Ante todo una pequeña aclaración. Esta es la primera vez que escribo un relato por encargo. Uno de mis lectores me pidió por favor que escribiese su historia por él. En principio no estaba dispuesto a hacerlo, bastante tiene uno con lo suyo pero ante su insistencia y tesón finalmente accedí. No tengo ni idea si la historia es cierta y les juro que ni tan siquiera le pregunté. Allá cada uno con su conciencia. Pero lo cierto es que cuando me contó de qué se trataba: un amor de juventud y una prostituta… no pude resistirme. Todo el que me lea sabe que esos son dos de mis puntos flacos. Así que aquí me tienen, convertido en negro aunque el tamaño de mis atributos sexuales no han aumentado lo más mínimo (maldita sea mi suerte). Espero que les guste. Prometo trasladar sus comentarios al verdadero protagonista o impulsor de la historia. Un saludo. Zarrio
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– ¡Te juro que era ella! ¡La hija del Manolo… allá, en la capital!
– ¿Manolo? ¿Qué Manolo?
Un sábado por la noche, a las tantas de la madrugada, en el último garito abierto en el pueblucho perdido dónde vivo, un borracho de turno esputaba sus babas en mi ginebra con hielo. No le habría hecho ni puto caso de no ser por los diez o quince lingotazos a palo seco que me había metido entre pecho y espalda. Supongo que para él el borracho era yo y para la camarera rumana con cara de sueño los hijos de puta que no le dejaban irse a dormir éramos el Brasas y el menda. El fulano huesudo era llamado así tanto por su incansable verborrea como por su Renault Fuego de principio de los ochenta tuneado hasta en el tapón de los neumáticos. Fuego… Brasas… humor negro de la España profunda.
– Joder, el Manolo. Que en gloria esté. Ese cabrón que le dio un telele mientras montaba a una pilingui. Le dijo a la María que se iba a Madrid a arreglar unos papeles y…
Interrumpió su discurso con un sonoro eructo que recibió la mueca de desagrado de nuestra anfitriona.
– ¡Mejor fuera que dentro! – rió - ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! ¡El Manolo! El muy cabrón le decía a la parienta que se largaba a arreglar papeles y en realidad a lo que iba era a que le arreglasen los bajos. ¡Menudo hijo de puta! ¡Así me gustaría palmarla a mí…!
Asentí bajo los efluvios del alcohol y en un momento de claridad recordé la historia. No se habló de otra cosa en el pueblo hasta que la hija del alcalde se quedó preñada del párroco… pero esa es otra batalla. Apuré la copa y me puse a pensar.
El Manolo. Se habían contado miles de historias a partir de su muerte. Sólo él sabría la verdadera y se la había llevado a la tumba así que la gente que no tiene, o mejor dicho no tenemos otra cosa mejor que hacer, no paraba de elucubrar miles de disparates. Que si la chica era menor, que si su mujer había tenido que ir a buscarlo al puticlub donde había palmado, que incluso había tenido que pagar la cuenta y otras miles de chorradas. Historias que iban desde que no había muerto y se había largado al Caribe con un travesti hasta que la chavala de su último polvo era la Begoña, su hija mayor.
– ¡Begoña…! – murmuré sin pensar.
– ¡Eso! – me tomó la palabra el Brasas- ¡La Begoña! ¡Menuda puta! Y cara de cojones. Seiscientos euracos… veinte mil duros… cien mil pesetas. Y eso que era del pueblo... y dijo que me hacía rebaja… je, je, je. Allá al final de la Gran Vía… le di por el culo todo lo que quise y más…
– ¡Pero qué chorradas estás diciendo!
– ¡Oye, gilipollas… que va en serio!
Fue lo último que oí de aquella estúpida boca antes de que comenzara a sangrar como un cerdo. Siempre he tenido un problema de autocontrol y más aún borracho como una cuba. Ni siquiera sé porqué me alteré tanto. Hacía siglos que no veía a Begoña. Ciertamente nos conocíamos desde pequeños, no en vano podría decirse que nuestros padres eran vecinos pero jamás pasó nada serio entre nosotros. No es porque yo no quisiera sino porque la vida… la vida… la vida es una mierda.
A la camarera se le hincharon las narices más todavía que sus siliconadas tetas y con un contundente bate de beisbol nos indicó al Brasas y a mí la dirección de la salida no sin antes descargar parte de su frustración con dos soberanos golpes en mis espaldas. Al llegar a mi casa todo me daba vueltas. Iluso, todavía procuraba no hacer ruido al entrar sin motivo alguno. Mi santa ex esposa se había ido, llevándose con ella todos los muebles excepto un colchón, la nevera y la tele. De eso hacía más de un año y todavía no había tenido tiempo de ir de compras al IKEA. También se había llevado al chaval, cosa que me había jodido bastante más. Le tenía gran afecto al Terrier.
Allí tumbado, antes de caer dormido del todo, en ese momento onírico en el que la realidad y el sueño se entremezclan volvieron a mi mente los espectaculares ojos de Begoña. Grises, casi blancos, que destacaban como luceros gracias a su pelo negro ondulado y su tez blanquecina. También recordé su tono de voz, meloso y pausado, con un ligerísimo ceceo que le hacía una adolescente adorable. Pero todavía más impresionante eran sus silencios. Era capaz de no decir ni media palabra en una tarde. No le hacía falta. Sus ojos hablaban por ella.
