate. Actuó como una buena chica, obedeció mi mandato permaneciendo callada mientras aquellos extraños palpaban su cuerpo de manera obscena. No dijo nada, ni siquiera cuando uno de aquellos tipos deslizó la manaza bajo su axila para acariciarle el bultito que salía de su pecho preadolescente.
Supongo que no habrá que apuntar que llegados a este punto yo tenía una erección de caballo. No pude evitarlo, transcurrido el tiempo y pensándolo fríamente fue una auténtica locura lo que hice, me metí la mano en el bolsillo y comencé a tocarme. Yo creo que una señora que estaba a mi lado se dio cuenta de mis maniobras pero no dijo nada, ni siquiera cuando el olor a esperma se hizo más que evidente a varios metros a la redonda.
Cuando aquellos tipos abandonaron el tren otros ocuparon su puesto y siguió la fiesta. Al llegar al final de la línea fueron por lo menos una docena los que habían recorrido de cabo a rabo la anatomía de mi princesa de manera impune. Hicimos el trayecto de ida y vuelta varias veces, hasta que terminó la hora punta; perdí la cuenta de los hombres que tocaron a la niña ni las veces que mi verga expulsó sus babas aquel día.
Al llegar a casa, durante el baño y sentada entre mis piernas cumplió mi deseo contándome los detalles de lo sucedido:
– Un señor me tocó el culo… - me dijo mientras hacía un montoncito jugando con la espuma.
– Fueron varios…
– No, no – dijo negando con la cabeza -. Uno me tocó el culo de verdad… por debajo de la braguita… sobre la carne.
Tal revelación me pareció desconcertante ya que se me había pasado por completo aquel detalle tan extraordinario.
– ¿Ah, sí? ¿cuándo?
– Cuando entró tanta gente de golpe. Se agachó un poco, levantó mi faldita y me tocó… por detrás.
– Vaya…
– Sólo fue un ratito…
– Entiendo.
– También… también me dijo algo…
– ¿El qué?
– Que… que otro día no me pusiera bragas… ¿por qué crees que lo hizo, papi?
No supe qué decir. Decidí en ese instante adoptar la propuesta de ese extraño: a partir de ese momento Gabriela dejó de llevar ropa interior durante nuestras excursiones por el suburbano por si algún aventurado quería transgredir los límites otra vez.
Medio sumergida en agua noté que Gaby se balanceaba más de lo acostumbrado sin articular palabra. Era su forma de expresar que algo la inquietaba. Las mejillas rosadas y los pezones empitonados dejaban bien a las claras cuáles eran sus necesidades en aquel momento pero supongo que mi presencia la cohibía. Al ver que no se decidía a dar el siguiente paso le ayudé un poquito; agarré su brazo por la muñeca y bastó con acercársela a su entrepierna para que ella hiciese el resto. Fue la primera vez que me demostró ser digna heredera de su madre: sin importarle mi presencia, se regaló una soberana paja a la salud de todos los desconocidos que la habían sobado. Estaba tan caliente que quise pensar que se los hubiese follado a todos de haberlos tenido allí en ese momento.
Yo por mi parte cerré los ojos e imaginé que aquellos sonidos guturales eran producidos por mi pequeña entregándose a todos esos hombres sin descanso. La evoqué sudorosa, con una enorme verga taladrando su ano mientras otra utilizaba su boca para darse placer. Me agarré el cipote y me uní a ella en sus maniobras onanistas pero no obtuve el resultado deseado.
Imaginarla no era lo mismo que verla.
El fin de semana descansábamos. Para ser honesto hice alguna intentona de exponerla pero resultó peligrosa. El metropolitano va menos ocupado esos días y es más sencillo ser descubierto así que me limitaba a regalar a Gabriela durante la semana. El cambio de indumentaria y de recorrido resultó un éxito; cuanto mejor era el barrio más pervertidos había. Los toqueteos y metidas de mano a la niña eran constantes y yo no dejaba masturbarme al verlos, pese a que eso estuvo a punto de costarme más de un disgusto. Verla convertida en el objeto del deseo de otros era como una droga, no podía controlarme. Era todo un vicio, tal y como me sucedió antes con su madre.
Como buena droga, pronto comencé a requerir dosis más altas e intensas. Estaban muy bien los magreos y las metidas de mano colectivas pero quería ir más allá, quería verla de verdad en manos de otro hombre: lo quería todo.
Decidí contemplar las distintas opciones, todas tenían pros y contras así que opté por la que intuí menos arriesgada: aprovechar la experiencia adquirida en el metro y darle una vuelta de tuerca.