Intenté, lejos de mi costumbre, masturbarme en honor a mi amor de juventud, pero en tres o cuatro sacudidas me quedé dormido, con la pija al aire encima del colchón.
Los rayos de sol entraron en la habitación despertándome muy a mi pesar. Jodida persiana, se había roto hacia poco… tres o cuatro meses no más. Decidí que la arreglaría cuando tuviese tiempo. Lo cierto es que eran las tres de la tarde, un madrugón tratándose de un domingo de agosto.
La resaca y yo somos viejos compañeros de viaje. Nos conocemos mucho y sabemos cómo tratarnos así que preparé una raya sobre un plato de plástico y el primer tirito del día me sentó como Dios. No digo que la ducha no tuviese nada que ver pero lo que de verdad me puso las pilas fue la coca. Decidí que iba a dejarla, después de arreglar la persiana. Ni perdí el tiempo abriendo la nevera, sólo había cerveza y una porción de pizza que llevaba tanto tiempo allí que ya era como de la familia. Pensé en hacer lo de siempre: bajar al bar de la esquina y comer lo primero que se me pasase por la cabeza. Ya estaba de camino cuando pasé por delante de una casa que me hizo recordar la noche anterior. La casa de Begoña, la Begoña según el argot del lugar.
Ventanas cerradas y jardín descuidado. La madre no había podido aguantar las habladurías sobre la vergonzante muerte de su esposo y se había largado del pueblo. De vez en cuando venía para comprobar el estado de la casa acompañada de Teresa, la hija menor del malogrado matrimonio. De Begoña, nada de nada. Ni siquiera asistió al entierro de su padre. Hubiese jurado que la había visto un día en el cementerio pero tampoco le presté la atención debida y mi hermano me comentó que se encontró con ella en un centro comercial pero ni siquiera contestó a su saludo.
Me quedé pensando un momento, recordando vagamente la conversación con el Brasas. Miré el reloj y fruncí el ceño. Las cinco de la tarde. En hora y media podía plantarme en Madrid. El Brasas era un mentiroso contumaz pero podía ser que aquella vez dijese la verdad. No era cuestión de llamarlo, bastante tendría el hijo de puta aquel con la galleta que le había metido. No sé cómo se lo tomó su esposa embarazada de seis meses. Su maridito, borracho y con el labio partido.
Ni comí. El cuerpo me pedía otra cosa. No era sexo exactamente, más bien simple curiosidad. Quería comprobar si las habladurías de un pueblo de comarcas podían ser, por una vez, ciertas.
No soy un putero. He estado con varias putas ciertamente pero no soy un cliente fijo. Paradójicamente requería más de sus servicios cuando estaba casado. Una vez soltero, tenía y tengo mi público y un par de amigas con derecho a roce de lo más simpáticas. Si voy a burdeles es para tomar copas, charlar con las chicas y si veo algo que me gusta pues lo cojo que para eso está. No tengo grandes preferencias pero confieso que desde que me lo monté con una asiática diminuta que se metió mi puño y la mitad de mi antebrazo por el coño tengo predilección por este tipo de chicas, menudas y viciosas, aunque eso también es otra historia.
Me gusta hacerles de todo a las putas. Para hacer el amor están la mujer o las amigas. Puede decirse que he cumplido con ellas todas mis fantasías sexuales. Para eso cobran, algunas un pastizal tremendo. No tengo remordimientos ni jamás los he tenido. Dejo generosas propinas con lo que casi todas me piden que vuelva. No es que sea un semental pero el negocio es el negocio. La pela es la pela como diría mi abuela paterna de Mataró.
Repasando mis encuentros sexuales con las gladiadoras del amor no pude evitar volver a recordar a Begoña. Correrse en la boca de una desconocida carece de importancia pero cuando juntas a aquellos labios trufados de sustancia viscosa con un nombre, una historia, un pasado conocido, la cosa cambia. Me sentía incómodo ante aquella perspectiva a la vez que excitado.
Habían pasado muchos años desde que Begoña y yo jugábamos juntos al baloncesto en el patio del colegio. Tenía dos años menos que yo pero como las chicas se desarrollan antes que los muchachos éramos de alturas similares. Siempre estaba sonriendo. Se apartaba los cabellos con una coleta y era una jodida máquina de encestar. No botaba bien, tampoco puede decirse que fuese ágil ni rápida pero cuando levantaba la muñeca era poco menos que infalible. Nos reíamos mucho y lo pasábamos muy bien hasta que nuestras respectivas madres nos llamaban para cenar. A los catorce años no se puede pedir más.
A nuestro alrededor revoloteaba siempre una mocosa rubia, dos años menor que ella que no dejaba de llorar e incordiar. A Teresa parecía molestarle que su hermana disfrutase con cualquier cosa. Yo estaba enamorado de Begoña, si es que puede decir eso un chaval con las hormonas comenzando a encabritarse. Enamorado es una palabra muy grande.
Me insinué varias veces, hasta creo recordar que le pedí un beso claramente pero ella se limitaba a sonreír y callar. Aquellos silencios me mataban. Tan sólo le oí hablar como una descosida el día que me dijo que un compañero suyo de clase le había pedido rollo y se iban a encontrar aquella tarde detrás de la tapia de la escuela. Fue el día que se me partió el corazón por primera vez y el último día que jugamos juntos. Después los veía por ahí, los dos de la mano como tortolitos.
El mozo era el rey de las chavalas, todas bebían los vientos por él, incluida mi Begoña que no se separaba de su Romeo ni un momento. Ya no volvió a venir al parque, prefería que su chico le bajase las bragas detrás de la tapia.
Pasados unos meses Begoña llevaba unos cuernos de padre y muy señor mío. Discutía con su novio cada dos por tres pero enseguida se reconciliaban de nuevo. Ella siempre le perdonaba. Pensé varias veces en inmiscuirme, pero mi maltrecho orgullo me lo impidió. Si no me quiere, que se joda.
Esta era y es mi filosofía: o conmigo o sin mí.
No diré que fue el amor de mi vida. En unos meses comencé a tontear otras chavalas pero reconozco que jamás dejó de gustarme. Podría decirse que me atraía, era el fruto prohibido. Si me la hubiese tirado seguramente habría pasado a la historia como otras chavalas de cuyo nombre ni me acuerdo.
Con el paso del tiempo aparecieron en el pueblo miles de rumores acerca de las andanzas de las dos hermanas. La morena y la rubia. Las hijas del Manolo. ¡Vaya piezas! Como es obvio a mí me gustaba más la mayor pero la pequeña tenía más parroquianos entre los vecinos del lugar. Se contaban por centenas los hombres que aseguraban haberse pasado por la piedra a una o a otra muchacha. Fui a estudiar fuera y les perdí la pista. Cuando volví al pueblo Begoña ya había volado, por lo visto se cansó de discutir día tras día con su padre. Cada uno siguió con su vida, tal vez hasta quizás aquella tarde calurosa de agosto.
En verdad el local era de lujo, nada que ver con el puticlub de las afueras de mi pueblo. Calidad, distinción y putitas jóvenes. A las siete de la tarde el garito empezaba a animarse. Primer partido de liga, la excusa perfecta para abnegados maridos. Las banderas y trompetas dormían en los maleteros de los coches de acérrimos seguidores de un equipo local. Los babosos hinchas rivales revoloteaban hermanados alrededor de la carne tierna de todos los colores. Escudriñé descaradamente en todo el local, incluso me colé en algún reservado con el pretexto de buscar a alguien pero no encontré lo que iba buscando. Maldije la descendencia del Brasas justo en el instante en el que una mulata se acercó a mi vera en busca de un cliente.
- ¡Hola guapo!
El timbre de voz y la nuez en el cuello no me dejó dudas acerca de la naturaleza de semejante espécimen.
– Perdona, no te ofendas… estoy buscando a alguien.
– ¡Seguro cielo! Todos buscamos a alguien…
– No – no quería malos entendidos con aquel julandrón – se llama Begoña.
– ¡Ay, mi vida! Aquí no hay ninguna Begoña. Tenemos a Jannet, Inga, Irina…
– Es morena, con el pelo ondulado… y ojos grises. – el tono de ansiedad me delató.
– ¡Ah, esa! ¡Tú debes ser otro del pueblo! – dijo en tono faltón –. Aquí nadie la llama así. No sé si será muy grande porque esa hija de la gran puta ya se ha follado a unos cuantos…
– Pues… yo…
– A ver… Niki – le dijo a la camarera - ¿dónde está la Silví?
– Arriba… con tres pilotos marroquís… tiene para un rato.
– Ya lo has oído, ricura. Tendrás que esperar tu turno. Esa perra lo estará pasando de lujo. No sé qué le veis los tíos a la Silví, es vieja y tiene unas caderas que parece una plaza de toros…
– Jessica… no te pases – le dijo la camarera en tono severo.
– ¿Qué pasa? ¿Acaso miento?
– Lo que te pasa es que te mueres de envidia de que tenga admiradores tan guapos como este bombón.
Y como uno no está acostumbrado a que le piropeen para hacer tiempo descorché una botella de champán francés sabiendo que me iba a costar una pasta gansa cada una de las burbujas de aquel jodido líquido. La camarera apenas se mojó los labios pero el travesti me dio palique como una cotorra. Si come la polla a la velocidad que habla quizás algún día entremos en tratos, pensé. Pero no en aquella ocasión. Yo no dejaba de fijar los ojos en cada una de las chavalas que aparecían de las habitaciones colgadas del brazo de clientes satisfechos. Buscaba a mi amor de juventud. Le daba vueltas intentando procesar la escasa información que hasta entonces tenía.
Begoña vieja. Si por entonces yo ni siquiera había cumplido los treinta así que la chica debería tener unos veintisiete años. Miré al resto del ganado. Eran unas crías, entiéndaseme la expresión. La mayor no tendría más de veinte años pero el garito era serio, todas mayores de edad. La estancia media de las chicas en aquel burdel era tan efímera como lucrativa.