Tras repetir trazado, horario y vagón una y otra vez comencé a reconocer a algunos “habituales” del metro. Supongo que se salía de lo normal que una chiquilla tan pequeña se dejase tocar como lo hacía Gabriela así que, en cuanto la reconocían, se agolpaban a su lado como buitres a la carnaza. Había uno especialmente recurrente y vicioso, según me contó la niña fue el primero que se aventuró a meterle la puntita del dedo a través del ojete. Les describiría su aspecto pero lo creo irrelevante, lo que sí que puedo decirles que era como un reloj suizo; entraba y salía del vagón siempre en las mismas estaciones y a la misma hora, con el efluvio del ano de Gaby perfumando sus falanges.
Estuve tentado de contarle mi plan a Gabriela pero no lo hice. Por una parte no deseaba asustarla pero por otra quería ver si su semejanza con Silvia se limitaba iba más allá de su aspecto físico. En realidad anhelaba descubrir si aquella actitud frágil y retraída de la niña enmascaraba el furor uterino heredado de su mamá.
Hacía calor el día primaveral en el que decidí dar el salto sin red. En cuanto lo vi entrar en el vagón me coloqué junto él y Gaby haciendo más que evidente mi presencia pero a aquel tipo le trajo sin cuidado; o no se dio cuenta o no le dio la más mínima importancia. Fue a lo suyo rápidamente. Con la impunidad que da la manada no tardó ni un minuto en deslizar su manaza bajo la faldita de cuadros y comenzar a dedear con rudeza el orto a medio hacer de Gabriela. No era muy alto y mi hija es esbelta así que no le resultó difícil ejecutar la maniobra de perforación. Penas tuvo que recostarse un poco. Gabriela, acostumbrada ya a ser tratada de ese modo por los hombres que la acosaban día tras día, apenas se movía mientras aquel tipo jugueteaba con su ano. Inclusive abría levemente las piernas para facilitarle las cosas al pervertido.
Todo transcurría como de costumbre pero la cosa cambió cuando agarré la mano de la lolita justo en el momento en el que aquel desconocido se dispuso a abandonar el tren con una sonrisa de oreja a oreja.
– ¡Venga, sígueme! – Le ordené-. ¡Vamos!
Aquel mandato la pillo de improviso, cosa que nos retrasó un poco. Maldije unas cuantas veces mi torpeza dando saltitos en el andén intentando divisar al tipo. Lo descubrí unos metros delante, en dirección a la salida más próxima. Tirando de Gabriela procedí a seguirle como un poseso. La pobre niña tuvo que agarrarse la faldita para que esta no se le subiese más de lo debido y enseñase su secreto a todo el mundo. Cuando subimos las escaleras que llevaban a la calle de dos en dos a punto estuvo de caer varias veces. Una vez fuera del suburbano me fue más sencillo localizarlo. Discretamente seguimos sus pasos hasta un edificio de oficinas. Se puso lívido cuando nos vio entrar en su mismo ascensor. Mi hija por el contrario volvió a ruborizarse al reconocerlo. Fue divertido ver sus rostros esquivándose mientras el elevador subía. Por desgracia no estábamos solos, de hecho intentó escabullirse cuando en mensajero que nos acompañaba hizo el amago de salir pero se lo impedí discretamente. En cuanto cerraron las puertas y estuvimos los tres a solas, explotó:
– ¡Qué cojones quieres, cabrón! Soy abogado y tengo buenos contactos. No intentes joderme con esa putita, te lo advierto. Puedo arruinarte la vida con sólo una llamada…
– Sólo quiero hablar…
– ¡Tampoco te daré dinero! No sacarás de mí ni un céntimo, lo juro por tu puta madre… No tienes pruebas de nada…
– No quiero tu dinero…
Yo intentaba adoptar un tono conciliador pero cada vez el hombre iba poniéndose más nervioso así que corté por lo sano y le dije claramente lo que quería. Al escucharme, se quedó mudo, creo que por primera vez en su vida ya se veía a la legua que era un charlatán de mucho cuidado. Gabriela tembló como un flan cuando escuchó cómo yo ofrecía su cuerpo abiertamente a un desconocido pero eso no me detuvo.
– Espera, espera, espera… ¿dónde está el truco? ¿llevas un micro? ¿el teléfono móvil grabando o algo así? ¿es una jugada de la arpía de mi ex mujer?
No pude reprimir una sonrisa y tampoco evitar pensar que aquel tipo había visto demasiada televisión.
– Puedes comprobarlo si vas a sentirte más tranquilo. No llevamos nada ni ella ni yo.
Resultó cómico verle palpar mi tórax intentando descubrir algún micrófono. También hizo algo similar con Gabriela pero cuando llegó a sus tetitas sobre la camisa no pudo despegar las manos de ahí. Supongo que al tocarla y ver que ninguno de los dos hacíamos algo al respecto le tranquilizó.