Caderas anchas. La recordaba potente pero ni por asomo gruesa. Algo intermedio entre tallas anoréxicas y muslos grasientos. Era una adolescente normal, algo alta para su edad, con pechos nada exuberantes y las redondeces justas en su lugar adecuado. Ya he dicho que lo más sobresaliente de ella eran su eterna sonrisa, su voz melosa y esos ojos… esos ojos que jamás se olvidan.
– ¿Y por qué está aquí? – dije sin mas
– No te entiendo, hombre mío…
– La…Silví… - se me hacía raro llamarla con su nombre de guerra – si es como tú dices, aquí no tiene mercado.
En efecto, las prostitutas que infestaban el antro no tenían desperdicio, incluido el maricón que bebía como una esponja. No había ninguna peor que otra y tener que elegir entre ellas en verdad era un tremendo compromiso.
– ¡Por que es una guarra! ¡Hace cosas… asquerosas!
– Nikiiii!
– ¿Qué? ¿Miento acaso? ¡Ni las zorras rusas mejor adiestradas son capaces de hacer las guarradas que tu paisana borda…! ¡Mira, ahí la tienes! ¡Suerte, Torero!
No respiré cuando la reconocí. El Brasas tenía razón por una jodida vez en la vida. Cogiendo del talle a dos magrebíes, sonreía feliz una hembra de bandera. Begoña. La hija mayor del Manolo. Puta.
No sé dónde narices vería el marica las caderas anchas porque para mí estaba tal y como la recordaba. Con cada cosa en su sitio. No había perdido la costumbre de hablar poco puesto que no respondía nada a las cosas que uno de aquellos desgraciados le susurraba al oído. Se limitaba a sonreír y decirlo todo con su mirada. La madame se acercó a los acompañantes que expresaron su satisfacción ante la sonriente señora. Dada la generosa cuenta que satisficieron fueron obsequiados con una copa de cortesía antes de ser invitados a irse del local. La puta que les había atendido les acompañaba como de costumbre. Se la veía espléndida.
Cuando la miré no vi a la morenaza de tez blanca con vestido rojo y tacones de aguja; ni siquiera reparé en el generoso escote que mostraba buena parte de sus senos, ni en el liguero a juego que enaltecía sus bonitas piernas. Ante mis ojos apareció la chiquilla en chándal que me hacía sudar la gota gorda si quería ganarle algún cara a cara. Aquella que correteaba a casa cada vez que su madre la llamaba cuando caía el sol. La que cuidaba de su hermana pequeña que no dejaba de lloriquear y quitarnos la pelota para darnos por el culo. Aun viéndola con mis propios ojos no lo creía. Begoña. La Begoña. Mi Begoña. Puta.
La busqué con la mirada pero para mi desgracia no me vio o hizo como que no me veía. Avezado en aquellas lides, noté como otros carroñeros buscaban la misma pieza que yo en cuanto estuviese disponible. Actué rápido.
– ¡Tú, Niki! ¿Quieres que descorchemos… tres… cuatro botellas como estas esta tarde a tu salud?
– Por supuesto – respondió sorprendido – pensaba que no te iba la salchicha. Te advierto que la tengo enorme…
– ¡Tráeme a la Silví y te prometo que si me acompaña a la habitación son tuyas! La salchicha te la quedas para ti, mariconazo.
– ¡Voy volando! Pero te advierto que yo no me meto en la misma habitación con semejante enferma ni por todo el oro del mundo.
– ¡Que no, pesado! ¡Solos la Begoña y yo!
– ¿Quién?
– Silví y yo quería decir.
– ¡Volando!
– No le hagas caso a esa loca – intervino la camarera en cuanto voló de mi lado – es una exagerada. Begoña es buena chica…
– Silví….
– Tú ya me entiendes. No me toques los cojones.
– ¿Tienes?
– ¿Tú que crees?
Ya había abierto la boca para replicar cuando el/la mulato/a volvió a mi vera de la mano del botín más preciado del lugar.
– Aquí tienes, Tarzán. Tu Jane está aquí. Ya puedes pagar la deuda, guapetón...
– Después.
– Aquí las cosas se pagan antes de cons…
No acabó la frase. Begoña me reconoció y su cara cambió de expresión. Una mezcla de vergüenza y decepción.
– Ho… hola – se limitó a decir.
Extrañamente me pareció un reproche o como tal me lo tomé. Al parecer estaba mal que yo estuviese allí. Que ella ejerciese la profesión más vieja del mundo carecía de importancia, podría decirse que el que estaba obrando de forma incorrecta era yo. Me incomodé bastante. Intenté aguantarle la mirada pero como me pasaba de chiquillo no pude. Balbuceé como un colegial.
– Hola – o algo parecido salió de mi boca.
Los años de experiencia o el simple hecho de que yo no fuese el primer paisano con el que se encontró en semejante tesitura le hizo reaccionar. Su voz seguía siendo melosa pero el corazón lo tenía muy endurecido. Demasiado.
– Supongo que sabrás mi tarifa. Seiscientos la media hora. Lo que queda de noche, hasta las cuatro de la mañana… cuatro… cinco mil euros. Mas una botella de champán como mínimo…
– Y las cuatro mías – apuntilló la celestina.
– Tú dirás… - estuvo a punto de decir mi nombre.
No lo pensé un instante. Hubiese vendido mi alma por la mitad de aquel precioso tiempo. Minutos más tarde la seguía lentamente por las escaleras. Como no se fiaban de un pobre diablo como yo tuve que pagar siete mil euracos por adelantado. En aquel instante mi cuenta corriente estaría al rojo vivo pero el rojo que a mí me importaba no era otro que el de aquel vestido imponente que escondían las mejores caderas que había visto en mi vida.
– Gorda – murmuré - ¡Qué gorda ni qué cojones! Es lo más bonito del universo.
– ¿Decías?
– Nada, nada. ¿Qué tal tu madre?
Quise morirme en cuanto pronuncié aquellas palabras. No se puede ser más imbécil en la vida. En un prostíbulo, a punto de tirármela y no se me ocurrió otra que preguntarle por su madre. Quiso devolver el golpe pero falló por mucho.
– ¿Y tu mujer? ¿Estás casado, no?
– Pues no tengo ni idea de dónde andará esa zorra… - dije sin pensar.
– A lo mejor está por aquí…
– Si es así, dale recuerdos… y dile que me devuelva al puto perro.
Una risita de las suyas y la paz llegó al tiempo que entramos en su habitación. Olía a perfume caro mezclado con desinfectante. Todo en orden y limpísimo. Nadie hubiese jurado que minutos antes cuatro cuerpos sudorosos habrían estado follando como conejos encima de aquella cama aunque por lo que intuí supe no era allí donde había tenido lugar el intercambio de fluidos. Los africanos habían pedido el especial de la casa.
– Por el servicio completo que has pagado puedes follarme el coño, la boca y el culo – recitó sus servicios como un camarero el menú del día – puedes hacerlo a pelo o con capucha, tú mismo. Puedes correrte dónde quieras, me lo trago todo. Si quieres mearme o cagarte encima de mí no hay problema pero hay que hacerlo en el baño por cuestión de higiene. Si quieres que me tragaré tu orina o la mía no hay problema. Si quieres que me trague tu mierda lo haré. Si quieres tragarte la mía no tengo muchas ganas ya pero creo que podré hacerlo…
Tomó aire y quiso seguir con la lista. Yo no podía creer lo que escuchaba.
– Me tomas el pelo – dije inocente.
– Si tú lo dices – y siguió – en ese cajón hay juguetitos de todo tipo. Puedes usarlos conmigo pero siguiendo mis instrucciones. Si te va ese rollo haré que pases un buen rato metiéndote mis consoladores…
Yo no paraba de negar con la cabeza. Era imposible que la Begoña fuese capaz de hacer todo aquello.
– Tienes la mano grande… pero como tenemos tiempo de sobra creo que sería capaz de metérmela por el coño. Podemos intentarlo por el culo… pero no te prometo nada. Si quieres pegarme tendrás que pagar un suplemento…
– ¿Pegarte?
– Pero no en la cabeza…
– ¡Para, para, para…! – dije mosqueado – Begoña… ¿me estás vacilando?
– No – por una vez en la vida fue ella la que no tuvo arrestos para mirarme a los ojos.
– Bego… - dije tras intentar asimilar tanta información – Bego… ¿dejas que te peguen por dinero? No… no lo entiendo…
Nerviosa, deambuló por la habitación antes de continuar.
– Para seguir aquí a mi edad hay que hacer lo que las demás no quieren- dijo con cierto tono de resignación –. Tengo… tengo gastos.
Por una vez el que callé fui yo. No sabía qué decir. Ella se mostró nerviosa, impaciente, seguramente pensando que en cuanto comenzase con la faena me olvidaría de quién era realmente y pasaría a ser una simple puta.
– ¿Qui… quieres que me duche?
– Si te apetece… pero no es necesario. Los del pueblo venís siempre muy aseados para tiraros a la niña del Manolo… - dijo con cierto desdén.
– Ya.
– Sólo advertirte una cosa. Nos están viendo. Es por tema de seguridad. Hemos… he tenido más de un problema con algún hijo de puta que se le va la mano. No nos oyen y te aseguro que no nos están grabando. Si tienes algún problema con eso… te devuelvo la pasta y aquí no ha pasado nada…
– No… sin problemas.
Sin decirle nada se alejó un instante. Yo me caí sentado encima de la cama. Como un paleto me quedé pasmado al ver cómo se quitaba la ropa despacio, con gracia, sensual. Un lujo. Había pagado por esto y cada euro invertido valía la pena. Conservó sus medias y el liguero mostrando el resto de su cuerpo de manera generosa. Seguro que habría repetido aquella rutina miles de veces delante de hombres que no conocía pero aquella vez era algo diferente. Sus otrora pálidas mejillas parecían brasas de carbón y un par de botones se le rebelaron como queriendo preservar sus vergüenzas.
La desnudez de Begoña no dejaba indiferente a nadie, y menos aún a mi cipote que quería salir de su escondrijo y disfrutar del festín. Parecía una estatua de porcelana. Se le marcaban algo los músculos, señal de que pasaba bastante tiempo en el gimnasio y su cuerpo no parecía tener secuelas de los múltiples abusos sufridos en aquel burdel desde hacía tiempo. De momento había resistido la tentación del bisturí. Sus pechos seguían siendo algo pequeños para mi gusto pero bien proporcionados, tal y como la recordaba. Iba a follarla sin ninguna duda pero mi polla debería esperar.