– ¿Y… quieres que yo… ya sabes? – Dijo dando ligeros apretones a las manzanitas de mi pequeña - ¿quieres… que lo haga con tu hija?
– Correcto… quiero, quiero que te la folles.
– ¿Y no quieres nada a cambio?
– Ya te he dicho lo que quiero.
– ¿Mirar y nada más?
– Eso es…
El hombre se tomó su tiempo magreando a mi nena a manos llenas.
– ¡No me pegará alguna enfermedad de esas!
– Tranquilo. Es su primera vez.
– ¡No jodas!
– Es virgen… y está sana, no hay problema.
Aquello fue demoledor para minar su tenue resistencia.
– Y ella qué opina.
– ¿Ella? Ella no pondrá problemas. Hará todo lo que tú quieras.
– ¿Seguro?
– Seguro.
Aquel era el momento clave de todo aquel embrollo, el momento en el que Gabriela debía demostrarme si era digna hija de su madre.
Gabriela me demostró que la sangre de Silvia corría por sus venas y, venciendo su vergüenza, alzó sus ojos azules y clavó su mirada impoluta en aquel tipejo. De sus labios no brotó una palabra, pese a que habíamos ensayado ese momento infinidad de veces. En lugar de eso se levantó la falda de cuadros y le mostró a aquel malnacido su delicado secreto. Por si eso fuera poco utilizó sus dedos para abrirse la vulva y comenzó a masturbarse delante de él.
No hizo falta que dijese nada. Era obvio que la niña estaba de acuerdo con mi proposición indecente.
Les juro que fue un momento mágico, posiblemente uno de los más excitantes de mi vida. Me pareció ver a la mismísima Silvia ofreciendo su sexo en aquel instante. Se me puso la polla dura como una piedra en pocos segundos al ver como aquel extraño la devoraba con la mirada.
– Margarita, puedes irte a casa ya… - le dijo el hombre a su secretaria apenas irrumpimos en el mugriento bufete.
– Pe… pero…
– Cierra la puerta al salir. No quiero que nada me moleste esta tarde. Tengo entre manos un caso muy importante.
– Pe… pe…
– ¡Largo, joder! No quiero volver a verte hasta mañana… - Le gritó maleducado.
– Bien, vale. Pero…
– ¡Fuera, fuera, fueraaaaaaa!
A la pobre mujer apenas le dio tiempo a coger su bolso y largarse como alma que lleva al diablo. Que su malhumorado jefe le dejase ir a casa antes de tiempo era algo tan inusual que no era cuestión de ponerle reparos. En cuanto la empleada se marchó, el pervertido centró sus atenciones en Gabriela.
– Pasa por aquí, tesoro. Voy a echarte un polvo que no olvidarás en tu vida. – Le dijo agarrándola por el talle para conducirla a su despacho.
Enseguida le levantó la falda, echándole mano a la carne del culo directamente.
– Veo que eres una buena chica – continuó -. Buena y obediente a lo que le ordena su papi, no como las mías que son tan brujas como su madre.
Mi intuición me decía que aquel tipejo era un puerco vicioso y no me equivoqué en absoluto. Fue delicado como un mandril con mi princesa. Después me sentí culpable por haber sometido a mi hija a una iniciación tan poco romántica pero mi situación no me permitía elegir un amante más apropiado para estrenarla. En cuanto entramos en el despacho y sin dejar de manosearla a conciencia, le estampó un beso en los morros que casi la deja sin aire. Después, ni siquiera tuvo la precaución de apartar los papeles que abarrotaban su mesa, así que recostó a Gabriela sobre ellos y se lanzó a tumba abierta a saciar sus más bajos instintos. Su estado de excitación era tal que se las vio y se las deseó para desabrocharle los botones de la camisa escolar. Creo que estuvo a punto de correrse al ver sus pechitos libres de trabas, empitonados y duros, apuntándole desafiantes.
– ¡Qué buena estás, putita! – Exclamó entre lametones cada vez más intensos a los pezones -. Voy a darte lo que andas buscando, niñita…
Gaby no dejó de mirarme mientras el abogado le hacía un sostén de babas. A veces ella entornaba los párpados, sobre todo cuando a él le desbordaba la lujuria y le mordisqueaba los senos con virulencia, pero no decía nada. Me quedé embelesado mirándola allí inerte como una estatua. Abierta de piernas, servil y sumisa, dejó que su desconocido amante le subiese la falda por completo, formando con ella una especie de franja alrededor de su vientre plano. Pude ver el estado de su sexo, rezumaba flujos a diestro y siniestro. Brillaba como el lucero del alba: estaba lista para su primer polvo.
Casi me faltó el aire al contemplarla en esa pose tan lasciva y explícita; era la viva imagen de su madre ya muerta.
Me bajé la cremallera y actué en consecuencia. Creo que no hace falta que les cuente lo que hice mientras aquel extraño arrebató el virgo a mi pequeña Gabriela.