Tenía algo que hacer desde hacía mucho tiempo. Se convirtió en una muñeca de trapo cuando sintió mis labios en los suyos. No tomó iniciativa ninguna, simplemente se dejó hacer. No la besé como si se terminase el mundo, más bien fue el ósculo primerizo de un par de adolescentes en una cancha de básquet. En contra de mi costumbre, cerré los ojos e imagine a dos chiquillos nerviosos cruzando las lenguas en una tarde de verano. Quise que se parase el mundo y por un instante lo conseguí. No sé cuánto permanecimos en aquel estado pero fue sin duda uno de los mejores momentos de mi vida. Confieso que se me pasó por la cabeza un instante el que aquella boca habría estado probablemente llena de mierda aquel mismo día pero mi deseo por consumar mi fantasía de juventud me hizo superar el asco inicial.
Acariciar aquel costado desnudo y el magreo insistente de su mano sobre mi paquete tuvo una consecuencia inherente a mi condición de macho e hizo salir de mí el animal que todo hombre lleva dentro. Pronto ataqué su cuello y mis manos amasaron aquel culo que quitaba el sentido. Si logró zafarse fue para desabrocharme la camisa con una facilidad pasmosa. Años de experiencia que también le sirvieron para quitarme los zapatos en un santiamén, librarse de mis pantalones a la velocidad del rayo y comenzar a frotar su cara sobre mi slip. De rodillas recorría toda la longitud de mi verga con sus labios, de momento sin librarse del envoltorio.
– Mañana podrás contarlo en el bar de la plaza. Les dirás a todos lo bien que la chupa la hija puta del Manolo. Menuda hazaña.
Intenté replicar algo ocurrente pero no pude. Mi rabo desaparecía en el interior de la mejor boca que jamás cató. No digo que yo sea un superdotado pero el tamaño de mi estoque supera la media, no tanto en longitud pero sí en grosor. La zorra de mi ex se negaba en redondo a que la sodomizase por tal motivo. Es curioso que mientras fuimos novios no hubo problema en que la enculase alguno pero en cuanto pasamos por el juzgado (jamás me verán en una iglesia) aquello cambió, como tantas otras cosas. Aquel no era el momento de pensar en aquella hija de puta. Mi pene me proporcionaba tanto placer que me la sudaba todo lo demás.
Begoña se tragaba la totalidad de mi rabo sin aparente dificultad. Profesional como era, habría toreado en mayores plazas. Lo hacía sin prisa, con su parsimonia natural, recreándose. Atendía por igual a la totalidad de mi verga tanto en la punta como en la base, ayudándose lo justo con sus manos. Pronto mis cojones disfrutaron de sus atenciones. No sin cierta intranquilidad contemplé como mis pelotas desaparecían al unísono en el interior de su boca. Un ligero movimiento y eunuco para toda la vida. Sencillamente maravilloso el tratamiento de bajos que me proporcionó la Bego. Pero casi más que sus movimientos linguales, orales o como se diga me excitaba el hecho de que no había dejado de mirarme a los ojos casi en ningún momento. La imaginaba detrás de la tapia, mil años antes, efectuando las mismas operaciones a mi verga juvenil. Se decía en el pueblo que no sabías lo que era una buena mamada hasta que alguna de las hijas del Manolo te bajaba la bragueta. Por mis cojones, brillantes de saliva en aquel instante, certifico que, por una vez, la leyenda era certera.
Reconozco que no estuve demasiado delicado cuando hice una especie de nudo con su pelo y mis manos, y le clavé la verga todo lo que pude. Eso no se le hace al amor de juventud pero quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. Hice lo que todos sus clientes, tratarla como una puta. Y conste que volvería a hacerlo, no me arrepiento de nada.
Ciertamente no recuerdo si intentó zafarse, o si le entraron arcadas ni nada parecido y sinceramente, al menos en un primer instante, me importó una mierda todo lo ajeno al placer que estaba experimentando. Eyaculé tras el consiguiente bramido en tan delicioso agujero con los ojos en blanco. Mentiría si dijese que aguanté como un campeón horas y horas antes de explotar pero juro por mi madre muerta que jamás de mi cuerpo había brotado hasta entonces tanta cantidad de jugo por una simple mamada. Otros lo verán sucio y brutal lo que le hice pero según mi criterio había sido lo más bonito del mundo.
Tan sólo con la mamada ya se justificaba la inversión de todos mis ahorros.
Quizás quedaría bien decir que en aquella situación apareció la consabida tristeza “pos coitum”. Que me preocupé por ella y por su estado. Que le pedí disculpas por no avisarla o mil gilipolleces más que no vienen al caso pero rara vez he tenido tales sentimientos con mis compañeras de juegos. Follo como me da la gana y punto. Y mucho más si el que corre con la cuenta soy yo.
Me limité a tumbarme como un mártir sobre la cama, intentando recobrar la respiración, esa que se había largado acompañando a mi semen en dirección al estómago de Begoña. La hija mayor del Manolo me dejó seco y se lo tragó todo. Era, tal y como me advirtió el Brasas una buena puta. La mejor.
No sé cuánto tiempo miré el techo. Mi corazón quería salir de su caja de resonancia. Tan sólo el sonido del agua saliendo del grifo del baño me devolvió el sentido.
– Hacía mucho tiempo que te guardabas lo tuyo – me dijo una voz cálida desde la estancia contigua – menudo chupito me he bebido…
Quizás debería haberme disculpado pero el bocazas que llevo dentro actuó antes que yo:
– Pues no veas cuando te rompa el culo… te vas a atragantar con todo lo que saldrá de mi rabo…
– ¿En serio?
– Seguro – pero mi tono de voz me delató – pero antes déjame un rato.
– Sin problemas.
– Claro, como pago yo.
Volvió a sonreír sin decir nada. Se limitó a tumbarse junto a mí y mirarme acurrucada como una niña a punto de dormir.
– Dispara – dijo tras la tregua.
– ¿Qué? – me extrañó semejante iniciativa, pasiva en el tema de la conversación como era ella.
– Después del polvo siempre viene el interrogatorio. No has venido a follarme sino a que te cuente cosas de mi vida, como todos.
– En ese orden…
– En ese orden.
– ¿Han venido muchos antes que yo? Del pueblo, me refiero…
– Muchos.
– ¿Los amigos de tu padre?
– Esos los primeros. A darme el pésame.
– Después de follarte, supongo.
– No, tuvieron la delicadeza de presentarme sus condolencias primero y partirme el trasero después.
– Un detalle…
– ¡Ya ves! – rió.
– También viene él.
– ¿Qué?, ¿quién? No te he preguntado nada.
– Tu padre también viene mucho.
Respiré profundamente al saber que mi propio padre se me había adelantado. No era yo el más indicado para reprocharle nada al viejo. Viudo desde hacía años era libre de montárselo con quien le diese la real gana.
– Pero ya había venido antes de que mi padre muriese… igual que los otros…
– ¿Cómo?
– Pues eso, que los mejores amigotes del Manolo ya se habían tirado a su princesita antes de que él estirase la pata – me susurró sin el menor signo de remordimiento al tiempo que me besaba la oreja -. Daba igual en el prostíbulo que estuviera, siempre terminaban encontrándome.
Excitado por semejante revelación me animé a seguir indagando, olvidando cualquier atisbo de sensibilidad:
– Dicen que tu padre murió en un prostíbulo.
– Cierto…
Una corriente recorrió mi espina dorsal, sentir una lengua yendo y viniendo por el cuello siempre me ha descolocado.
– Dicen…
– Cuenta ¿Qué cuchichean los paletos del pueblo? – me susurró mientras su mano descendía sibilinamente por mi pecho.
– Dicen… que murió aquí…
– ¿En serio?
– Sí...
– Te contaré un secreto… - me cuchicheó mientras acariciaba mis testículos.
– Di… dime…
– ¡Murió en esta misma cama!
Me levanté de un salto y la Bego comenzó a reírse de mí igual que cuando me ganaba una y otra vez al baloncesto mil siglos atrás.
– ¡Me cago en la leche! ¡Begoña no me jodas!
– ¡Es cierto! – la hija de puta hipaba de tanta risa que le daba el ver mi cara de espanto - ¡Te lo juro! ¡Aquí mismo!
– ¡Follando contigo!
– ¡Yo no he dicho eso!
– ¡Todo lo que se dice es cierto! – grité - ¡El Manolo se follaba a su hija!
– Eso… - ella se revolvió en la cama dejándome a solas con su trasero – eso es secreto de sumario…
No pude más que evocarla en tal postura con su progenitor encima. El Manolo sudoroso metiéndole el rabo en el culo a su propia hija. Tampoco pude reprocharle nada. La puerta trasera de Begoña era un monumento a la arquitectura humana.
– ¡Me cago en mi madre! – dije al tiempo que me ponía de nuevo a la faena.
Tal fue mi grado de excitación y el ímpetu que puse en mi tarea que erré un par de veces el tiro, penetrando la otra abertura. Una vez centré mis esfuerzos noté como el ano de la puta se abría cual flor en primavera. Una especie de torbellino guió mi ariete en semejante agujero negro hasta adentrarse en él en toda su extensión. Imaginaba a padre e hija copulando de igual forma y entendí en un santiamén el porqué del infarto del cabrón del Manolo. Sencillamente sublime el orto de mi paisana. Supo sacar de mí lo mejor que llevo dentro. Hice cuanto pude y en verdad no fue poco. Embestí con furia una y otra vez hasta arrancar de sus labios gemidos que, si no eran sinceros, al menos lo parecían. Los dos cuerpos fundidos se clavaban en el colchón una y otra vez. Recuerdo que incluso me serví del cabecero para obtener más impulso y encularla más violentamente y que al eyacular le tiré del pelo de manera severa. Notaba el pulso en mi pecho y a punto estuvo de darme un vahído. Vi una luz blanca y juro que oía voces llamándome para que fuese con ellos.
Pero todo fue una falsa alarma, por muchos excesos y mucha coca que mi cuerpo hubiese llevado mi genética era lo suficientemente consistente como para librar aquella batalla. Eso sí, invertí buena parte de mi tiempo restante en un sueño reparador que jamás me salió tan caro.