Ella chilló cuando su himen estalló en mil pedazos, aquel tipejo fue de todo menos cuidadoso iniciándola. Apenas sus pantalones le llegaron a los tobillos se agarró el balano por el entronque y, con su gorda cabeza, llamó a la puerta de la vulva infantiloide que tenía a su entera disposición. La excitación de Gaby era grande y su lubricación generosa, aunque no lo suficientemente como para aliviarle el mal trago. Al chanchullero letrado le trajo sin cuidado que se tratase de poco más que una niña y le endosó una estocada barriobajera de una única trayectoria que hizo estragos en la pueril anatomía de la potrilla. No dejó de apretar la angosta entrada, jurando y bufando como un camionero, hasta que logró clavársela lo más adentro que pudo. Después, cuando las paredes de la vagina se relajaron lo suficiente, se la folló como un perro salido, con movimientos secos y espasmódicos mientras los papeles caían al suelo por todos los lados mientras Gabriela gritaba una y otra vez.
Sin dejar de tocarme, busqué el mejor de los ángulos para recrearme, aquel que me permitió observar la ensartada en primer plano. El movimiento de aquellas pelotas peludas acompañando a la verga en su ir y venir en el interior de Gabriela es algo que no olvidaré en la vida. Tampoco el hilito de sangre que aquel intenso tratamiento originaba a su paso. La niña se retorcía como una anguila, sin duda aquella serpiente la estaba destrozando por dentro.
Aquel animal eyaculamos casi al mismo tiempo: él en la vagina de mi hija y yo sobre la moqueta de su sucio despacho. La enorme mancha que dejé en ella así lo atestigua.
– ¡Joder, qué bueno! - Dijo el abogado con voz entrecortada una vez se quedó sin munición. Lo había dado todo, el muy salido.
Sonriente y lleno de gozo ante tal inesperado regalo recibido por mi parte dejó de aplastar a mi hija y tomando asiento en su vetusto sillón de cuero intentó recobrar el aliento. La niña no dejó de llorar e intentó aliviarse encogiéndose como un ovillo y agarrándose las piernas pero el hombre tenía otros planes así que acarició las piernas de Gabriela, abriéndolas de nuevo lo que le permitió ver un primer plano del atentado cometido. Ella no dejaba de gimotear visiblemente dolorida pero eso a él le trajo sin cuidado. Quería algo más: lo quería todo… como yo.
– Pues no mentías, hijoputa. Era virgen de verdad tu niña. Hacía mucho tiempo que no me follaba a una zorrita tan tierna… demasiado diría yo.
Fue entonces cuando me miró y descubrió mi mano sobre mi cipote toda cubierta de lefa. Tampoco me será fácil olvidar su risa socarrona al verme de aquel modo:
– ¿Te ha gustado lo que le he hecho a tu putita? ¿estás satisfecho, papi?
– S… sí. – Tuve que admitir.
– Es una pena hacerse viejo, joder. Hace unos años la hubiese puesto mirando a Cuenca para partirle el culo como Dios manda. Tráemela mañana y veré lo que puedo hacer.
No me dio tiempo a replicar.
– Ahora estaría bien hacerle unas fotos para inmortalizar el momento. No sé dónde coño he metido la cámara… no te vistas, princesa… que vas a posar para mí…
Confieso que yo no estaba preparado para aquella circunstancia así que mi reacción fue negativa.
– No. Eso no. Ya es suficiente por hoy.
– ¿Pero qué dices? Venga, ¿Cuál es el problema? Seguro que tú tienes un montón de esta putita en pelotas. No seas borde y deja que le haga unas pocas, es un diamante en bruto…
– He dicho que no.
– ¡No me jodas! ¡Te pagaré lo que quieras! – Dijo mientras amagaba con incorporarse.
Aquella obsesión por ofrecerme dinero terminó de agotar mi paciencia así que la siguiente vez que hizo amago de abrir la boca le reventé la nariz tal y como años atrás había hecho con mi propio hermano. No me considero un hombre violento pero sé utilizar los puños cuando es necesario y además aquel tío era poca cosa. Se desplomó contra el sillón como un saco de patatas.
Mientras lloriqueaba como un niño Gabriela y yo nos fuimos de allí a toda prisa. Ella se compuso un poco la vestimenta durante el trayecto en el ascensor.
Cuando llegamos a casa me invadió la culpa y tuve el enésimo arrebato de arrepentimiento. Quedó en caldo de borrajas cuando Gabriela volvió a masturbarse en mi presencia durante el baño. Aquel hecho me demostró dos cosas: la primera que, sin duda, se había quedado con lo bueno de todo lo ocurrido y la segunda y más reveladora… que un solo hombre era poco para ella.
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