Me despertó la buena de Begoña con un besito en la frente.
– Ya es más de la hora. Tómate una ducha y vete. Has estado fantástico…
Y yo que la creía un ángel y que aquello era el cielo. Me echó del paraíso sin contemplaciones. Dolido por tal afrenta me duché solo y mientras me ponía los pantalones me maldecía a mi mismo por haberme quedado traspuesto en la mejor noche de mi vida. Ella vestía de calle y eso me extrañó un poco. Al poco me di cuenta de que había amanecido y que por tanto mi tiempo ya había concluido bastante antes.
– Le dije a la señora que te dejase dormir tranquilo… que eras de confianza…
– Entiendo. Supongo que debo darte las gracias.
– De… de nada.
– ¿Volveré a verte?
– Tú mismo.
– Me refiero fuera…
Ella negó con la cabeza.
– Entiendo – dije orgulloso – pues vale.
No pude evitar un cierto resentimiento. Pero no con ella sino conmigo mismo. Una puta es una puta. Yo mismo me cansaba de pregonarlo a los cuatro vientos, pero aquella joven en pantalón vaquero y una bonita camisa ya no era la puta. Ya no era Silví, sino Begoña, mi compañera de juegos en la adolescencia y había albergado la estúpida esperanza de que nuestras vidas volviesen a entrelazarse.
No nos dijimos nada mientras terminé de vestirme, ni siquiera cuando me acompañó a la puerta trasera del burdel. Se me habían quedado muchas preguntas en el tintero. Del porqué de su marcha del pueblo, su no asistencia al entierro de su padre y de miles y miles de chismes que recorrían las reuniones entre vecinos acerca de las hijas del Manolo pero yo ya no tenía ganas de nada. Había sido una noche memorable con un final amargo.
Ya en la puerta me cogió de la mano y se confesó:
– ¿Me guardas un secreto?
– Seguro.
– Mi padre murió en las puertas de la Delegación de Hacienda. De un infarto. No pudieron hacer nada…
Sinceramente no me esperaba aquella noticia.
– Pero… ¿y lo otro?
– Lo otro es un cuento para atraer clientes paletos con dinero fresco…
Su sinceridad me mató.
– Como yo…
El que calla, otorga.
– Entonces todo es una trola. El Manolo no se follaba a su hija…
– Bueno… yo no he dicho eso… - sonrió pícaramente metiéndose un dedo entre sus labios.
– ¡Pero bueno! ¿En qué quedamos? ¿Te follaba o no te follaba?
La muy hija de puta se limitó a reír y juraría que al darme con la puerta en las narices me pareció oír.
– A mí… no… pero…
Me quedé como un pasmarote mirando a ningún sitio. La jodida Begoña me había descolocado de nuevo.
– ¿Cómo que a ti no? – pensé – Si a ti no… ¡Teresa!
Enseguida imaginé a la hermana pequeña montando a su papi. Con razón era la rubia la preferida del Manolo. Jodido Manolo… el muy cabronazo. Llegué a la conclusión de que a la Bego no habría podido pasársela por la piedra y que de ahí venían sus desavenencias.
– ¡Largo!
Un matón de casi dos metros de alto salió de la nada para indicarme “amablemente” la salida del callejón. Dando tumbos quité las multas del parabrisas de mi coche y me introduje en él. Al volver a casa tan sólo pensaba la forma de conseguir pasta y volver a estar con Bego de nuevo. Pensaba con el rabo. Peor aún, con el corazón.
Afortunadamente el estado de mi economía me devolvió a la realidad. Quise pensar que todo aquel numerito era otro truco de Begoña para seguir embaucando a los tontos del pueblo. No pude evitar admirarla por ello. Era tan buena actriz como puta.
Orgulloso y dolido me juré a mi mismo que jamás volvería a pisar aquel puticlub ni saber nada de Begoña pero al pasar por una tienda la otra tarde vi algo que me recordó a ella y no pude evitar entrar a comprarlo. Le indiqué a la cajera que lo envolviese para regalo y lo enviase a una dirección a la atención de Silví. Imagino la cara de extrañeza de sus compañeras al ver tan peculiar regalo, tan alejado de las joyas, bolsos y zapatos que sus otros clientes sin duda le enviaban.
Ya me perdonarán mis lectores si dejo por un momento a un lado mi relato de lo sucedido la semana pasada. Han llamado al timbre de mi casa. Es extraño porque los domingos no suele venir nadie. Ni los domingos ni el resto de días. Sigo solo, yo y mis circunstancias.
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– Buenos días, señor.
– Buenos días, preciosa. ¿Qué quieres?
– Mi mamá dice que si quiere venir a jugar con nosotras al patio del colegio– dijo una bonita niña de seis o siete años con cara sonriente detrás de una pelota anaranjada se las veía y deseaba para que no se le cayese al suelo – dice que le volverá a ganar como siempre…
– ¿Tu mamá?... – estupefacto, le miré a los ojos y de inmediato adiviné la identidad de tal persona. Sólo había visto antes a otra persona con semejante par de luceros que aquel angelito tenía por ojos
– Dile a tu mami que enseguida voy y que esta vez no la dejaré ganar.
Fin
Por encargo de M.M.D.
Zarrio
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